Cuando alguien se queja de su
mala suerte, era costumbre tradicional, al menos así repite mi suegra,
advertirle que no debía quejarse, que había otros peores y que cabía la
posibilidad de recibir un castigo por tamaña insensibilidad: “no ensoberbies a
Dios”, se decía. Me llama la atención la expresión y no tengo claro que sea un
localismo. La formación de la palabra a partir del sustantivo “soberbia” parece
correct: de fango, enfangar, de soberbia, ensoberbiar. De todas formas lo
compruebo y no aparece en el buscador. En el diccionario de la Real Academia no
consta el término. Como mucho sale en lengua gallega con el significado de
volverse soberbio. Pero no parece el sentido que aprecio en la expresión. Al
consultar con Fundéu me remiten, como variante local, a “ensorberbecer”,
“causar o excitar soberbia a alguien”. Se utiliza también en expresiones
referidas a un mar embravecido.
Ensoberbiar
a Dios, pues, parece querer decir que estamos provocando la soberbia del
Altísimo, quien, enojado por nuestra falta de consideración, tenderá a
castigarnos, a mandarnos una desgracia mayor para que tengamos razones de peso
para quejarnos. Resulta extraño que el Todopoderoso pueda enojarse hasta
alcanzar la soberbia. Ya sabemos de la proverbial ira divina que castigó a la
Humanidad con el Diluvio, con la profusión de lenguas tras el proyecto de la
Torre de Babel, tanto como individualmente a los mercaderes del templo o
quienes aspiraban a considerarse mejores o mayores de lo que les estaba destinado.
En una de las acepciones de la palabra, soberbia es sinónimo de ira o cólera
que se manifiesta con “acciones descompuestas o palabras altivas e injuriosas”.
La
expresión parece encajar en la historia de Babel, en la que los hombres,
demasiado seguros de su poder, decidieron desafiar a Yavé y Este los confundió
con la aparición de la diversidad de idiomas. A nivel teológico deberíamos
aprender que no conviene retar a la divinidad, que será quizá vengativa y siempre más poderosa. A
un nivel mítico procura una explicación de la aparición de diferentes lenguas y
nos ayuda a comprobar que cualquier tipo de soberbia acarrea funestas
consecuencias en cualquier proyecto común. Parece que no es mal consejo.
También
podemos entender la expresión en el sentido de que si nos volvemos soberbios
podemos enojar a los demás. La diferencia es importante. En la primera
propuesta ,Dios se vuelve soberbio, que encajaría con el sentido que tiene en
galego. En algunos lugares de Ecuador y de Perú también se utiliza, por lo
visto, el verbo en el sentido de convertir en presumido (“el elogio por sí solo
lo único que hace es ensoberbiar”), pero también en el sentido de irritarse, “no
me haga ensoberbiar”, repite como marca de la casa un capitán encargado de
buscar a Pablo Escobar en una serie de Televisión.
En
ambos casos subyace la consideración negativa de la soberbia. Este sería un
sentimiento en el que el orgullo, que puede ser legítimo e incluso recomendable
(uno tiene que tener su orgullo), pasa de un grado de virtud a pecado. La
soberbia es la creencia –injustificada– de estar por encima de los demás y
actuar en consecuencia despreciando a los otros. Para ser soberbio hay que
demostrarlo con gestos que manifiesten la vanidad y la humillación del prójimo.
De una manera irónica “soberbio” puede ser algo digno de mucho mérito, como
“bárbaro”.
La
soberbia es considerada un pecado capital, que, como define según la tradición
cristiana, son aquellos pecados que llevan a cometer otros pecados, como la
codicia, la rebeldía, el despotismo y la crítica a los demás. La soberbia fue
el pecado de Lucifer al creerse igual a Dios. En el mundo griego la hybris funciona de una manera similar.
Es la desmesura ante los límites. Se aplica a aquellos que desafían a los
designios de los dioses y se aplica a los que, enamorados, pierden la cabeza y
la dignidad. La insolencia ante los dioses también era castigada severamente,
como en el cristianismo, pero sin recurrir a la noción de pecado.
Parece
que diferentes sociedades humanas necesitan regular la conducta de excesivo
orgullo y narcisismo de alguno de sus elementos. Tiene sentido. En algunas
tribus de cazadores, cuando alguien presume de haber cobrado una pieza de gran
tamaño, el resto del grupo lo minimiza, duda de las capacidades del cazador,
denigra la calidad de la carne con la intención de evitar que la soberbia lo
convierta en alguien nocivo para la convivencia.
Como
en tantas ocasiones, el problema es la dosis. Para prevenir la soberbia,
demasiado a menudo talamos la autoestima. La sociedad se involucra en una
espiral de negatividad disfrazada de humildad en la que el bienestar
psicológico de sus integrantes se sacrifica en aras de la convivencia estable
(de ahí bajar los humos). Nadie sobresale, no hay envidias, ni protestas.
Contra esta inversión de valores, Nietzsche se alzó y recuperó el noble orgullo
como aspiración y medio de vida. Supo ver como nadie los peligros de una
humildad forzosa, los desastres de las pretensiones de igualdad que tantos
individualistas liberales han recalcado desde entonces. La aspiración a ser mejor,
más alto, más fuerte, más rico es el motor de este mundo en estos tiempos
inciertos. Y si la codicia no era mala, según Gordon Gekko en Wall Street, tampoco la soberbia debe
serlo. Es lo que empuja a los grandes hombres. La ambición, cuanto más
desmedida mejor, es el combustible del liderazgo, del emprendimiento, de la
realización personal.
De
esta medicina, la dosis adecuada es lo que se suele llamar autoestima en el lenguaje ordinario ya tan psicologizado. Recetar
autoestima, quererse a sí mismo, ignorar lo que los demás quieren de nosotros,
huir de la humildad y explicitar los deseos y necesidades son las Tablas de la
Ley de conservación del bienestar interior. Sin embargo, también debemos
colaborar con los demás, trabajar en equipo, no ser desconsiderados con el
resto ni con el medio ambiente. La solidaridad, heredera de la fraternidad de
la Marsellesa, no deja de ser un imperativo moral, o, cuando menos, un eslogan
casi obligatorio para poder dormir tranquilos.
La
Soberbia hacía referencia al control social –y divino– que una comunidad
ejercía para evitar comportamientos antisociales, egoístas y destructivos. En
el nuevo desorden afectivo, encontramos voces que agitan su bandera como método
para alcanzar la felicidad, sin distinguir claramente la necesidad de pensar en
uno mismo y dejar de sacrificarse de lo que es el puro narcisismo. Más aún
cuando tenemos tantas oportunidades para la soberbia, tantos espejos y ventanas
para alardear de nuestros logros, cuando tenemos tantos modelos de éxito que presumen
de su propia soberbia a los que aplaudimos y jaleamos, a los que envidiamos.
En
los tiempos de crisis que no se terminan de distinguir de los días normales, lo
único que nos va a quedar claro es que, entendamos la soberbia en cualquiera de
sus significados, queramos comprender la expresión en cualquiera de sus
sentidos, lo que no debemos es ensoberbiar a Dios. Una frase terrible que nos
conmina a la resignación y la aceptación de cualquier calamidad cortando las
alas de cualquier protesta o intento de solución. “Otros peores” nos advierten
de que todo puede empeorar y que debemos dar gracias de no ser los otros.
Quizás esa sea la utilidad psicológica de los mendigos, de los vagabundos, de
los refugiados, de los migrantes que no alcanzan la tierra prometida, saber que
la desgracia no nos ha tocado, que el infierno sigue ahí fuera y lo poco, lo
poquísimo que podamos tener es mucho más de lo que “otros peores” padecen. Un
ejemplo para el control social.
No debemos
quejarnos de nuestra incierta suerte porque seguramente, el Dios de los
Mercados querrá cobrarse un tributo mayor, más horas de trabajo, la desconexión
y las vacaciones, los salarios, las condiciones laborales, la inseguridad, la
vivienda, las ambiciones de llevar una vida digna, los deseos de tranquilidad
siquiera.
No
ensoberbiemos a Dios, otros peores.
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