Uno de los lugares comunes de la
literatura edificante, religiosa o no, es el rechazo a la acumulación de
riquezas. Se da por sentado que la búsqueda de éstas lleva consigo una actitud
de tacañería. Como decían Cánovas, Adolfo, Rodrigo y Guzmán de Don Samuel Jazmín, “no pensó jamás en sí
mismo, y mucho menos en los demás”. El señor Scrooge, viejo cascarrabias,
incapaz de disfrutar de sus riquezas, arruinó su vida en su empeño acumulativo.
Los sermones le advertían, como los fantasmas de las navidades pasadas,
presentes y futuras, que no se podría llevar sus riquezas una vez muerto.
Esta
imagen del avaro de aspecto pobre y descuidado ha sido indudablemente
sustituida por los triunfantes héroes del capitalismo. Esos directores de
fondos de inversión, brookers,
especuladores inmobiliarios, CEOs de corporaciones gigantescas hacen gala de
descocado uso de sus inmensas riquezas. Los más de lo más, ese 1% que controla
más riquezas que continentes enteros, esos que permanecen desconocidos para el
gran público y a los que les da igual quién gobierne en los países porque están
por encima del bien y del mal, estos mega-ricos saben disfrutar de la vida,
gastan de manera abundante en educación, en placeres, en viajes y casas.
Porque, además, saben que sus riquezas van a quedar a perpetuidad en manos de
sus vástagos. Ellos continuarán el imperio que van a heredar. No temen a las
leyes de Hacienda porque todo está atado y bien atado en paraísos fiscales y
demás ingeniería financiera.
Mientras
tanto, los gobiernos se afanan en cuadrar los gastos y los ingresos. Y para
ellos la tarea consiste en gravar todo lo que sea gravable y fácilmente
inspeccionable. Prefieren gastar energías en auditorías a pequeños comercios y
empresas pequeñas que invertir sus conocimientos en grandes empresas que los
marearían con legiones de abogados y que, presuntamente, están en connivencia
con las altas esferas del poder. Ya se sabe, las eléctricas, los bancos –y los
seguros–, grandes constructoras. Estas grandes corporaciones suman esfuerzos a
otras no tan grandes para presionar hacia leyes fiscales menos perjudiciales,
de las que puedan sacar más réditos en el presente y hagan factible su
perpetuación en el futuro.
No
es de extrañar que inciten a todos contra los impuestos de sucesiones –que incluyen
tanto el directamente denominado así, como las plusvalías resultantes y otra
multitud de gravámenes que se tienen que hacer efectivas con el cambio de
manos–. Muchos han conseguido acumular un capital y lo tienen invertido, bien
en el banco o en un inmueble, con la intención de hacer más fácil la vida a sus
descendientes. Es la manera que tienen de reproducir, o incluso mejorar, la
posición social familiar.
Es
un debate interesante a pesar de los despropósitos y las tergiversaciones que
se ponen en juego. Es de señalar cómo somos capaces de apoyar una campaña en la
que por evitar pagar personalmente una cantidad somos capaces de perdonarles a
los más pudientes una mayor que, al hacer falta para cuadrar las cuentas, se
tendrá que repartir entre todos los contribuyentes. Las gallinas que salen por
las que entran.
Uno
de los argumentos que se suelen utilizar es que no es justo que se pague dos
veces por lo mismo. Si mi padre pagó por la casa, yo, al heredarla, no debería
pagar otra vez. Es una falacia en sí misma, porque mi padre pagaría por tenerla
él. Yo debo pagar porque ha cambiado de manos. Como un fabricante paga el IVA
de los ingredientes, luego se grava al producto de fábrica, y luego en la
tienda. En el fondo lo que nos parece injusto es que los desvelos de una
familia, que ha trabajado durante toda su vida para reunir un pequeño
capitalito, se vayan a quedar en manos del Estado.
Se
olvida que ese pequeño capital es el que ha financiado el mantenimiento de
status, si se ha invertido en la educación de los hijos, o si se les ha
prestado cuando compraron una casa o montaron un negocio. Quizás no aportaron
efectivo, quizás fueron sólo avalistas. O simplemente ofrecieron un nivel de
vida aceptable, un hogar en el que no faltaba de nada y no se pasó necesidad y
se pudo estrenar por Domingo de Ramos.
Quizás
si hubieran sabido que no iban a poderlo transmitir sino mediante un oneroso
pago, no se hubieran empeñado tanto en trabajar y ahorrar. Quizás se frenaría
la codicia impulsora de la economía capitalista de mercado. Lo mismo saldríamos
ganando.
En
otras ocasiones se puede decir que poco capital monetario pueden ofrecer otras
familias a su descendencia. En parte por mala cabeza, pero sobre todo porque
los esfuerzos se han dirigido hacia lo cultural. Podría decirse, si hubiéramos
asimilado al eximio sociólogo P. Bourdieu, que han ido acumulando capital cultural. Una carrera
universitaria –que, a lo mejor, costearon los padres o las becas– permiten
acceder al mercado laboral o a unas oposiciones. Una segunda carrera, un
máster, un doctorado, certificado de idiomas… abundan en el capital cultural,
lo mismo que miles de libros leídos, conciertos y obras de teatro con
asiduidad. Uno no puede heredar las notas de sus padres y, sin embargo, sí que
puede tener su coche. Queda, al menos, cuestionado el derecho a la herencia, no
porque sea injusto que los padres intentemos lo mejor para nuestros hijos, sino
porque con ese razonamiento se perpetúa una desigualdad que cada vez es más
grande para las fortunas de los más ricos.
Turismo,
viajes, visitas a los museos, películas de cierta calidad… todo ese
conocimiento se acumula en los padres y difícilmente puede transmitirse a los
hijos salvo mediante el ejemplo. ¿Para qué estudiar tanto si no se puede
transformar en un sueldo mejor, en un puesto con mayor consideración social?
¿Qué sentido tiene leer poesía que se queda en la mente del lector y que luego
no sirve para la reproducción social? Que no se quejen quienes pueden, previo
pago, quedarse con los esfuerzos de sus padres.
Todo
ese conocimiento, todas las experiencias que acumulamos gracias a la cultura no
pueden transformarse en capital heredable. Son, en cierta forma, un fin en sí
mismo. O quizás una pérdida de tiempo. ¿Por qué esta acumulación de
conocimientos que tan buena fama tiene, especialmente en las fábulas, es tan
poco práctica si no se transforma en dinero? Se quejan los herederos de tener
que pagar por conseguir las riquezas –las muchas o las pocas– de sus
progenitores y luego son capaces de dilapidar la biblioteca y tirar todos sus
papeles para acabar en el Rastro –en manos de Trapiello, presumiblemente–. ¿Debería
ser justo que se pueda heredar el dinero o las propiedades y no se pueda
heredar la cultura cuándo esta es una suprema aspiración humana?
El caso es que,
como decía mágicamente el replicante Roy Batty en Blade Runner, todas esas experiencias se perderán como lágrimas en
la lluvia.
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