No hace mucho que una cadena de televisión emitía una serie de humor llamada The Middle. “El poder del promedio, decía su eslogan. Describía las ocurrencias de una familia media, en el medio Oeste, sin grandes aventuras ni acontecimientos, todo normal, todo en la media. Caigo en la cuenta de que, en los años 20 una pareja de sociólogos, Robert y Helen Lynd, decidieron esta ciudad media, de clase media, en la que no hubiera problemas de confrontación racial, homogénea. Su estudio se llamó Middletown y gozó de cierto éxito en su momento. Pues precisamente la ciudad elegida, Munice en realidad, estaba situada en Indiana, a pocos kilómetros de Indianápolis, como en Orson, la localización de The Middle. No creo que sea casualidad.
Es de justicia reconocer el papel que tienen, que tenemos, los mediocres. Es posible que en estos tiempos inciertos muchos prefieran un líder, alguien carismático que dirija, aunque no se sepa con seguridad hacia dónde. Quizás sea deseable que alguien dotado de mayor inteligencia y conocimiento nos indique el camino para atravesar el mar Rojo. O, todo lo contrario, que la dificultad sea precisamente depositar la fe en el liderazgo. Esperar que un presidente, un orador, un experto enganche las voluntades y mientras tanto, el resto, estemos esperando y obedeciendo, por mucha razón o razones que puedan aducir, esperar esto, repito, puede ser la causa de mucho de nuestros males.
La división entre la masa y los líderes es uno de los grandes escollos con los que me topo al acercarme a la filosofía de Ortega y Gasset. Sin embargo, me temo que es un lugar común, algo tan evidente que no admite crítica. En todo caso, se pueden discutir si unos líderes u otros, si expertos neoliberales o expertos conservadores. Luego nos echamos las manos a la cabeza cuando estos líderes que ansiamos nos obligan a llevar mascarilla, a teletrabajar, bajar los aforos o no movernos de nuestro piso. No me convence depositar mi fe en un mesías.
En la ciencia se celebran los grandes nombres, aquellos que cambiaron los paradigmas científicos, los que abrieron nuevas puertas y sugirieron rumbos nuevos. Es la revolución científica que decía Thomas S. Khun –a quien tanto le debo–. Pero luego están los períodos de ciencia normal, en los que se desarrollan esas intuiciones y se explotan todas las posibilidades. Desde que Higgs postuló su bosón, han tenido que pasar décadas de trabajo paciente y mediocre para que fuera demostrado. Todos los que tenemos que adaptarnos a un nuevo programa o aplicación en nuestros dispositivos sabemos que la innovación continua es un lastre, siempre recomponiendo rutinas para trabajar en el día a día.
Coco Channel innovó con el uso del pantalón en la mujer, pero hasta que las señoritas en los pueblos pequeños no los utilizaron no podemos decir que se convirtiera en una prenda femenina. Fueron ellas, las que, anónimamente fueron criticadas y las que impusieron una moda. Y casi lo mismo se podría decir de cualquier transformación social o política. Una organización, un Estado incluso se mantiene no por la capacidad de liderazgo, sino, principalmente porque la estructura permite el funcionamiento casi autónomo de gran parte de su actividad. Por supuesto la dirección y las estrategias están dictadas por un grupo más pequeño, que quizás sea quien asuma los riesgos y tenga felices ideas o derrumbe las expectativas. Nada pueden hacer si no hay muchísimos agentes invisibles, casi reemplazables, que lleven a la realidad las medidas ideadas.
Como historiador me interesan mucho más los movimientos, las acciones que la gente hace individualmente, en grupos o masivamente que las grandes figuras. No conozco apenas ninguna reina y me quedo al margen de los cotilleos de la corte. Y me gano muchas críticas (¡valiente historiador estás tú hecho que no sabes quién gobernó en Francia en 1400!), pero me acostumbré a ver las cuestiones en tiempo largo, cómo se alimenta la gente, cómo se enamoran o cómo mueren van variando más o menos aceleradamente no por acontecimientos singulares, sino por la constancia y masiva aceptación de las personas comunes, los mediocres. La gota que horada la piedra en su caída constante.
Todo esto no quita responsabilidad a los gobernantes, pueden provocar guerras y arruinar países enteros. Es un poco la reacción a la mentalidad de El señor de los anillos, que no es tan rara, prácticamente todo el cine y la novela épica en cualquiera de sus formas adolece de lo mismo, hay guerreros valerosos, reyes intachables, sangre y linajes que están predestinados a ser recordados por sus hazañas, mientras que caen soldados anónimos luchando contra orcos anónimos. Y, por supuesto, hay que contar con las poderosas armas de convencimiento y manipulación que tienen los que están en los puestos de dirección, el miedo a las sanciones, la violencia y las amenazas. Así consiguen dirigir huestes de funcionarios, legiones de ciudadanos, masas de votantes hacia los intereses, más o menos legítimos que defienden, aunque digan defender otros.
Para bien y para mal, es necesario que millones de personas se pongan a decidir, a actuar, a votar, a consumir para que se cambie el mundo. Me gusta recordar el poema de Bertold Brecht, Preguntas de un obrero que lee:
¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?
En los libros aparecen los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió siempre a construir? ¿En qué casas
de la dorada Lima vivían los constructores?
¿A dónde fueron los albañiles
la noche en que fue terminada la Muralla China?
La gran Roma está llena de arcos de triunfo.
¿Quién los erigió?¿Sobre quiénes
triunfaron los Césares?
¿Es que Bizancio, la tan cantada,
sólo tenía palacios para sus habitantes?
Hasta en la legendaria Atlántida,
la noche en que el mar se la tragaba, los que se hundían,
gritaban llamando a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él solo?
César derrotó a los galos.
¿No llevaba siquiera cocinero?
Felipe de España lloró cuando su flota
Fue hundida. ¿No lloró nadie más?
Federico II venció en la Guerra de los Siete Años
¿Quién venció además de él?
Cada página una victoria.
¿Quién cocinó el banquete de la victoria?
Cada diez años un gran hombre.
¿Quién pagó los gastos?
Tantas historias.
Tantas preguntas.
Normalmente es un texto que se utiliza para reivindicar que los grandes hechos de la historia, las grandes gestas solo han sido posibles gracias a los que, anónimamente, las trabajaron. También habría que añadir otra pregunta, ¿quiénes mataron a los judíos?, ¿quiénes segregaron a los negros?, ¿quiénes cometieron los atentados? Porque no solo son responsables quienes soltaban el gas, ni los gobernadores que organizaban las batidas contra los afroamericanos, ni los que apretaban el gatillo. Todos ellos contaban con una sociedad de hombres normales que toleraron, que participaron, a los que les parecía bien o, al menos, no lo suficientemente brutal. Gracias a los mediocres se pone en marcha la historia, para lo más grande y para lo más abyecto.
Afortunadamente somos los escribientes mediocres, los profesionales que ni fu ni fa, los ciudadanos medio informados y medio movilizados los que vamos moviendo el mundo y no terminamos de hacerlo perfecto, pero conseguimos la supervivencia. Seamos, por favor, capaces de asumir nuestra responsabilidad, que no es poca pero tampoco es única, para realizar lo que esté en nuestra mano y exigir lo que debamos a esos famosos líderes que siempre están sobrevolándonos.
Bestial compañero. Hace mucho que estoy en esta postura, por cierto que Ortega sí reivindicaba al hombre medio. Creo que otro de los muchos problemas de la izquierda es que en demasiadas ocasiones ha propuesto una sociedad que solo era posible si todos eran héroes (o monjes shaolin) en lugar de personas normales y corrientes. Y claro, cuando los heroes no estaban había que inventarlos o crearlos a base de fusil. Ahí le doy la razón a Hirschman. Un abrazo.
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