martes, 18 de abril de 2017

La realidad y los deseos



La realidad y el deseo no sólo resumen la espina dorsal de la poética de Luis Cernuda, pueden ser considerados como una estructura primigenia del proceso de madurez humana. En cierta forma, Freud nos dice que nuestros deseos, los consciente y sobre todo los inconscientes, tropiezan irremediablemente con la imposibilidad física o moral, la realidad en suma. Aceptarlo o rebelarte determinará si acabas sufriendo una neurosis o escapando a mundos más complejos. Quizás estemos hablando de deseos que se proyecten al futuro, a conseguir, a satisfacer necesidades o lujos, a lograr unos objetivos más o menos alcanzables. Sabemos de sobra que concretar esos deseos tiene mucho de social, que emulamos (el deseo es el deseo del otro) o se nos antojan misteriosamente las mismas aspiraciones que a toda la sociedad al completo (se territorializan de manera más o menos ordenada). Por eso los deseos entran en el campo de la sociología y no se quedan en la mente individual o compartidos el el diván de un psiquiatra.

            Uno puede tener sus planes más o menos claros para el futuro, o, al menos, una idea difusa de cómo le gustaría pasar sus años, cuando, de repente, todo se tuerce. Una pareja para toda la vida al final no llega ni al verano, un puesto de trabajo seguro  termina al quebrar la empresa, un embarazo imprevisto, un accidente  te destroza las piernas… Estos imprevistos nos obligan a replantearnos las metas, a introducir, si acaso, deseos intermedios para recuperar la posición de partida y de nuevo intentar escalar el Everest o triunfar en el mundo de la canción melódica.

            A veces somos nosotros, con nuestras acciones y nuestras decisiones quienes provocamos esos accidentes que nos afectan personalmente y que tienen repercusiones en los demás. Es el momento de replantearnos, de hacer examen de conciencia, de comprobar si las decisiones fueron las adecuadas, si esa última copa fue excesiva, si una palabra de broma podía ser evitada, si una llamada de teléfono… Llegan el remordimiento y la culpa. Dos sentimientos que no tienen precisamente gran predicamento entre los coaches y terapeutas modernos. La culpa comparte su esfera con el sistema judicial, pero somos nosotros mismos quienes nos juzgamos y nos sometemos a la pena correspondiente. Que puede ser ligera y conmutada con una tarde de malestar, o que puede atravesarnos la vida entera.

            Entonces llega el remordimiento, esa sensación una gráfica de ser mordidos una y otra vez, como en la fábula de Nastagio degli Onesti que Boticelli tomó del Decamerón. Unos perros que muerden y muerden sin fin repitiéndose la escena. Mortificándonos día tras día, intentando revivir el momento y tornar las decisiones que tan funestas consecuencias alcanzaron. No podemos cambiar el pasado y repetimos el tormento en nuestra conciencia.

            Muchos nos dicen que el sentimiento de culpa no es bueno, que hay que pensar de manera positiva, que lo hecho, hecho está. Y sabemos que hay culturas que se establecen entrono a la culpa, como la historia del pueblo judío o las enseñanzas machaconas de un catecismo que insistía en que todo lo que te hacía disfrutar era pecado. Quizás por eso sea necesario insistir en la vacuidad de la culpa y el remordimiento, para superar esa fase de frustración institucionalizada de la felicidad terrenal. Pero, como suele suceder en los cuentos, todo tiene sus límites y todo tiene su lado tenebroso. Olvidarse de la culpa es olvidar también sus enseñanzas, y el remordimiento es, en parte, el castigo positivo que nos infringimos para evitar repetir las decisiones canallas que llevaron al mal. Corremos el riesgo de convertirnos en una sociedad de psicópatas incapaces de sufrir con el otro, de ponerse en el lugar del que sufre, sólo pendientes de saldar lo más rápidamente que se pueda el duelo de saberse culpable de un mal ajeno.

            Lo que consigue este giro del espejo es reconcentrar los esfuerzos en llevar la cuenta de las injurias ajenas, escrupulosamente registradas y revisadas como advertencia para el futuro. Un proyecto en sí mismo que nos hace autónomos y desconfiados, con la memoria repleta de antiguos desafíos, pasados desplantes e insultos. A este estado de ánimo le llamamos resentimiento. De nuevo una palabra que reduplica la acción.

            El resentimiento habla de la emoción que se repite, como la comida recalentada que se acaba quemando en la olla, que se agría y pierde el sabor. El resentimiento es morder un pan seco en una sopa sin sabor, es mascar un chicle que ha perdido su esencia y al que nos obstinamos en morder con saña, destrozándonos los dientes y dejando maltrechas las mandíbulas. El resentimiento es volver a vivir en moviola la escena exacta, fotograma a fotograma, apreciando nuevos detalles, nuevos matices en la felonía de los demás, huyendo de cualquier atisbo de compasión, de sentir con la otra persona, de justificarla, de aplicarle siquiera un atenuante a su conducta. El resentimiento es el placer en sufrir descarnadamente el dolor que otro nos hace.

            Si la indignación nos permite sentir el dolor que otro sufre, y sentirnos menos dignos como la víctima se siente, el resentimiento es el planificado programa para sentir exactamente lo contrario. Sumado a la perversión de la culpa nos libera, nos fabrica un yo libre de culpa, eximido de faltas, disculpado de errores, que sólo son aplicables a los demás, mientras vivimos una y otra vez el sentimiento recalentado de la furia.

            No creo que las pasiones, por el sólo hecho de ser pasiones, sean malas. Me da la impresión de que hay pasiones frías, arrebatadoras de la razón, peligrosas y perfectamente olvidables. Unas se pondrán de moda y otras nos atenazarán aun vendiéndose como liberadoras. No hay regla fija, ni siquiera nos vale movernos en un término medio. Un poco de culpa y de remordimiento nos puede hacer mejores personas, pero si nos pasamos, seremos seres oscuros que no pueden vivir pretendiendo redimir su culpa con su pena. Sentir intensamente nos da la vida, sentir una otra vez la injuria sólo aboca a la venganza. Los habrá que prefieran la vida excitante y los habrá que prefieran el sosiego del espíritu. Todos tendremos que lidiar con la comezón propia y ajena. Nadie está libre de sufrir y hacer sufrir, consciente o inconscientemente. No es la lucha de la realidad con el deseo, también está la lucha del deseo con el deseo mismo.

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