Nació Andrea Aguirre en Buenos aires. En su obra destacamos El ciclo lunar de los paréntesis (2012), La infancia suicida de Verónica Qué (2013), El mapa de la existencia (2015) y Mujer frente al caos (2017) y también las antologías Voces del extremo y Liberoamericanas (2019) entre otras. Participa en la Asociación Genialogías para la difusión de poesía escrita por mujeres. El prólogo de Raquel Vázquez y citas de Tanizaki, Valente y Piedad Bonnett nos sitúan en un universo hondo lirismo y comprensión sobre el dolor y el paso del tiempo.
La primera parte lleva el propio título del volumen y entra de lleno en el tema del sufrimiento: “Queda dolor, pero no duele / del modo en que antes punzaba los nervios /…/ Donde queda dolor, no existe vacío”. Una especie de anticipo del poemario está en estos versos: “Estamos hechos de huellas y cicatrices / Huellas que dejan las semillas, que dejan los amigos / que deja el amor, el arte, las letras /…/ Quizá esto explique el vano empeño / que tenemos, casi siempre, los humanos, / en querer permanecen”. El deseo, el dolor y el paso del tiempo son los que dan lugar a las cicatrices, huella y memoria, no solo del sufrimiento, también de la sanación: “Aprendí poco a poco a descoser / sus tramposas telas de araña en la memoria”. Aunque sea el olvido la curación más segura: “Perdonad mi rencor, pero hoy venero / el abrazo mortal del olvido”.
Como Walt Whitman, Andrea Aguirre sostiene: “Defiendo mi derecho a la contradicción”. Así puede citar “por las huellas de mis hijos, / que nunca nacieron, pero existen”. Asumimos que los versos tienen que contener la potencia de la emoción transportada en sonidos, y deberíamos poder, a través de ellos, poner en orden con el paso del tiempo: “La huella / es sendero y es señal /…/ La cicatriz / es pertinaz y no duele / pero la vemos y nos revive / los antiguos dolores /…/ Quizá deberíamos amar también / la cicatriz”.
La segunda sección, El instante (im)impreciso del lenguaje, ahonda en esta dirección, poder relacionar el sufrimiento con el verso y no hay mejor guía que Ch. Maillard. Si ya traducir a lenguaje lo que sabemos identificar tiene sus peligros, más aún cuando ni siquiera tenemos palabras para identificarnos: “Y seguiré sin comprender estos enigmas, / mi propia naturaleza, / los flujos persistentes de mi cuerpo / sumido en su brevedad”. Además del riesgo que supone conocernos y que los demás nos conozcan: “Lo prohibido es mostrarnos lo que somos /…/ Lo normal es no decir y desdecirnos /…/ Soy o no soy / la duda / hecha carne”. También como Maillard, pero sin la experimentación de ésta, Andrea Aguirre no olvida que existe el recurso al silencio: “Tal vez nos redime el silencio, / el único eco posible de este cosmos hilvanando / por todo sus nexos vacíos”. Aunque, como sentencia, pueda tener sus peligros: “El lenguaje me niega / con su silencio terrible”.
El estilo de Andrea Aguirre se mueve en la profundidad a través de un lenguaje cuidado y preciso, casi minimalista, con referencias concretas dentro de los conceptos abstractos. Diario inacabado del fin del mundo es algo más filosófico y cuestiona la existencia, la naturaleza y el sentido del sufrimiento: “Nuestro origen de salvaje sin repaso perpetúa / las crueldades impuras”; “Alzamos la voz muy silencios / por no soportarnos la conciencia”; “Perseguimos lo fugaz como si fuéramos ángeles / desterrados en busca de un refugio secreto”. Sin duda una exploración de lo espiritual y lo trascendental: “Sinceramente / te importa más bien poco / si el fin del mundo / es mañana /…/ eres vacío”; “saberse / siendo humanidad / y a la vez sino”. La voz poética se va hilvanando entre lo más abstracto y lo más íntimo: “Veréis a través de los ojos del mundo. // Escribiréis por fin sobre mí”. Llega a advertencia de la cicatriz que todavía duele: “Por favor, / no camines a través de mis cimientos. / Existo en perpetuo riesgo de derribo”.
Por último, Memoria de la raíz se centra en lo más personal, por ejemplo: “Mi abuela y mi madre guardan consigo / todos los secretos de los hombres, / aquellos que fueron incapaces / de alumbrar las estrellas con sus bocas hercúleas”. La curación de la herida, la cicatriz seca otorga sabiduría y serenidad: “Así debería ser siempre / la vida: / un puro contemplar este vaivén del agua, / esta caricia de lo inmenso”. Y, por último, el remedio que puede ser también el veneno, el pharmakon: “Y nada más puedo pedir / que reposar en tu mirada tan inmensa”. Este intenso poemario confirma que el dolor es señal de vida:
“He vivido al amparo de un amor verdadero.
Decidme,
honestamente,
¿cuántos podrán decir lo mismo?”
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