miércoles, 22 de mayo de 2024

Reseña de Andrea Aguirre: ‘La cicatriz y la huella’. BajAmar. 2023

 LA CICATRIZ Y LA HUELLA


Nació Andrea Aguirre en Buenos aires. En su obra destacamos El ciclo lunar de los paréntesis (2012), La infancia suicida de Verónica Qué (2013), El mapa de la existencia (2015) y Mujer frente al caos (2017) y también las antologías Voces del extremo y Liberoamericanas (2019) entre otras. Participa en la Asociación Genialogías para la difusión de poesía escrita por mujeres. El prólogo de Raquel Vázquez y citas de Tanizaki, Valente y Piedad Bonnett nos sitúan en un universo hondo lirismo y comprensión sobre el dolor y el paso del tiempo.

La primera parte lleva el propio título del volumen y entra de lleno en el tema del sufrimiento: “Queda dolor, pero no duele / del modo en que antes punzaba los nervios /…/ Donde queda dolor, no existe vacío”. Una especie de anticipo del poemario está en estos versos: “Estamos hechos de huellas y cicatrices / Huellas que dejan las semillas, que dejan los amigos / que deja el amor, el arte, las letras /…/ Quizá esto explique el vano empeño / que tenemos, casi siempre, los humanos, / en querer permanecen”. El deseo, el dolor y el paso del tiempo son los que dan lugar a las cicatrices, huella y memoria, no solo del sufrimiento, también de la sanación: “Aprendí poco a poco a descoser / sus tramposas telas de araña en la memoria”. Aunque sea el olvido la curación más segura: “Perdonad mi rencor, pero hoy venero / el abrazo mortal del olvido”.

Como Walt Whitman, Andrea Aguirre sostiene: “Defiendo mi derecho a la contradicción”. Así puede citar “por las huellas de mis hijos, / que nunca nacieron, pero existen”. Asumimos que los versos tienen que contener la potencia de la emoción transportada en sonidos, y deberíamos poder, a través de ellos, poner en orden con el paso del tiempo: “La huella / es sendero y es señal /…/ La cicatriz / es pertinaz y no duele / pero la vemos y nos revive / los antiguos dolores /…/ Quizá deberíamos amar también / la cicatriz”.

La segunda sección, El instante (im)impreciso del lenguaje, ahonda en esta dirección, poder relacionar el sufrimiento con el verso y no hay mejor guía que Ch. Maillard. Si ya traducir a lenguaje lo que sabemos identificar tiene sus peligros, más aún cuando ni siquiera tenemos palabras para identificarnos: “Y seguiré sin comprender estos enigmas, / mi propia naturaleza, / los flujos persistentes de mi cuerpo / sumido en su brevedad”. Además del riesgo que supone conocernos y que los demás nos conozcan: “Lo prohibido es mostrarnos lo que somos /…/ Lo normal es no decir y desdecirnos /…/ Soy o no soy / la duda / hecha carne”. También como Maillard, pero sin la experimentación de ésta, Andrea Aguirre no olvida que existe el recurso al silencio: “Tal vez nos redime el silencio, / el único eco posible de este cosmos hilvanando / por todo sus nexos vacíos”. Aunque, como sentencia, pueda tener sus peligros: “El lenguaje me niega / con su silencio terrible”.

El estilo de Andrea Aguirre se mueve en la profundidad a través de un lenguaje cuidado y preciso, casi minimalista, con referencias concretas dentro de los conceptos abstractos. Diario inacabado del fin del mundo es algo más filosófico y cuestiona la existencia, la naturaleza y el sentido del sufrimiento: “Nuestro origen de salvaje sin repaso perpetúa / las crueldades impuras”; “Alzamos la voz muy silencios / por no soportarnos la conciencia”; “Perseguimos lo fugaz como si fuéramos ángeles / desterrados en busca de un refugio secreto”. Sin duda una exploración de lo espiritual y lo trascendental:  “Sinceramente / te importa más bien poco / si el fin del mundo / es mañana /…/ eres vacío”; “saberse / siendo humanidad / y a la vez sino”. La voz poética se va hilvanando entre lo más abstracto y lo más íntimo: “Veréis a través de los ojos del mundo. // Escribiréis por fin sobre mí”. Llega a advertencia de la cicatriz que todavía duele: “Por favor, / no camines a través de mis cimientos. / Existo en perpetuo riesgo de derribo”.

Por último, Memoria de la raíz se centra en lo más personal, por ejemplo: “Mi abuela y mi madre guardan consigo / todos los secretos de los hombres, / aquellos que fueron incapaces / de alumbrar las estrellas con sus bocas hercúleas”. La curación de la herida, la cicatriz seca otorga sabiduría y serenidad: “Así debería ser siempre / la vida: / un puro contemplar este vaivén del agua, / esta caricia de lo inmenso”. Y, por último, el remedio que puede ser también el veneno, el pharmakon: “Y nada más puedo pedir / que reposar en tu mirada tan inmensa”. Este intenso poemario confirma que el dolor es señal de vida:

“He vivido al amparo de un amor verdadero.

 

Decidme,

honestamente,

¿cuántos podrán decir lo mismo?”

 

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