Tenemos delante uno libro
impresionante, donde la sabiduría poética y la emoción se complementan para
impactar al lector y llevarlo hasta regiones de pesadilla y de esperanza.
Además inaugura de una nueva editorial, InLimbo, comandada por la también poeta
y narradora Ana Martínez Castillo. Las felicitaciones por la singladura se
añaden a un poemario que de por sí merecería una atención literaria por mérito
propio. Ángela Álvarez Sáez es dueña de una trayectoria sólida, desde la beca en
la Fundación Antonio Gala de 2005 hasta los premios Antonio Carvajal, León
Felipe, Blas de Otero, Carmen Conde. Entre su producción destacamos La torre de las tortugas (Hiperión,
2006), De conjuros y ofrendas
(Polibea, 2015), La columna rota
(Huerga y Fierro, 2016), La estación de
las Moras (Torremozas, 2017), La casa
salvaje (Celya, 2019), Palabra vegetal
(Devenir, 2019), Cabeza de ciervo sobre
papel de flores (premio José Luis Núñez). Y el presente libro-herida que
nos ocupa.
Es un libro
doliente. Sin embargo, no es la queja el tono al que aspiran sus líneas. Es el
dolor de la esperanza que se frustra, de los miedos, de la pesadilla que, de cotidiana
y repetida, no pierde su vigor amenazante. Es, también, un libro valiente que
aborda una perspectiva, o mejor, perspectivas, sobre las maternidades, sobre
los anhelos y los peligros, sobre las relaciones intrincadas de cada personaje
y sus fantasmas en una aventura, que no un acontecimiento. Cada una de las
aristas es despiezada en cada capítulo, que se trenza con un espíritu y con una
forma característica. Pueden ser poemas en prosa, fragmentos de diarios, o de
recomendaciones, poemas largos, textos intrincados y, a la vez, perfectamente
claros en el desgarro.
El hijo culebra comienza con Acotaciones desde el río donde un poema
abre paso (“Papá y mamá dibujaban / las letras de mi nombre / antes de que yo
naciera /…/ Pero no hay carne ni cuerpo / en este poema. Solo un río / que nace
de mamá y nos desborda. / Solo la oscuridad. / Y la casa de los abuelos. Y tú,
mamá, / que no acudes cuando / te llamo. Pero, ah, papá, / mueves tu dedo
acosador /…/ Oh, padre, primero fue el
cuerpo / de mamá. Primero fue la noche. / Oh, madre con grandes alas. / Ven y
déjanos con tu pico en el poema”) a la heterogeneidad de maternidades.
Inmediatamente después, asistimos a la enumeración de un programa de maternidad
subrogada. La perplejidad continúa en la segunda sección, Una noche en la culebra (Diario) y esa es la forma que adquiere.
Desde el día 0 de la inseminación. La sensación de ser objeto médico: “Me
pesan. Analizan mi sangre. Me dan vitaminas. Me desintegran. Me duelen”; “Mi
vientre es una línea tenue que se curva con la tarde. La luz entra en la
habitación formando el contorno de un almendro. Hoy me he sentido un peso
tirando de mí hasta el fondo”. La poesía de Álvarez Sáez se construye a partir
del detalle, de la fijación por el momento y el objeto que iluminan, como un
códice sagrado, la angustia o el miedo que refieren: “Ha echado flores la planta
vacía. Miro cómo eclosionan en el silencio hasta la lentitud. Miro el patio.
Resuena la lluvia en los balcones. Aunque ya no llueve. Y yo no tengo hijos”.
Poemas deformes es el complejo título
para la tercera parte, donde el triángulo familiar se despliega y se contrae
entre las figuras del padre (“Papá es fuerte. La sombra de papá / se va con el
olor a lejía que limpia / la sangre de mi cuerpo”; “… Los hermanos y yo dejamos
/ pequeñas huellas. Papá nos abandona. / Mamá pregunta por los niños. / El
hambre nos devora. Papá no está”) o la madre (“No escribas más poemas / sobre
el abandono. / NO escribas. No me abandones. / No escribas”) y la criatura (“…
Soy un enorme bicho / azul que no le gusta a su madre”). La forma se asienta en
una serie de encabalgamientos valientes que expanden las intenciones y los puntos
de vista. La voz de la madre, o del hijo: “Mamá no se mueve. / La hemos dejado
en la cama / con sus llagas de dolor”; “Mamá, dame el amor que te pido”. Simultáneamente
asentimos y nos encarnamos en cada una de las personas del verbo.
Pequeños
textos en prosa componen La madre. La
expresión a partir de oraciones –en
ambos sentidos, el religioso y el gramático– simples impacta de una manera
urgente en las emociones: “No hay bebé. Mes a mes veo un río rojo llevarse su
cuerpo. Las tiras reactivas me devuelven un blanco nuclear. Y la sangre
saliendo del cuerpo de mamá. No hay salvación. No hay hijo”. Podremos saber que
se habla de una inseminación in vitro, pero lo que sabemos es que detrás, que
dentro está el alma y el cuerpo, lo que sufre mientras anhela y se derrumba: “Escuece
el punzón agujereando las palabras. Mi cuerpo quema. Abrasa. Algo va mal. Vi la
sangre. Vi la ofrenda. Vi bebé. ¿Qué te pasa? Otra vez una sala de hospital.
Pienso en el amor desparramado por el suelo del hospital. Oh, no me dejes. Otra
vez una ecografía. No hay latido. No hay latido”. La infertilidad, la
concepción más allá de las relaciones y el romanticismo, la asepsia de los
hospitales y los formularios. Todo se encuentra resumido en estas páginas. La
maternidad puede ser dolor, puede ser pérdida, todo puede enmarcarse entre unas
líneas y unas vivencias descarnadas.
Una sensación
de extrañamiento contribuye a la atmósfera de tensión de estos poemas: “Vi su
cuerpo fuera del mío. Lloré al ver su corazón temblar en los guantes del
cirujano. Sus últimos latidos se desplazaron por encima de mi pecho. Lo besé
dentro de la oscuridad rota. Las flores cosieron mi útero. Ya no supe respirar”.
Un lamento, una herida, un dolor: “No será mi óvulo. No sentiré el burbujeo de
mis antepasados eclosionando en una flor perfecta”; “La culpa viene a grandes
sorbos. A veces veo el dinero sucio de sangre y placenta”. La escritura en este
contexto es a la vez significante y significado: “Yo soy el poema deforme”.
Es de reseñar
que la siguiente sección se denomine Poemas
de la madre, diferenciándose de la anterior. Una primera persona urgente
toma el relevo: “Somos buitres hambrientos / mendigando los despojos. / No
sabemos mirar, dice el hijo. / El marido vuelve la vista”. La naturaleza más o
menos salvaje, el bosque, lo desconocido y atávico, lo más profundo de las
entrañas y las tinieblas habitan en el corazón de la madre: “Por la noche
saltan los perros / la cancela. Buscar alimento. / Yo me ofrezco, pero me
rechazan. / Husmean. Babean sobre mi cuerpo. / Baja al río y vuelven / con algo
a lo que cuidar”. La esperanza, que funciona casi como una condena, sentencia: “El
iris del hijo crea un mundo / al mirar. Aquí un bosque”. Que será el
protagonista de la siguiente parte. Un texto de corrido en un único párrafo: “Papá
me ha contado la verdad. Mamá no quiere hablar /…/ Me desintegro en poemas /…/
Me acuerdo de mamá. Yo soy mamá. Yo soy la casa turbia desde fuera. / Papá,
dicen que no entienden mis poemas. Quiero una prosa clara. Quiero escribir sin
machete. Pero escribo el poema que no buscaba”.
Continúa el
protagonista en Poemas del hijo. En
cierta forma, y en especial, esta sección, conecta con Me vestirán con cenizas, de Ana Martínez Castillo. Sobre todo por
el tratamiento del dolor y las imágenes: “¿Dónde termina la palabra y empieza
el poema? / ¿Dónde terminas tú y empieza mamá?”. El paisaje del bosque y la
naturaleza fértil y a la vez amenazante delimitan el contorno de los poemas: “Nadie
me abraza. Solo imágenes sin brillo. / Pero, ah, la sed. Mamá viene a darme paz”.
Atraviesan ese bosque las sombras, “La sombra de mamá repta / por los pasillos
donde un monstruo / me devuelve la mirada que crece / como mago por la piel de
la noche. / Mamá no ha venido. / Su sombra cubre su ausencia / con escamas”. Pareciera
como si cada personaje se volviera hacia lo más profundo de su propia
naturaleza ancestral: “Mi cuerpo es una herida abierta / que mamá me limpia con
saliva”.
Dice Ángela
Álvarez, “…Mamá es esa grieta. / Mamá es suave / Mamá no tiene plumas”. Si
Cernuda decía que estar cansado tiene plumas, Emily Dickinson describió la
esperanza como una cosa con alas. Y, como esta, otras imágenes visuales y
sensitivas: “… Nuestros cuerpos / son la batalla del ojo derecho de papá”; “Me dan de beber. Han venido / los enfermeros
grises. Tratan / de tranquilizarme. Papá / me han dicho la verdad. Es una noche
fría / y mueren culebras en el río”.
“Mamá me lleva
de la mano. Siento el giro
de la tierra.
Cuando muera seré el giro.
Seré el
cementerio que arrastra
por el pasillo
oscuro hasta la habitación
donde se
esconden los muertos.”
Del diálogo inicial de La madre y el hijo, resaltar dos apuntes
esenciales en la dinámica simbólica de este libro:
“–Mamá, veo
un río nacer de tu cuerpo. Un río que me arrastra y me lleva a la culebra
–Hijo, tú
eres el río y la culebra
/…/
–Mamá,
entonces el poema es desarraigo.
– Y tú eres
el poema”
La última parte, Acotaciones desde la culebra, consiste
en un único poema, como un largo monólogo, casi fúnebre, con alguien que ya no
está. La desesperanza tiñe de oscuridad la sensación y el campo semántico: “No
hay luz en este poema”; “Oh, si hubieras visto el amor sería bosque” y, sobre
todo, “Las palabras son linternas ciegas en una noche / muy oscura”. El
desgarrador diálogo en solitario sobre lo que pudo ser y no fue, el abandono, “No
tuvimos el valor. Ahora veo a mis hijos, / los nacidos y los no nacidos”; “He
olvidado quién era Dios” y la conclusión: “Esto era el amor. Pero lo hemos
hallado tarde / y ahora se desagarra en la cuneta”. Ángela Álvarez Sáez no
encuentra ni siquiera consuelo en transcribir en palabras estas sensaciones y
esta negrura: “Oh, ¿qué haces con el cuerpo del poema?”
“El poema viene y no nos salva”
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