Jesús Montiel, poeta y traductor granadino es
especialmente fecundo, aquí tenemos dos muestras en prosa. En cuanto a las
traducciones, de Christian Bobin, cuya sombra planea sobre estos dos volúmenes.
Comentarios breves, de intensidad poética, sobre lo cotidiano, lo milagroso de
lo que no parece un milagro y lo aún más milagroso de lo que lo es. Claramente
biográfico, la presencia del yo en estos poemas en prosa se ve atravesada por
las circunstancias a la búsqueda de una sencillez, no ya estoica, sino mística,
en la que la máxima razón es su abandono y su entrega a los designios de la
providencia. La presencia atroz de la
enfermedad sortea la desesperación, asumiendo el papel de un Job poético que se
esfuerza en renunciar a buscar explicaciones racionales para que sea el
espíritu de la flor quien lo encaje en el plan del universo. A diferencia de
otros enfoques que insisten más en la agresividad de la quimioterapia, Jesús
Montiel la entiende casi como el abono para esa flor. A la búsqueda de la
ingenuidad infantil, para ser como esos niños que pueden entrar en el Reino de
los Cielos, la humildad de aprender la lección, la serenidad ante lo sublime
que nos aterra y jamás comprenderemos.
Inquieta la belleza a la que asistimos porque se
basa en la tragedia: “Pero la vida no nos obedece” (p. 16) continua. Es una
historia de fe. “Digo que todo, incluyendo el cielo, estaba torcido. ¿A qué
aferrarse entonces?”. Como el autor resume desde el principio, “Érase una vez un niño enseñándole a su padre
a nacer”.
Podría parecer una argumentación contra la idea
de la inutilidad del dolor: “El dolor no da nada. Pero no tiene que darnos
nada. El dolor que me causó tu enfermedad, por ejemplo. Al dolor se le abraza o
no se le abraza. No me refiero a resignarse, sino a comer su oscuridad como un
jarabe que puede curarnos” (p. 22). No es, sin embargo, el canto a la
satisfacción por el dolor. Es un canto a la esperanza: “La esperanza es un
fortín indestructible asediado día y noche por el ejército de las
preocupaciones. Las llaves maestras de todos los sufrimientos” (p. 23).
Los momentos de angustia que hacen que el tiempo
se detenga y que los distantes sean eternos, que la duración sea
inconmensurable sirven como reflexión más allá del atroz suceso que lo provoca:
“El pasado y el futuro son un intento de poner orden a lo que sucede sin
detenerse, desatadamente. La enfermedad de un ser querido, nuestra propia
enfermedad, nos arrebata esa ficción en la que pasamos tantas horas y nos
regala el tesoro del ahora” (p. 27). Más que asirse a la esperanza, las
palabras de consuelo: “todas nos aseguraban un futuro mejor, nos movían del
ahora llevándonos a rastras al mundo de las hipótesis” (p. 30). En cambio, el
protagonista prefiere otra senda, otra actitud, romper con la supuesta lógica
de la realidad: “Sólo los tontos, los santos, los locos y los niños danzan en
los salones del ahora” (p. 28); “Los poetas y los niños sois capaces de nombrar
las cosas con un vocabulario insuficiente” (p. 37).
Aun siendo místico, no se trata de un libro de
fe religiosa al uso, su alcance es mucho más profundo por la necesidad vital
que supera los dogmas y las costumbres: “Dios no se parece a las palabras del
capellán. No puede decirnos algo tan inhumano, permanecer incólumes. Qué dios
es ése que nos pone un corazón de carne y luego nos pide una piedra” (p. 30).
Su razón vital, la fe religiosa, es aquella que es capaz de percibir que “Un
niño enfermo es un libro escrito por Dios con la tinta sagrada del sufrimiento
en el dialecto de un amor que no se inquieta ni exige explicaciones” (p. 40).
Una de las paradojas más terribles de una
tragedia es lo ajeno que está el mundo: “Me sorprendió ver que nuestro barrio
siguiera su ajetreo como si nada hubiera sucedido” (p. 33). Lo atroz del universo
y la realidad es que todo continúa ajeno a nuestro dolor, el mundo no es un
espectador de nuestra obra de teatro.
Notas
al pie del instante es una
continuación de la situación vital que dio origen a Sucederá la flor. “Montiel, como Bobin, escribe desde la posición
moral inequívoca para señalar esos milagros cotidianos que pasan inadvertidos”,
dice el prologuista Juan Gracia Armendáriz. Un ejemplo recurrente es la importancia
del vuelo de los pájaros: “En el colegio aprendí muy pronto la lección de la
ventana” (p. 19). Otro tiene que ver con el paisaje inmóvil aparentemente que
se nos ofrece a través de la ventana: “De los árboles me gusta que se han
edificado a partir de una semilla. Todos los hombres, por grandes que sean en
el tablero del mundo, tienen su origen en un niño” (p. 20).
Este es un libro con pensamientos heterogéneos,
reflexiones, recuerdos, paisajes. Se incluyen apuntes pictóricos,
recapitulaciones al final de la jornada: “Mis hijos me arrebatan el tiempo,
pero lo llenan de sentido” (p. 26). Y, sobre todo, tiene un lugar muy especial
el pensamiento metapoético que se parece tanto a una actitud vital que propone
Jesús Montiel: “El poema es lo que ocurre justamente antes de escribir el
poema” (p. 29). Más tarde dice: “El poema es un refugio hecho de tormenta” (p.
36). Sorprende es un escritor que aspira a la serenidad de un árbol. Otros
reflexiones: “No para escaparme de la realidad: escribir para que la realidad
no se me escape” (p. 39); “Las palabras son piedras que fueron pájaros” (p.
42); “Hoy he visto muchas cosas dignas de relatarse. Un gato negro, por
ejemplo” (p. 45).
En ocasiones toma la forma de un aforismo:“Conquistar
la mansedumbre del árbol requiere mucha intemperie” (p. 29); “El mal es un niño
que juega a ser Dios y acaba matándose” (p. 30); “No hay nada como una buena
homilía para que dios se calle” (p. 35); “Entrar en uno mismo y ser un
extranjero” (p. 59). Un poco como John Lennon, dice, “Lo difícil de vivir es
vivir dándonos muerte” (p. 59).
Hay dos frases que pueden resumir esas dos
entregas complementarias de Jesús Montiel, incluso de su posición poética y
vital: “Estar delante de un milagro y no vero, eso pasa a diario” (p. 63) y,
sobre todo: “Hay libros que al abrirlos cierran el infierno” (p. 38). Que así
sea.
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