Podríamos decir que en estos
tiempos inciertos la falsedad es la moneda de cambio y las posiciones de cada
uno tienen más que ver con la dinámica amigo/enemigo que con las de la
discusión racional y el acercamiento de posturas. Pero no es nuevo. No sé si
alguno se acuerda de la campaña a favor del referéndum sobre la permanencia en
la OTAN. Los partidos de la derecha, que estaban de acuerdo con la Alianza
Atlántica, no podían coincidir con el PSOE, así que decidieron apostar por la
abstención y, de paso, aprovechar el desgaste que presumiblemente sufrirían los
socialistas entre su electorado más progre.
Todo
lo referente a la herencia franquista se sitúa en esta dinámica. En realidad,
prácticamente cualquier cuestión se acaba fragmentando en pequeñas y sutiles
diferencias para hacer imposible los acuerdos. Y todo por no dar la razón al
otro. Quizás sea por no frecuentar malas compañías, o por dejar marcado la
identidad propia.
Creo
sinceramente que la mayoría de los votantes, simpatizantes, e incluso los
cuadros de los partidos que se están oponiendo a la exhumación de Franco son
profundamente democráticos y antifranquistas. Quizás muchos piensen que la duda
ofende y que no tienen que demostrar su pedigrí antidictatorial. Pero el caso
es que mostrarse de acuerdo con el PSOE, Podemos y demás ralea les parece un
precedente peligroso. Porque no se trata de llegar a un acuerdo sobre los
grandes temas, qué se yo, sobre sanidad, educación o pensiones, en el que se
pueda negociar para que ambas partes puedan sacar pecho de lo conseguido. En
este caso no hay posibilidad de contrapartida. O se hace lo que el gobierno
dicta, o queda uno como nostálgico del franquismo. Y es contra ese agachar la
cabeza contra lo que se niegan.
Lo
sé porque he estado leyendo a más de un columnista conservador. Y no
precisamente de los transigentes. Para un conservador, en principio, una
dictadura no es algo deseable porque implica poner la tradición a merced del
capricho de un individuo que, aunque probablemente defienda principios
similares, puede manejar las cosas a su gusto o interés. Por supuesto, para un
liberal, una autocracia es, o debería ser, lo contrario de lo que se defienda
–aunque no dejen de mostrar admiración por personajes como lo tecnócratas del
Opus Dei o Pinochet que pudieron conjugar la total falta de libertades
democráticas con un laisser-faire
económico–. Demos, pues, por sentado, la voluntad del PP y Ciudadanos de
enfrentarse a la dictadura.
¿Por
qué, entonces, se niegan a la exhumación? Podríamos pensar que no se encuentran
demasiado incómodos con estos símbolos, que algunos de sus fundadores
estuvieron ligados al Régimen, pero me resulta difícil admitir que sea una
cuestión de no remover el pasado. Para empezar, a los conservadores les encanta
el pasado. Y, definitivamente, no se puede acusar de cortina de humo por parte
del gobierno si uno no entra al trapo. Si realmente fuera una maniobra de
distracción, todos estos partidos atenderían a asuntos mucho más importantes a
su juicio y dejarían que los restos del dictador salieran del monumento. Da
mucho más la impresión de que están encantados con esta cortina de humo, que
también beneficia al PP y a Ciudadanos, que pueden parecer sensatos ante sus
votantes frente a las arbitrariedades del PSOE y Podemos. Sensatos porque han
sido capaces de articular un discurso para no defender la dictadura y no
defender la repulsa a la dictadura. Una obra de arte que supera la lógica
aristotélica y el tertium non datur.
Que
se está convirtiendo en un circo es evidente y nada mejor que desempolvar
antiguos militares o señoronas que aparezcan en televisión soltando
barbaridades para que la derecha que se niega a renegar de la dictadura sean
considerados mesurados y con el sentido común que le falta a la izquierda
tiquismiquis. Por supuesto que el espectáculo televisivo rinde muchísimo en
términos de audiencia, y que se multiplica a través de las redes sociales. Así,
de paso, nos ahorramos plantearnos la utilidad pública de una fundación como la
Francisco Franco.
Los
términos de la discusión, el marco discursivo está ya claro. Quienes quieran
seguir en su postura pueden hacerlo. No hay posibilidad de negociación o de
acuerdo. Unos nos sorprenderemos de que siga existiendo un monumento como el
Valle de los Caídos cuarenta años más tarde de la Constitución. Otros podrán
seguir con su conciencia tranquila pensando que no molesta a nadie. Y la dialéctica
discurrirá acerca de cómo no pueden sentirse ofendidos por tamaño disparate. La
indignación es lo que tiene, que es libre. Que nos indigna muchísimo un
inmigrante cobrando una ayuda, que no nos indigna un grande de España dejando
de tributar por sus propiedades, que nos saca de nuestras casillas que no se
pite un penalti o que el orgullo de ser español sólo dependa de los mundiales
de fútbol o de contrarrestar a los putos indepes,
que nos irrite el uso del lenguaje inclusivo y no movernos la sangre que se
mantengan fosas comunes de represaliados por el bando vencedor.
Mientras, por
televisión, seguiremos escuchando que Franco no asesinó a nadie porque todo fue
legal; que la historia es historia y que no hay que remover el pasado; que los
rojos perdieron la guerra y que deberían aceptarlo –como si la guerra fuera un
torneo de ajedrez o si el triunfo militar dependiera de la categoría ética de
los contendientes–; que lo contrario sería una aberración como que en este caso
los perdedores escriben la historia. Y seguiremos sorprendiéndonos que partidos
democráticos quieran mantener su cabeza alta porque no se han dignado a aceptar
las condiciones del partido en el gobierno en algo que afecta tan poco a los
presupuestos generales.
El arte de no dar la razón aun estando de acuerdo.
Todo esto es un circo, mi estimado amigo, y somos muchos los que estamos deseando que acabe de una vez, y si lo es con la exhumación de un individuo, pues que así lo sea. Habrá que esperar al día después. Porque lo verdaderamente cierto es que en este país somos especialmente aficionados por no dar nunca por resuelto un conflicto, y así se genera todo tipo de información, conversación, discusión e interpretación -generalmente, malinterpretación- de la que vuelven a surgir nuevos enfrentamientos. Magnífico, como es habitual.
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