Mediocres es el último poemario de la mexicana Zel Cabrera. Emerge como un grito polifónico que desafía los discursos hegemónicos sobre la identidad, el cuerpo, la escritura y la mediocridad misma. Más que una reminiscencia del aurea mediocritas clásica, quizás debiera contemplarse desde una perspectiva feminista y también decolonial. La obra se posiciona como una resistencia activa a las narrativas que intentan silenciar las subjetividades de las mujeres, los cuerpos no normativos y las voces disidentes en los márgenes. Zel Cabrera aborda estos temas con un lenguaje crudo, íntimo y profundamente subversivo. El título mismo, Mediocres, evoca una posición crítica frente a las expectativas sociales de éxito y excelencia, especialmente impuestas a las mujeres. La cita de Rosario Castellanos que inaugura la obra (“Soy mediocre, / lo cual, por una parte, me exime de enemigos”) actúa como manifiesto: un reclamo de la mediocridad como espacio de libertad y autenticidad. La mediocridad aquí no es incapacidad, sino un acto de resistencia frente a un sistema que valora las mujeres solo en función de su productividad y perfección. Al rechazar esas normas, reivindica la experiencia vivida y las emociones rotas como fuentes legítimas de creación y esto es una constante en la poesía de Zel Cabrera.
La primera parte, Genealogías, sitúa el discurso dentro de la reivindicación de la herencia, como en Una jacaranda en medio del patio (2020): “Tal vez miré hacia atrás por curiosidad, / siempre he sido curiosa. / El pasado tiene nombre de frutas recién cortado. / Y a mí me gusta dárselo cada vez que me miro al espejo la espalda”. Un acto de solidaridad transgeneracional ( “A veces escucho voces, quiero decir, / las escucho a ellas, siempre: / la mala, la puta que cogía en los moteles de paso, / la santa de la misa, casada de blanco, / la adolescente suicida y caliente / masturbándose con las enciclopedias y libros de anatomía de su padre, / la muchacha perra de la historia”, Genealogías) y también de reivindicación de una tradición poética: “Claro que pienso en Rosario / cada vez que escribo poemas, / y en Alejandra, Wislawa, Sylvia y Sandra, / en Elena y en Inés / a veces en Juana, / debería decir también que pienso en mi abuelo”. Esta genealogía literaria femenina entabla un diálogo literario que desplaza las narrativas tradicionales, dominadas por hombres. Por eso decimos que es una apuesta decolonial para inscribir su escritura dentro de una tradición de mujeres que también lucharon contra las estructuras opresivas. En sus versos, Cabrera da cabida a las voces contradictorias que componen su identidad: “A veces escucho voces, quiero decir, / las escucho a ellas, siempre: / la mala, la puta que cogía en los moteles de paso, / la santa de la misa”; “Que nadie nos estorbe, les dijo, / para escribir nuestras tonterías”; “Pasemos por el verso haciendo ruido / haciendo dramas y berrinches, / que sea nuestra juventud lo llama / de esta casa”. Todos estos versos reivindican la voz frente al silencio en segundo plano al que se relega tradicionalmente –y no tan tradicionalmente– la literatura –y la vida– escrita por mujeres. En resumen, “Escribo, / en la única forma que tengo / para curarme”; “Ardo en las palabras / y ellas me arman, me desarman, / me sostienen”.
En la segunda sección, Diálogo en el umbral, se cuestionan esos roles tradicionales: “Yo soy una señora: / aunque nunca supe ser una, / aprendí muy tarde a usar una escoba /…/ El amor también me ladra, a veces”. El cuerpo femenino es uno de los ejes centrales del poemario, habitado y representado desde una perspectiva feminista que desmonta los cánones patriarcales. Se confrontan las imposiciones estéticas y los discursos masculinos que explican el cuerpo femenino: “Gorda, como vaca / pero no como vaca sagrada: / mi barriguita no es digna de plegaria”; “la mano que aplica el maquillaje, / también escribe este poema / sin titubear”. Con una ironía que corta como un cuchillo, Zel Cabrera disecciona la presión social: “Para fingir tenemos los orgasmos, / los poemas que no hablan de nosotras / y las veces que dijimos «amor» / al primer desconocido que nos regaló flores / el 14 de febrero” o “Hago el ridículo cuando pretendo / coquetear con alguien / y me divierte hacerlo /…/ Estuve a solas, bellísima, / insoportable, / incendiando las farolas de la calle / con las pestañas llenas de rímel”.
“A los hombres les gusta / explicarme el mundo, / la poesía, loa vida, mi cuerpo, las palabras” (Esos hombres que hablan por teléfono). Este verso destila el hartazgo ante el mansplaining cultural que trivializa las experiencias femeninas. A su vez, Cabrera explora la relación conflictiva con su propio cuerpo: lo describe como “gorda” y “mediocre”, pero sin caer en la autocompasión. En lugar de eso, convierte estas descripciones en afirmaciones políticas, señalando cómo los cuerpos que no encajan en los ideales de belleza son relegados al olvido o al rechazo: “Soy una morra bastante mediocre, / la misma, señora, que escribe que: «la sangre es un líquido azul / y cristalino» “; “Soy mediocre / y aún así nada me ha eximido de enemigos”, que hace referencia a la cita de Rosario Castellanos en el inicio del poemario (“Soy mediocre, / lo cual, por una parte, me exime de enemigos”). Mirada crítica también hacia sí misma cuando en el pasado también se vio afectada por esos arquetipos y cánones: “Fui esa boba / enamorada del olor del café, / quiero decir: el lugar común e todas / las que queremos escribir y usan boina / y aretes largos”.
Zel Cabrera no solo escribe sobre la experiencia personal, también ofrece una crítica mordaz del sistema literario y cultural que fomenta la superficialidad y la explotación de las emociones. En La gente con corazón roto, denuncia cómo la tristeza y la vulnerabilidad son capitalizadas para ganar certámenes o seguidores: “La condecoran, le dan más dinero, / ganará seguidores pero su libro también será impresentable, / imprescindible, / como todo lo que se escribe para ganar certámenes de poesía, / como los poemas escritos por esa gente con el corazón roto”. Esta postura evidencia una vez más, el compromiso con una literatura auténtica y ética, que no se someta a las exigencias del mercado ni a las expectativas del público. La fragmentación. Simone de Beauvoir escribió La mujer rota, y Zel Cabrera habla de esa gente, “La gente con el corazón roto me escribe / te dirá que escribe”; “La gente con corazón roto nos inventan montañas”; “de los pedazos no se hacen obras completas”. La fragmentación aquí no es un síntoma de debilidad, sino una estrategia poética para resaltar las múltiples subjetividades que coexisten en una sola persona, especialmente en una mujer que desafía las normas binarias de la sociedad: “Y me quedé vacía, llena de nada, / escribiendo versos igual de rotos”.
El tono de la obra oscila entre la ironía mordaz y la honestidad radical, creando un equilibrio que desarma y conecta al lector. Cabrera utiliza la ironía como herramienta para desmontar las narrativas normativas, mientras que su honestidad, a menudo dolorosa, revela las heridas que esas narrativas dejan en los individuos: “Ya no le pregunta a Google qué significan mis sueños /…/ Diría lo de siempre: / trastorno obsesivo-compulsivo / ansiedad, / seguro el Doctor Psiquiatra / también me diría tonterías / mientras me mira las piernas, / pero el sueño es un lugar sin palabras”.
En la última parte, Intuiciones, se centra en la propia mecánica del poema: “Aprendí a mentir antes de aprender a hacer un poema”. No es solo u método de curación, es una necesidad vital: “La perra roe, sin mucho alboroto, /…/ Las dos roemos algo, me digo. / Ella con los colmillos / y yo con las palabras”. El misterio de la creación a partir de elementos tan elementales: “La hoja en blanco cubre el misterio de los que se alza ahora / a la vista de todo”. La poesía como refugio rabioso: “Un poema también se habita, / debe ser lo suficiente frente para resistir /../ y al mismo tiempo acogedor / para albergar el / corazón de sus inquilinos”. Mediocres de Zel Cabrera no es solo un mero libro de poesía; es un manifiesto de resistencia desde las grietas de la modernidad. Con un lenguaje que desborda de emociones y contradicciones, Cabrera construye un espacio poético donde las voces femeninas, los cuerpos marginales y las emociones rotas se convierten en herramientas de subversión. Es, en última instancia, un acto de escritura que arde y sostiene, como sus propias palabras.
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