martes, 22 de febrero de 2022

Reseña de Rosario Troncoso: ‘Tapar los espejos’. BajAmar. 2021

Tapar los espejos”, de Rosario Troncoso | Marina Casado


La trayectoria poética de Rosario Troncoso está asentada en un estilo personal que, con una voz propia, va mutando y ampliando registros, hasta cierto punto, delimitando estilo, depurando sin perder las referencias esenciales, que tanto tienen que ver con el paisaje de partida. Son las mareas, la orilla, a la par de la conceptualización de la experiencia que se sublima en la escritura poética. Por eso los delirios, por eso la trasparencia, los ángeles fríos, que son, además, una forma de rebelarse, de dejar de ser juguetes del destino. Simplemente recordar de esa trayectoria Delirios y Mareas (Publicaciones del Sur, 2008), El Eje Imaginario. (En Huida, 2012); Fondo de Armario (Los Libros de Umsaloua, 2013), Transparente (Isla de Siltolá, 2014), Nuestra orilla salvaje (Isla de Siltolá, 2017), Los ángeles fríos (Calambur, 2019), así como su libro de aforismos, tan cercanos a su poética: Relámpagos (Norbanova Editores, 2019).

Tapar los espejos, en realidad, son dos libros. El primero se trata de una serie de haikus de gran intensidad en los que se aleja del convencionalismo, un tanto imitativo, de la práctica de este tipo de poemas. Consigue la contraposición de momentos del haiku ortodoxo como una conclusión (“En poco tiempo / se nos abrieron grietas. / Dolor de fondo”; “Pero no vengas. / Detrás de las costumbres / hay precipicios”), como la imagen de inicio (“Lengua de sal. / El viento y sus canciones / bailan contigo”; “Pequeña astilla, / reproche de madera, / hiere la carne”). Lo más importante son aquellos en los que la autora gaditana aporta una fluidez métrica, de sentido, incluso de respiración: “Restos de culpa / en el único vientre / que tú y yo somos”; “Siempre es más fácil / que el vértigo no venga / a delatarnos”; “No amarte en vano / ni escribir tu nombre / sobre mi herida”; “Peces esquivos / que yo jamás he visto. / Ni tu tampoco”. En estos versos se condensan momentos de emotividad muy duros dentro de la contemplación de un paisaje, en el que el mar y sus profundidades no pueden dejar de ser protagonistas. De sobra estaba probada su habilidad de observación y de condensación tanto en los versos como en los aforismos, aquellos relámpagos tan certeros.

Sin embargo, la herida, cuando realmente se abre es en el propiamente dicho Tapar los espejos. Rosario Troncoso ha sido siempre la poeta de la ausencia a la que contraponía momentos luminosos. Alguno podrá recomendar, como Wordsworth, que la poesía debe ser la emoción recogida en la tranquilidad. No es este un poemario que siga esta línea. Al contrario, en esta parte esencial ha preferido arremeter de manera valiente con los demonios del sufrimiento. La mayor parte consisten en poemas en prosa que no pierden un ápice del ritmo y la cadencia del verso. La apuesta de Rosario Troncoso es la del filo de una navaja, frases cortantes, casi azorinianas, directas a clavarse en la carne. El proceso de depuración que paulatinamente se observa en sus libros, especialmente en Los ángeles fríos, aquí llega un grado más.

Son poemas de urgencia, como dice en Desde el origen: “Aúlla la adicción al precipicio por encima de este límite de fuego que le impongo a mi instinto”. Asistimos a una lucha titánica en la que la voz protagonista se rebela: “No quiero borrarme de ti, pues me derramo, inútil. Perdida” (Desde el origen). Rosario Troncoso sabe que existen mareas y las añora (“Cómo envidio la certeza de los ciclos esperados”, Fuego ilícito), como se añora la confianza de la fe inocente (“De pequeña me dijeron que a lo mejor existías y yo abracé esa idea y recuerdo tu voz en mis sueños”, Oración). Hay una ausencia primordial que tiene que ver, más que con la identidad, con el sentido propio de sí: “Perder de golpe todas las costumbres es empezar a morir” (Fundido en negro). No se percibe miedo al cambio ni nostalgia de un paraíso perdido, lo que Tapar los espejos demuestra es que la vida trae situaciones que sobrepasan, que hieren, que amenazan: “Los egoístas no caminan descalzos sobre brasas ni se arrojan a un mar incandescente” (Soledad). La valentía radica, no en la inconsciencia, sino en el pleno conocimiento del peligro: “Llegar al fondo no me asusta. Tú sabes del mar y su ira” (A pulso).

Como en otras ocasiones, los poemas se plantean como un diálogo con el ausente, en este caso, para advertir de su peligro: “Detrás de ti migas de pan invisibles, pétalos de amor, señales ocultas de mi cama hasta la puerta” (Tu rastro); “Repito mi nombre ante el espejo mientras lavo las sábanas de una cama a la deriva cada vez más lejos del buen sol” (Mis trozos de mundo). En otros momentos, para desafiarlo:

“Así sea. Que mi boca se derrame en ti y se deshaga el alma en cenizas (…). Si no ardo contigo solo hay nieve sucia sobre una llanura infinita y gris a salvo de los gritos y de los hombres (…) Ayúdame a regresar a casa para morir y arrancarme de las manos esto en lo que me he convertido” (La noche del deshielo)

La conciencia del daño no aboca en la desesperación (“El dolor desaparece de mi piel porque sostienes mi existencia en un abrazo”, Feroces), ni en la claudicación (“De todas las cosas que no son prácticas y que no se firman con la hipoteca, de las heridas silenciosas que de verdad matan. De lo que conforma la esencia del sitio que ocupamos nadie habla”, De la poesía). La conciencia es una herida profunda de la que difícilmente una (uno) se recupera, porque “desde fuera todo es fácil. Es la comodidad  ajena (…) Pero cuando llega el fuego huyen loas voces y las buenas intenciones. En el tiempo de las cenizas es la soledad quien las recoge” (No se sabe de la piel”.

El uso de un cierto tono épico conviene a estos poemas que relatan una lucha, casi a muerte: “Pero emergí a destiempo en el fin del mundo” (Apnea). Pero es una épica manejada con sabiduría y mesura, trayéndola al escenario de lo cotidiano, lo que le da mayor fuerza si cabe: “Tiemblan las bisagras. Pero el impulso de seguir es una mano fuerte y decidida que tira de mi miedo y lo deshace” (El calor equivocado). Los poemas incluidos en Tapar los espejos siguen la línea tonal de los más duros incluidos en El eje imaginario, Transparente, Nuestra orilla salvaje y Los ángeles fríos. Un desbordamiento emocional encerrado en los márgenes de una expresión contenida, que huye de imágenes superfluas y barroquismos. Están llenos de fuerza, de rabia incluso, de ironía y de lucidez, de tristeza y de dolor, pero no hay ni llanto ni conmiseración. Una experiencia intensa y cuyo desasosiego se traduce en una cualidad poética desgarradora.

Muchas imágenes inciden en las características más somáticas del sufrimiento como elemento clave para comprender el daño: “También la euforia espirituosa que cava su hueco de dolor en la boca del estómago, ahí justo donde el alma y la carne se anudan” (Tira de mí). Sirven también como refuerzo en la lucha que se tiene con la memoria. La imagen que puede volver a abrir la herida: “Te miro. Permanece la punzada. Y veo el tiempo, alado tiempo, y sobre tus hombros sus manos. Mi voluntad es una mariposa de aire (…) No redime tampoco el recuerdo de este puro y breve amor” (Tapar los espejos). Son poemas donde lo instintivo, la fuerza, las dentelladas, lo salvaje está presente tanto en contenido como en la forma.

Siempre existe la tentación de pretender descifrar las claves biográficas de un poema, pero la poesía siempre trasciende el motivo argumental, siempre se alza, al menos en la poesía de Rosario Troncoso, quien aprovecha elementos cercanos para luego resaltar la lucidez: “No están a salvo. Y lo sé. La felicidad pequeña me consuela y me conviene (…). Pero es mentira” (Desvelo). Y más lúcidos que en el Espíritu subterráneo: “Somos huérfanos. Los sabios antiguos se han ido en primavera inversa. Pero ya no puedo regresar al invierno todavía”. El punto de partida podría considerarse casi confesional, pero, como Sylvia Plath, el detalle no debe distraernos. Hay un lado oscuro en esta orilla salvaje, de la que difícilmente podremos salir intactos: “El impulso y el orden me devolvieron al nido. Palpé mi espalda y la herida supurando tristeza. Tengo rotas las alas” (Vaticinio).

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