Este poemario ha recibido el XIV Premio Iberoamericano Hermanos Machado y supone la culminación de la trayectoria poética de Juan Peña, una especie de balance, de vista atrás con algo de nostalgia. Aborda temas profundos como el dolor, la pureza, la vejez, la vida, la muerte y el paso del tiempo, temas universales que el poeta de Paradas expresa a través de un lenguaje poético depurado y cargado de simbolismo, donde la fragilidad humana, la reflexión existencial y la búsqueda de sentido han sido las principales inquietudes.
Consistentemente hay una añoranza de la pureza de la infancia, la que se pierde en la edad adulta: “Hice daño. / Lo sé. / Y manché la pureza / (crecer ha sido acrecentar la manca). // Y ahora esta vejez, / como una reducción, / una debilidad, una torpeza, / un volver a vivir en las cosas pequeñas, / una frugalidad, una inocencia. // La pureza, tan cerca de la nada” (Crecimiento); “Como cuando estrenábamos / de niños / una nueva libreta / cuántas veces la vida / fue volver a empezar / manchando la pureza” (Volver a empezar); “Ya viví cuanto quise revivir /…/ Pero siempre hago daño. / Y luego estos días / de pena y de dolor, / que sí, lo sé, que pasan. / Pero este cansancio” (El suicida) “Por la delicadeza / he dañado mi vida” (Misantropía). Va a ser uno de los temas recurrentes, tanto en su pérdida como en su posible recuperación. El yo poético admite haber "manchado la pureza", aludiendo a una mancha inevitable que acompaña el proceso de madurez y que transforma la vida en algo imperfecto. Sin embargo, en la vejez, vuelve una cierta inocencia, como si el ciclo de la vida trajera de nuevo esa pureza perdida, aunque ligada a la fragilidad y la debilidad. Esto sugiere una visión cíclica del tiempo, donde el principio y el final están entrelazados. Un paso del tiempo que nos acontece como si el universo no nos escuchara: “Como notas de música las cosas / van sonando al paso sin escucharme” (Canción de la mañana). Paralelamente a esta búsqueda de la pureza está la reflexión sobre la culpa: Buscar qué lejanías, / si ya soy un abismo” (Mundos); “No sé qué fue. / Pero a nadie se culpe. Fui yo mismo” (Macbeth en sus postrimerías). La recuperación de la pureza es un anhelo permanente: “Envuelto en paño blanco de algodón, / ungido es el aceite, / cubierto de pureza, / volver a ser olivo” (Sudario de aceite).
La culpa por esa pérdida de la pureza puede llevar al nihilismo. El trascurrir del tiempo y los acontecimientos hacen desear incluso una destrucción: “Que venga la gran guerra: / Fuerza brutal, salvaje. / Devastación total. / Fin del dolor” (Deseo del nihilista); “Y hasta esta tristeza que nos trajo / fue buena de tan pura” (Música); “La lluvia que nos lava” (El dolor y la lluvia); “Que solos y perdidos / los vivos y los muertos” (Los vivos y los muertos). La muerte y la nada son también elementos constantes. El suicidio, el deseo de aniquilación y la aceptación de la muerte como parte inevitable de la existencia aparecen de manera explícita en varios poemas. La pulsión de muerte es descrita como algo latente en todas las cosas, en los elementos diminutos (como al recoger el personaje de El tío Vania, Sonia Aleksándovna: “Hay que vivir, / incluso cuando ya / no hallamos el deseo de vivir”), en los grandes fenómenos cósmicos (“Una pulsión de muerte / late en todo, / en la gota y el astro. // La ilusión de hermandad, / la civilización, / fue solo una forma de lentitud, / de aguardar la acechanza / certera del abismo”, Historia de la civilización). Refuerza una visión pesimista del destino humano mucho más intensa que en libros anteriores. Sin embargo, este deseo de la muerte no es simplemente desesperación; a veces, es visto como una forma de alcanzar la libertad, como se menciona en Vuelo: “Olvidáis / que el fin de la ceniza / es esparcirse en vuelo” o “Alcanzarán / la libertad / de la ceniza, / que arrastra y vuela al viento, / sin voluntad, / sin fin, / sin pensamiento” (Libertas cinerum). No sin algo de retranca, sentencia el poeta: “Qué tedioso vivir / en la inmortalidad, / sin temor, sin pasión. // Y sin embargo ahí sigue, con su mala / reputación morir” (Morir).
“No lavéis este día.
Este sucio mantel
fue la felicidad” (Tarde en el campo)
La vejez se convierte en un espacio de reflexión, un lugar donde el sujeto poético se enfrenta a su vulnerabilidad y donde lo pequeño y lo frugal toman protagonismo. La vida, en su dimensión final, es vista como un retorno a lo esencial, a una simplicidad casi infantil, en contraposición con la turbulenta complejidad de la juventud y la adultez: “A la vejez y vuelvo / a la verdad intacta de los cuentos” (Regreso). En Crecimiento, se menciona cómo la vejez se convierte en una reducción, un volver a las "cosas pequeñas". Esta regresión está marcada por una mezcla de resignación y aceptación de la inminente desaparición. “La lentitud, / como una forma / de la eternidad” (Los viajes). En contraposición encontramos los loci amoena de la infancia, el mar y los olivos: “Ya lo sabemos todo / si estamos frente al mar” (Mar); “ser de la tierra pobre del olivo” (Olivar); “Sus raíces han sido / los cimientos de mármol / donde se hunde mi mundo” (Olivos).
“No hay belleza en el mundo / sin ojos que la miren” (Razón de la belleza) afirma el poeta casi en actitud zen y es que la poesía misma es otro tema central. En varios fragmentos, el yo poético reflexiona sobre el acto de escribir. La escritura no es vista como una búsqueda de la verdad, sino de la música, de la armonía en el caos (“Si escribo, / no busqué la verdad. / He buscado la música” (Canción para dormir a un hombre). La poesía, entonces, se convierte en un medio para enfrentarse a la incertidumbre y el desorden del mundo, y al mismo tiempo, para tratar de captar una belleza efímera y frágil. “Quisiera no escribir, / entregarme a la calma y la delicia, / sin otro fin que calma y delicia” (Para durar); “Cuando escribo no sé / de lo que escribo” (Campo); “El mejor poema fue / una gota de ámbar / que contiene / una gota de luz / para alumbrar qué idea, / qué belleza” (Poetry). La reflexión sobre el acto poético había tomado ya protagonismo en la producción de Juan Peña (por ejemplo en Destilaciones) y vuelve de nuevo a los versos: “La oración que murmuro es un canto, / una alabanza, una celebración, / una alegre canción que da las gracias” (Lauda); “La música del verso / nos deja la ilusión / de que es posible hallar / en el caos diario de la vida / un orden, una grata armonía, unas dulces cadencias” (Poiesis). Concluye: “No sé de qué me sirve la poesía, / si no es para vivirme / desconcentrado y torpe /…/ No saber asombrarme / del prodigio y su nada” (Todo y nada).
Quizás sea este uno de los poemarios más intimistas de este autor, que manifiesta no solo su trascendencia espiritual (“Fue el sabor de la luz, / la implacable verdad / que mostraba su herida y su dulzor”, Zumo de naranja), sino que se muestra creyente sobre todo en Cirio pascual, Juan Peña o The Three Wise Men. Un ejemplo: “Pero nada nos hiere, / ni nos toca ni duele. / Mirando a salvo, impunes, / ubicuos del espacio y del tiempo, / quien mira la pantalla es el ojo de un dios” (El ojo de Dios).
Si se define en Mi juventud: “Y en cada turbiedad / una promesa”, admite que “Esta insatisfacción / no fue una condena, / fue mi razón de vida” (Vida plena). El paso del tiempo no da sentido a la vida: “Esta ilusión de intemporalidad / acabará un día, / pero ahora no acaba” (Calle Larios); “Y aprendo de ellos que / solo lo delicado / y leve es eterno” (Hermosas florecillas del campo). Será el amor quien lo dé: “Cómo puedo quejarme / cuando aquella muchacha está conmigo” (Cuarenta años); “Porque fuiste mis alas / he podido volar” (No iguales); “Para quererme, / verme fuera de mí, / criatura que merece / ternura o compasión o lástima” (Verme). Sin embargo, también hay desconfianza: “Qué habrá de indestructible / cuando amor y promesa / y piedad y ternura, / que fueron mármol y oro, / hoy son mentira y nube y polvo y nada” (Betrayal); “Los relatos contaron / nuestras vidas vividas como hazañas” (Relatos). Lleno de contrastes, el amor aparece como un elemento que da sentido a la vida. Este amor se presenta como una fuerza transformadora, aunque también efímera, pues en otros fragmentos se hace referencia a la decepción amorosa y a la transformación de lo que alguna vez fue sólido y valioso: “Rescataba así / esta vida que es vuestra / y no conoceréis: / la calidez, la seda, la blandura, / la caricia que aliviaba mi cansancio, / eso que me ha llevado a que os quiera / cuando ya no es posible” (Pieles).
La pureza y la culpa, el paso del tiempo y la vejez, la imposibilidad de salvarse por una poesía que no es sino música plantean una posición vital estoica en Epílogo: “Vivir sin entusiasmo, / sabiéndote que, salvo el amor / (si hubo suerte) / todo decepciona /…/ No olvida el asombro / de que en la eternidad de no ser nada / ahora lo eres todo”. Es, pues, la música metáfora de la vida. En varios poemas, el sujeto escucha sin ser consciente, casi indiferente, inevitable al paso del tiempo. La vida misma, entonces, se transforma en una melodía que sigue sonando, sin importar la atención que se le preste. Además, la música es vista como un medio para ordenar el caos de la vida diaria, ofreciendo una "grata armonía" en medio del desorden y la confusión:“Esta nota de música / que soy, aún se escucha, / y seguiré sonando, / para qué dios, / cuando solo sea noche el universo” (El último poema).
Juan Peña ha recogido en este prodigioso poemario una profunda meditación sobre la existencia humana, donde la pureza, la música, el tiempo, la muerte, el amor y la poesía se entrelazan para crear una visión compleja y rica de la vida. A través de una expresión lírica que invita a la reflexión, se exploran las contradicciones y tensiones que forman parte de la experiencia de ser humano con la delicadeza y la melancólica determinación del poema.
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