domingo, 18 de mayo de 2025

Reseña de José María Higuera: ‘Manzanas’. Elenvés. 2025.

 MANZANAS


José María Higuera compone en este libro, que ha merecido el XXXVII Premio de Poesía Joaquín Lobato Ciudad de Vélez Málaga, una cartografía del origen y del derrumbe de lo humano, encarnado en la figura de Lucy, fósil de Australopithecus afarensis. Lucy es el nombre que recibió un esqueleto de una hembra bastante completo encontrado en Olduvai, en la tierra de los Afar, por el equipo del paleoantropólogo D. Johanson. En su momento fue considerado el primer antepasado del Hombre –ese fue el subtítulo del libro que escribió Johanson para narrar su azaroso descubrimiento aunque fuera una mujer–[1].El autor asocia a esta figura todas las connotaciones que asumió bíblicamente Eva, la primera caída simbolizada en la manzana. Este es un poemario reflexivo y ontológico y está organizado como un mecanismo donde cada pieza pulsa al ritmo de una misma intuición: la de la caída como condición de conocimiento y belleza.

Manzanas gira en torno a las perplejidades de Lucy, sus emociones y sus paradojas son también las nuestras. Desde la anónima manzana que abre el libro hasta la manzana de Newton que aparece en el poema final, todo el texto se apoya en la idea de la caída constante y sus múltiples referencias culturales, científicas y personales: la propia Lucy, Eva y el pecado original, la gravedad, el descenso inevitable hacia la muerte o el peso físico y moral de los objetos. La primera parte se titula ¿Qué buscaba Lucy? José María Higuera entreteje lo material, lo observado y lo vivido con el lugar que los humanos ocupamos en el cosmos, a través de un lenguaje de contrastes, metáforas de asombro y rupturas de significado abiertas a la interpretación, a través de un objeto tan cotidiano y polisémico como una manzana: “Qué simple / y qué redonda esta manzana /…/ Y, sin embargo, eterna, / su esfera tan precisa permanece / por siempre en la memoria de la boca” (La manzana). La manzana, símbolo tanto de pecado como de epifanía científica, aquí se convierte en una forma de sabiduría: no la que se impone, sino la que cae despacio, cuando uno ha aprendido a esperar. Esa misma manzana regresa en La manzana, donde se resalta su eternidad en lo sensorial.

Si la expulsión del paraíso fue la caída del hombre, la caída es lo que nos define: “Me quiero definir en lo que cae, / en lo que se resiste a ser estela, / en la sed, en el antes y el después / que existe en la tinaja / ¡Qué forma más exacta de saberse! / Ser la mujer de barro que gravita / dotando a la belleza de esqueleto” (Lo que en el barro gira). La mujer de barro que gira ofrece una síntesis perfecta de la poética de Higuera. La caída ya no es solo derrota, sino identidad. La belleza, para ser real, necesita esqueleto: necesita soporte, historia, incluso dolor. Y esa mujer de barro, como Lucy, cae no porque sea débil, sino porque está hecha para gravitar.

Y precisamente la caída de la manzana puede simbolizar la ciencia como punto de inspiración para Newton y su teoría de la gravitación: “Me entristece saber que lo sensato / dicta su condición de servidumbre /…/ Visito lo profundo, / libera de las piedras mi esqueleto /…/ si fuera necesario, / sembrar una locura” (Centro de gravedad). El poeta juega tanto con lo más mítico como con lo científico, convencionalmente frío (“Un número define lo perfecto / y nos ofrece en lo íntimo el arrullo / que dignifica al astro y la pupila”, Phi, el número áureo) o lo cotidiano (“Acaso lo que importe sea el cómo / del lento abrirse paso de un te quiero /…/ Entonces pasa, ocurre aquella luz. / Las manos de mi padre / aquella luz que nunca olvido”, Ibertrén), que es uno de sus momentos más conmovedores, cuando evoca un instante de luz en medio del recuerdo. Ciencia, antropología, marcas… son elementos menos poéticos usados sabiamente para incardinar en la actualidad los poemas y el mensaje. Aquí, la poesía deja de pensar para simplemente sostener un momento. No hay tesis, solo la luz y unas manos: el amor, como último refugio ante lo que cae.

El desconcierto y, sobre todo, la ignorancia son también nuestras señas de identidad: Lucy no conocía la gravedad. Tampoco que era un homínido. Ese es el título de la segunda sección. Como el eterno femenino, José María Higuera salta de lo particular a lo general, de la anécdota al mito, de lo abstracto a lo muy concreto: “Atenta a cada instante, esta mujer, / precisa en primaveras y en heridas, / anota cuánto tiempo emplea / y la distancia que recorren / hasta llegar al beso” (Cinco centímetros por segundo). Puede parecer que los poemas son filosóficos puesto que plantean grandes interrogantes, pero se amarran a la realidad cotidiana con una consistencia tan grande como la poesía social: “Todos los días no te vas de igual manera. / Hay mañanas en que te sorprende la rutina / y nada es ya lo mismo, ni lo parece. /…/ Te preguntas por las alcantarillas, / hacia dónde se irá cada despojo /…/ si existe algún lugar donde sentirse a salvo” (Agujeros negros). “Nunca fue tan sincera la belleza / que declara su voz desvanecida /…/ Nunca fue tan sincera la intemperie / tratando de mostrarse” (Señales). Aquí, la belleza no es un atributo ornamental, sino una entidad que se desvanece mientras habla, que se vuelve más sincera cuanto más precaria, más visible cuanto más se expone a la intemperie. Esta sinceridad quebrada marca el tono del libro: lo bello no se esconde, pero tampoco permanece.

Otra de las ramas en las que se bifurca el poemario, concretamente en la titulada  Se sabe que Lucy no tuvo hijos tiene que ver con la descendencia, la herencia y la evolución. En Sobras evolutivas, la voz poética asume una mirada científica cargada de angustia metafísica: “Me gustaría conocer, si existe, / la autopsia que descubre / dónde los versos, dónde los abrazos, / qué glándula permite los decesos /…/ Necesito saber / dónde se regenera un corazón, la víscera / que nunca sospechó que acaso sobra, / si es posible insistir en un futuro, / saber si es por siempre esta querencia / o solo mata por un tiempo razonable”. Aquí, el cuerpo se convierte en un mapa del dolor, y el amor en un fenómeno casi patológico. Hay una desesperación por conocer los mecanismos del afecto y la pérdida, como si se pudiera rastrear en los órganos la historia de un sentimiento. No se trata tanto de los fenómenos biológicos, es más bien una reflexión más amplia: “La ley del engranaje y del juguete roto / vertebra los espacios / y ensaya la humedad bajo su firma” (Jardines distópicos). Y a la vez, como decimos, más concreta: “La vida compartida con las cosas / pronuncia susurrando nuestro nombre” (Cosas). Asume la voz poética la herencia cultural y la científica hibridándose los términos, los vocablos, los enfoques como hacen, por ejemplo, Daniel Cotta Lobato, consiguiendo así una actualidad radical: “Mis ancestros rezando mientras tanto / y una parte de ti para mañana” (El árbol y la sangre).

La figura de Lucy actúa como símbolo fundacional. No solo es la homínida de la evolución biológica; también la mujer arquetípica, ignorante aún de su caída, del peso de la historia y de la gravedad que arrastrará sus descendientes. Lucy aún sigue cayendo sirve como título de la siguiente parte, como si su caída nunca se hubiera detenido, como si en cada mujer, en cada cuerpo, persistiera ese gesto de descenso primigenio. “Persiste ese tictac de aquel goteo / es la niña que fui” (Una gota de agua). El tono sombrío y lúcido de De espanto y hueso intensifica esta mirada: “Siempre toda derrota / es anterior a su pobreza / y permanece oculta a simple vista /…/ Quizás ya sea tiempo / de cosechar lo poco que nos quede /…/ que la soga que cuelga de la viga / no apriete más su nudo”. El poema no teme acercarse al abismo. La pobreza, la derrota, la soga: no son solo imágenes del suicidio, sino del despojo existencial, del límite donde ya no hay símbolos que sostengan el cuerpo. Y sin embargo, en la misma imagen se percibe una súplica mínima: aflojar el nudo, recoger “lo poco que nos quede”, persistir: “En lo cierto del pan y de las rosas, / el tacto de lo eterno, tan bien hecho, / se deja caer sobre ti. El origen / reclama lo que es suyo / y asienten con la vida, tan despacio” (Vértigo).

La relación entre lo humano y lo cósmico, entre la ciencia y el deseo, tiene en El manzano de Newton una de sus metáforas más logradas: “Hay que zarandear el árbol suavemente, / ayudar a que caiga la manzana / sobre nuestra cabeza y saber esperar / que se nos ocurre algo interesante, / ese conocimiento que, maduro, / nos valga para siempre. Lo eterno no es lo absoluto, sino lo íntimo. La memoria de la boca, más que la del cerebro, es la que conserva el eco del conocimiento: saborear es saber. La manzana sabe, de sabor y de saber: “Lucy pudo buscar una manzana. / Yo creo que buscaba una flor para el pelo”. Con Lucy como símbolo universal de la humanidad incipiente y vulnerable, y con un lenguaje que oscila entre lo científico, lo metafísico y lo profundamente emocional, José María Higuera construye una obra que no teme pensar el dolor, la caída y la belleza como parte de un mismo gesto vital. Este libro no responde a las preguntas fundamentales: las reabre, las sacude, y nos deja, como a Lucy, cayendo con conciencia.





 



[1] No deja de ser curioso que fuera bautizado por la canción que John Lennon compuso inspirado en un dibujo de su hijo, Lucy in the Sky with Diamons. El rock entró en la prehistoria con una sospechosa referencia al ácido lisérgico.

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