miércoles, 5 de diciembre de 2018

Reseña de Ana Martínez Castillo: ‘La danza de la vieja’. La isla de Siltolá. Colección Tierra. 2017



 “Qué quieres que le haga / si mis ojos son tristes” (Milonga)

Resultado de imagen de ana martínez castillo la danza viejaAna Martínez Castillo pertenece a la enorme cantera albaceteña. Es profesora, poeta y narradora. Este es la segunda versión del poemario, tras aparecer en diversas antologías y ‘Bajo la sombrea del árbol’ también en La Isla de Siltolá. Prologa el volumen Antonio Rodríguez Jiménez, y según él, el libro ha rejuvenecido con los años. En este proyecto poético el hilo conductor es la danza, conectado con Mantras para bailar de Álvaro Hernando, pero sobre todo con el espíritu de Nietzsche, quizás el filósofo que más importancia le ha dado a la danza. No sólo es este el punto en común con el pensador, en cierta manera, el desdoblamiento entre la vieja y la niña no es más que un trasunto del eterno retorno del que hablaba Nietzsche.
Se compone de poemas en prosa y verso organizados en una serie de compases que se hacen corresponder con los momentos de la danza, metáfora indudable de la vida. En el Introito: “Nace la vieja ya vieja /…/ gira y sabe del sabor. Sabe del pan y de los dientes. Sabe de aquello que sabe. De las horas que pasan”. El impulso lo toma de la mano de Panero y Aleixandre, de Ray Bradbury, Rafael Alberti y Labordeta. Explora en este primer momento las connotaciones de la danza, que ahora solemos asociar con las noches, por poner un ejemplo. Presta muchísima atención a los detalles que resultan más sugerentes (envejecido el cuerpo, las manos) con gran capacidad para la descripción de imágenes: “La trampa es tener / arañas en los ojos /…/ Ya no distingo / Si la noche amenaza / O soy yo / que ando desnuda / y me abrazo / a todo aquello / que sea musgo o plata”; “Grumos de viento / en los dientes / el frío” (El frío), como Aleixandre, Gamoneda o el Lorca menos tópico: “Desmigaja el día su espalda / con languidez de doncella, / giran las voces miles / en el aire peinado como agua” (Verbena). Importan más las sensaciones que el significado literal de las palabras
Los poemas se desarrollan armónicamente, orgánicos, en un todo. A veces son sólo una frase (Y yo que creía tener) que se desgranan entre los versos para pautar su música: “Pero a veces hay que darle cuerda a la mente y que no chirríe, como si fuera caja de música o muñeca mecánica” (El titiritero); “Voy a esperar / sin prisas / los golpes / de aire / guadaña / en los pies” [El juicio (Carta nº XX)].
“La vida es un parpadeo bajo la sombra donde desmadejamos el tiempo poco a poco, ovillo tras ovillo, sin prisas, con la memoria alrededor de geranios y ventanas quietas, inmóviles, por las que entran las moscas y vuelven a salir una vez convencidas de que todos duermen, arropados por el tenue transcurrir de las horas” (Siesta)
A veces el tiempo pasa como una música que suena: “Ahora / voy a sentarme en el regazo / del tiempo que respira, / ennegrecido tiempo / del que se tiñen las enaguas, / recuerdo que acaricio / con mis manos de tierra / en la tarde amarilla como ojos de gato” (Ahora que la tarde). Otra veces, el tiempo se va deteniendo por los salones, por los tejados: “No son campanas / lo que se escucha a lo lejos, / es solo esta vida / que ya bosteza” (Madrugada). Aunque el motivo de la vieja y la niña pueda inducir a un ambiente rural ancestral, los poemas se desarrollan dentro de lo urbano: “La ciudad / inocente, turbada /…/ para que merezca la pena / morir de puro cotidiano” (La ciudad, inocente, turbada). Ante el paisaje, Ana Martínez Castillo se recrea en una preciosa descripción (Atardecer), digna del cuidadoso Juan Ramón, como en el lirismo de (Todos los santos).
“Y lleva a los labios la certeza de ser esta niña sin alas que fingía ciudades, que fingía sus pechos y sus muslos de plata, pero si la cintura negra como negros encajes, pero si la garganta sujeta con papel y con cintas” (Lisboa)
El territorio de la danza, sin embargo, es la ensoñación, el espacio liminar entre el arte y la vida “Y qué si hay Macondos / en todas partes /… / al fin y al cabo, / los gusanos nos ganan en intenciones y número” (Y qué si hay Macondos).
No es solo las cualidades musicales de la poesía de Ana Martínez Castillo, es también el hallazgo de imágenes de una intensidad poética profunda: “Paseo, / y los nudillos de la luna / suenan huecos en mi espalda” (Paseo). Puesto al servicio, claro está, de un argumento sobre el tiempo cíclico de la vida, de cómo la niña ve cómo se acerca la muerte y cómo la vieja danza para seguir sintiendo la vida fluir:
“Mientras no señale con su dedo mi frente,
poco importa si la muerte se alisa una arruga
o bosteza,
si enseña sus dientes de pan duro a las niñas descalzas,
si acaricia sus pechos con manos de amante
o canturrea” (Mientras me señales con su dedo mi frente)
Trasposición niña / vieja está llena de matices, como llena de matices está la conciencia del envejecimiento, la desgana que se sucede a los restos de ilusión: “Ya nada es lo mismo / y añoro el frío. /… / Y vivo / a la espera del invierno / a la espera / de que pronto no haya nadie / que prenda el fuego” (Invierno). Aprendamos a seguir danzando sin importarnos, como diría Catulo, los que digan los viejos censores: “Por ahí va girando /…/ Decimos ‘qué vergüenza’ / y señalamos con el dedo. / La vieja se marcha a bocanadas / cojeando rincones” (La danza de la vieja). En mi cabeza resuena el final de la canción de Radio Futura El Canto del gallo.




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