En la
vida cotidiana, como en las ciencias sociales, utilizamos una serie de
conceptos y heurísticos para podernos manejar entre miles da datos, miles de
impulsos y percepciones. Necesitamos explicarnos el mundo, aunque sea a nuestra
manera, para situarnos y luego, anticipando mal o bien, actuar en consecuencia.
A este conjunto de saberes, más o menos estructurados, podría denominarse sentido
común o sociología folk. Igual que
tenemos conocimientos meteorológicos o intuiciones psicológicas, el mundo
social necesita una organización mental. En parte pertenece a la institución
imaginaria de las sociedades, cuyas normas del juego se incorporan en los
sujetos. A menudo, ni siquiera explícitas. Sabemos que un jefe manda y que al
instituto no se va con falda.
A esta
sociología folk se le enfrentaría la sociología científica, con mayúsculas y
con cátedras. Mientras que el sentido común nos engañaría con los
convencionalismos tradicionales, los sociólogos de carrera clarificarían
científicamente, con datos contrastables, establecerían verdades, si bien
siempre provisionales, al menos, más certeras que las que nosotros,
hombrecillos de la calle, pudiéramos imaginar.
El
problema, lo triste, es que la ciencia es humana, demasiado humana. La
sociología, desde sus inicios, puede leerse como el intento académico de
controlar la revolución. Analizar, proponer para dirigir las masas descontentas
de la revolución industrial. Los sociólogos siempre andamos con nuestra mochila
a cuestas, con nuestra historia personal, con nuestras fobias y filias
caprichosas o enraizadas en nuestro núcleo duro. Más grave es cuando se inclina
la balanza, se desvía el flujo de la investigación con intención, para
conseguir enmascarar conscientemente una realidad. Es cuando decimos que la
ideología aparece –cuando sabemos de sobra que toda afirmación es ideológica-.
Del
rumbo que está tomando la sociología hacia los estudios culturales, por
ejemplo, se deduce la obsolescencia de ciertos planteamientos teóricos. El más
interesante es el de clase social, que está diluyéndose poco a poco en la
estratificación social. Parece como si restringiendo el término acabara por
llegar el segundo advenimiento de la sociedad sin clases.
Los
sociólogos han tenido muchos problemas para hacer operativo el concepto de
clase. En principio, su origen entronca con la tradición marxista y hace referencia
a tener una posición económica común. La clase alta englobaría a los
propietarios de las empresas, los campos, las fábricas… lo que se llamaban “medios
de producción”, mientras que el resto sería la clase baja, a la que sólo
restaría vender su fuerza de trabajo. Esta descripción simplista definiría un
bosque sin distinguir la variedad de flora y fauna que lo habita, los múltiples
micro-ecosistemas que lo integran. Las subdivisiones entre la clase más alta
propietaria de las grandes corporaciones no es la misma que la compuesta por
sus gerentes, que gozan de un estilo de vida muy parecido, pero dependen de su
trabajo como CEO. La clase media, los trabajadores del campo frente a los
obreros industriales, los de cuello blanco y los de cuello azul…
Al ser
una clasificación anclada en el trabajo, lo más efectivo es clasificar los
grupos sociales por su oficio. Bueno, antes, ahora no existen oficios, hay
ocupaciones. De esta forma se crean categorizaciones difusas de profesiones
liberales, funcionarios, mezclando formación con escalafones en la empresa. Uno
de los triunfos más brillantes de esta metamorfosis es la categoría de “empresario”,
que pretende identificar al dueño de una mercería de barrio con un magnate de
las finanzas. Ambos ahogados por el peso de la burocracia y los impuestos.
La
clase social implica un modo de vida, no sólo el dinero, también el status, la
conciencia de clase, los gustos (de nuevo Bourdieu), incluso el imaginario
propio y los deseos. La clase describiría un bosque, es imperioso después hacer
un recuento de los árboles individuales. Quizás es por eso por lo que es tan
difícil conseguir la identificación con una clase, especialmente en ciertos
intelectuales de clase media/alta. Su conciencia puede estar con los
explotados, pero no pueden evitar su cuna. Y eso se les nota en sus andares, en
sus teorizaciones de los problemas pertinentes, en las idealizaciones… No es de
extrañar el alejamiento de gran parte de los políticos, hijos de su clase, de
la realidad de los más desfavorecidos. Simplemente no pueden ponerse en su
pellejo.
La
estratificación social en clases se representaría gráficamente en capas como
las geológicas o como las de un pastelito. Visualmente todas tienen la misma
longitud, aunque varíe el grosor. Pero la sociedad está ahora decidiendo
imaginarse a sí misma como un círculo, donde los distintos sectores tienen
derecho a ser escuchados, donde el problema está en la marginación (esto es,
estar en los márgenes del círculo) y la integración de los excluidos. Ha
desaparecido la imagen arriba/abajo.
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