domingo, 3 de enero de 2016

Gente con clase



En la vida cotidiana, como en las ciencias sociales, utilizamos una serie de conceptos y heurísticos para podernos manejar entre miles da datos, miles de impulsos y percepciones. Necesitamos explicarnos el mundo, aunque sea a nuestra manera, para situarnos y luego, anticipando mal o bien, actuar en consecuencia. A este conjunto de saberes, más o menos estructurados, podría denominarse sentido común o sociología folk. Igual que tenemos conocimientos meteorológicos o intuiciones psicológicas, el mundo social necesita una organización mental. En parte pertenece a la institución imaginaria de las sociedades, cuyas normas del juego se incorporan en los sujetos. A menudo, ni siquiera explícitas. Sabemos que un jefe manda y que al instituto no se va con falda.
A esta sociología folk se le enfrentaría la sociología científica, con mayúsculas y con cátedras. Mientras que el sentido común nos engañaría con los convencionalismos tradicionales, los sociólogos de carrera clarificarían científicamente, con datos contrastables, establecerían verdades, si bien siempre provisionales, al menos, más certeras que las que nosotros, hombrecillos de la calle, pudiéramos imaginar.
El problema, lo triste, es que la ciencia es humana, demasiado humana. La sociología, desde sus inicios, puede leerse como el intento académico de controlar la revolución. Analizar, proponer para dirigir las masas descontentas de la revolución industrial. Los sociólogos siempre andamos con nuestra mochila a cuestas, con nuestra historia personal, con nuestras fobias y filias caprichosas o enraizadas en nuestro núcleo duro. Más grave es cuando se inclina la balanza, se desvía el flujo de la investigación con intención, para conseguir enmascarar conscientemente una realidad. Es cuando decimos que la ideología aparece –cuando sabemos de sobra que toda afirmación es ideológica-.
Del rumbo que está tomando la sociología hacia los estudios culturales, por ejemplo, se deduce la obsolescencia de ciertos planteamientos teóricos. El más interesante es el de clase social, que está diluyéndose poco a poco en la estratificación social. Parece como si restringiendo el término acabara por llegar el segundo advenimiento de la sociedad sin clases.
Los sociólogos han tenido muchos problemas para hacer operativo el concepto de clase. En principio, su origen entronca con la tradición marxista y hace referencia a tener una posición económica común. La clase alta englobaría a los propietarios de las empresas, los campos, las fábricas… lo que se llamaban “medios de producción”, mientras que el resto sería la clase baja, a la que sólo restaría vender su fuerza de trabajo. Esta descripción simplista definiría un bosque sin distinguir la variedad de flora y fauna que lo habita, los múltiples micro-ecosistemas que lo integran. Las subdivisiones entre la clase más alta propietaria de las grandes corporaciones no es la misma que la compuesta por sus gerentes, que gozan de un estilo de vida muy parecido, pero dependen de su trabajo como CEO. La clase media, los trabajadores del campo frente a los obreros industriales, los de cuello blanco y los de cuello azul…
Al ser una clasificación anclada en el trabajo, lo más efectivo es clasificar los grupos sociales por su oficio. Bueno, antes, ahora no existen oficios, hay ocupaciones. De esta forma se crean categorizaciones difusas de profesiones liberales, funcionarios, mezclando formación con escalafones en la empresa. Uno de los triunfos más brillantes de esta metamorfosis es la categoría de “empresario”, que pretende identificar al dueño de una mercería de barrio con un magnate de las finanzas. Ambos ahogados por el peso de la burocracia y los impuestos.
La clase social implica un modo de vida, no sólo el dinero, también el status, la conciencia de clase, los gustos (de nuevo Bourdieu), incluso el imaginario propio y los deseos. La clase describiría un bosque, es imperioso después hacer un recuento de los árboles individuales. Quizás es por eso por lo que es tan difícil conseguir la identificación con una clase, especialmente en ciertos intelectuales de clase media/alta. Su conciencia puede estar con los explotados, pero no pueden evitar su cuna. Y eso se les nota en sus andares, en sus teorizaciones de los problemas pertinentes, en las idealizaciones… No es de extrañar el alejamiento de gran parte de los políticos, hijos de su clase, de la realidad de los más desfavorecidos. Simplemente no pueden ponerse en su pellejo.
La estratificación social en clases se representaría gráficamente en capas como las geológicas o como las de un pastelito. Visualmente todas tienen la misma longitud, aunque varíe el grosor. Pero la sociedad está ahora decidiendo imaginarse a sí misma como un círculo, donde los distintos sectores tienen derecho a ser escuchados, donde el problema está en la marginación (esto es, estar en los márgenes del círculo) y la integración de los excluidos. Ha desaparecido la imagen arriba/abajo.

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