Cuando
uno mira hacia atrás, muy atrás, a la edad media por lo menos, no puede sino
asombrarse de algunos comportamientos que se consideraron no sólo habituales,
sino sensatos. Por ejemplo, tener miedo a las ruinas o perseguir brujas.
Conforme ha pasado el tiempo parece que esos comportamientos van remitiendo.
Ayuda desde luego la ciencia. No sé, por ejemplo, descubrir que no es el ojo el
que lanza un rayo de visión sino al contrario, que la luz entra en la retina,
debería bastar para desterrar definitivamente el concepto de mal de ojo. La
pena es que Superman se quedaría sin rayos X.
Uno
recuerda los tiempos en los que había siete pecados capitales. Siete, nada más
y nada menos. Y el caso es que apenas nos acordamos de la lujuria, o la gula y
alguno más: pereza, envidia, ira, avaricia y soberbia. Los pecados capitales no
son necesariamente los más malvados, no es el nivel de pecado, sino que son aquellos
que nos hacen cometer otros, son el origen de otros pecados. La soberbia incita
a la violencia, a no respetar a tu padre y a creerte superior a dios.
Repasemos
un poquito. La gula, por ejemplo, sería el pecado derivado de comer en exceso,
de abusar del condumio. Comer y beber más de lo necesario, la glotonería.
Detrás existe una aversión al disfrute del cuerpo. Igual que con la lujuria.
Una mentalidad, no puritana, más aún, una mentalidad que odia el disfrute
ajeno, que asume la obligación de abortar cualquier atisbo de hedonismo.
En este
sentido, todos los pecados capitales serían una evitación del disfrute.
Descansar está bien, pero si te regodeas en el descanso, pecado de pereza.
Intentar asegurarte unos bienes materiales es imprescindible, pero si eso te
sobrepasa y disfrutas con ello, tienes el pecado de avaricia. Si algo te
fastidia y acabas descargando esa frustración y te quedas tranquilito después,
eso es ira. Si estás satisfecho contigo mismo, y la autoestima sube como un
globo de helio, entonces pecas de soberbia. La envidia es el único pecado que
lleva la penitencia en él.
Es
curioso también comprobar que no fue hasta Gregorio Magno (siglo VI) que se
redondeó el número. La tristeza había sido un pecado capital para san Juan
Casiano y para Evagrio Póntico (finales del siglo IV). Éste último distinguía los
deseos concupiscibles, que son deseos de posesión, de los deseos irascibles,
que implicaban una carencia. La tristeza se integró en la pereza, en el sentido
de que la tristeza, el hastío llevan a la inacción, un gusto del corazón por no
encaminarse hacia dios.
Estos
pecados han pasado un proceso de secularización y se han convertido en
trastornos psiquiátricos. La tristeza es depresión; la ira es comportamiento
antisocial; la soberbia, complejo de superioridad. La pereza es procastinación;
la gula es trastorno obsesivo-compulsivo, en casos, bulimia; la lujuria, por
supuesto es adicción al sexo.
En el
fondo, la teoría de los pecados capitales no es sino una lección de psicología
de los deseos. Un pecado es confundir el medio y el fin. La comida es un medio,
cuando se transforma en un fin en sí mismo, tenemos un pecado capital. Los
teólogos medievales conocían bien la psicología humana, la arquitectura del
deseo y los mecanismos que ponen en marcha la motivación. Los pecados describen
los refuerzos necesarios para recompensar o castigar una conducta.
El
mundo manejado por estos aguafiestas profesionales vestidos con hábitos debió
ser duro. Todo era pecado, cualquier disfrute era un obstáculo para alcanzar la
salvación eterna. Si el cielo era la felicidad per secula seculorum en la contemplación del Altísimo, el mundo
debía ser un valle de lágrimas. Los enemigos de la fe eran el mundo, el demonio
y la carne, esto es, las condiciones materiales de la existencia y la propia
naturaleza humana. Y existía un demonio particular para cada vicio capital.
Lucifer era el de la Soberbia.
Puede quien
vea en los pecados capitales una sabia advertencia contra una vida desordenada,
insensata y enfermiza. Castigar la gula protegería de la obesidad; la lujuria,
de la adicción al sexo; evitar la soberbia pondría nuestro ego a su justo nivel
y así. Puede, pero sería un precio quizás un poco alto. Menos mal que la edad
media pasó.
Los
aguafiestas contemporáneos son, aunque parezca mentira, mucho más severos, más
exigentes, más rigurosos. El caso de la gula es el más claro. El pecado se
cometía cuando se bebía o comía en exceso, no por disfrutar en sí mismo. Y
tenía su lógica en un mundo de carestía. Si alguien acaparaba recursos,
apartaba a los demás de lo que quizás era necesario para su supervivencia. Ahora
los dietistas consideran prácticamente peligroso todo lo que comamos. Para
evitar la gula bastaba con no pasarse, para estar a la línea no hay que
saciarse, es imprescindible pasar algo de hambre. Y para colmo, hay que hacer
ejercicio. Los padres de la Iglesia no hablaron nada de gimnasia ni footing ni
nada de eso.
Los
especialistas en sexo quizás digan defender la lujuria, pero luego resulta que
lo hacemos todo mal. No experimentamos lo suficiente, ni el número adecuado de
veces. No sólo hay que canalizar la ira, hay que convertirla, según la New Age, en amor a la humanidad. La
soberbia hay que castigarla con humildad –salvo que seas un líder nato–, porque
hay que saber trabajar en grupo, delegar y compartir trabajo y mérito. Según
parece, la única excepción es la codicia, que es lo que motiva el sistema, la
ambición que proporciona el combustible para que la economía funcione, dentro y
fuera de nuestro hogar.
No sólo
nos exigen ahora unas condiciones mucho más rigurosas para cumplir con la
santidad, que ahora se llama vida sana. Es que además tenemos que aceptarlas de
corazón y asumir ese ascetismo tan difícil de llevar a cabo. Un entrenamiento
duro de la voluntad que incluye, además, la necesidad de adquirir conocimientos
especializados en nutrición, sexología, administración, psicología y autoayuda.
Los
ascetas medievales se apartaban del mundanal ruido huyendo a una cueva, al
desierto, a una columna. Los modernos ascetas tienen que convivir con cenas de
empresa y con compras en el Mercadona. No podemos ir de sobrados, pero tampoco tener
envidia porque eso nos corroe la sangre y es malo para nuestra autoestima. Debemos
superar la pereza y trabajar de asalariado como si fuéramos autónomos. Tenemos
que sobreponernos al cabreo que nos provocan las noticias y cómo los que mandan
nos toman el pelo.
Buenísimo, Javier. Al final, los antiguos pecados y los modernos excesos son los mismos perros con diferentes collares, con la diferencia de que antes se hacía por teocentrismo y ahora por egocentrismo.
ResponderEliminarGracias, Daniel. Pero yo diría que ahora estamos aún peor, más castigados. Y para abrir debate, ¿y si consideramos la edad media como un egoísmo? ¿y si no se buscaba adorar a Dios sino asegurarse egoístamente un puesto en el paraíso? Uf, ¡qué malamente pienso del ser humano! ;)
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