Tiempos confusos
los que nos han tocado vivir. Quiero pensar que el ser humano nunca ha tenido
las certezas que le hubiera gustado y que esta es una época tan difícil como
cualquier otra. No creo en un pasado idílico y una catástrofe contemporánea.
Eso no quiere decir que tenga la idea de que el mundo no cambia. En absoluto.
En perpetuo movimiento cada época presenta unos desafíos para los que,
normalmente, no estamos preparados. Y es lógico, nos criaron para dar soluciones
a los problemas de la etapa anterior. Como esos padres que procuran que no les
falte de nada a sus hijos por la miseria y la necesidad que pasaron durante su
propia infancia. O algo así.
Los momentos de crisis suelen ser
privilegiados para comprobar las cenizas de un mundo que todavía está ardiendo
a la vez que se atisban los brotes del que vendrá. En palabras de la poeta
Rosario Troncoso, ya no son infalibles
las rutas conocidas. En nuestro afán cartográfico procuramos crear mapas
nuevos para aportar cierta certidumbre a nuestros pasos. No siempre lo logramos
y, a menudo, solapamos atlas distintos, planos a distinta escala y
representaciones de lugares imaginarios. Aunque hablemos de nosotros mismos.
En el mapa del corazón humano aparecen
tensiones entre un instinto cerval ante el compromiso que requieren las
relaciones humanas –la realidad incluso– y una necesidad de la colaboración del
otro. Por un lado una voluntad de autoafirmación frente a las exigencias y por
otro el requerimiento de sociabilidad. Es muy difícil mantener el equilibrio
para una autoestima fuerte, asertiva, que razonablemente no nos haga depender
de los demás sin llegar a ser unos autistas sociales.
Las ocasiones para el orgullo son
numerosas. La soberbia puede convertirse en un obstáculo muy serio para las
relaciones humanas y multitud de sistemas morales han intentado rebajar la
vanidad de los individuos. La moral judeocristiana es especialista en abatir el
ego utilizando la culpa y el temor a dios como instrumentos para el rebaje del
engreimiento personal. No es la única. Hay sociedades tradicionales que
consiguen la paz social a base de someter a la mediocridad a sus miserables
integrantes. La crítica de los convecinos por un lado y, por otro, la enseñanza
férrea en atender a las necesidades de los demás, al sacrificio por el prójimo
consiguen de una manera efectiva que nuestra autoestima dependa de la
valoración de los demás.
En contraposición aparecen las
morales pantene, “porque yo lo
valgo”. Un intento desesperado por librarse del yugo de la culpa y adquirir
autoestima. Unos aspiran a la autosuficiencia inspirados por Nietzsche y por
Thoureau, alejarse de la humanidad para ser libres y auténticos. El prestigio
de la soledad valora la condición eminentemente social del hombre como un
lastre. Otros se apuntan a cursillos psi
para llegar a la asertividad como quien alcanza el nirvana. Una revelación que
los haga inmunes a las críticas y alabanzas de los demás como si fueran un
veneno debilitador.
Olvidan que también este golpe de
péndulo tiene contraindicaciones. Prácticamente podríamos decir que nos
convertimos en humanos gracias a la interacción con nuestros congéneres. Pero
que tampoco se olvide que ser social no implica necesariamente ser gregario.
Seguir a la masa como borregos es sólo una de las posibilidades. Aprendemos los
rudimentos de la conducta gracias a la aprobación o desaprobación de los otros,
de los progenitores, de los iguales, del Otro imaginado. No solamente a andar
con el tumbao que tienen los guapos al
caminar, también la moral imprescindible nace de estar pendiente del rostro
del que tenemos enfrente. Muy poca humanidad podríamos tener si no supiésemos
leer las expresiones de alegría y de disgusto que nuestros actos provocan en
los demás. Podríamos ser totalmente racionales y radicalmente crueles si no
entendiéramos que nuestro egoísmo causa dolor y que el altruismo se recompensa
con una mirada.
Y en eso estriba parte de la
dificultad de convertirse en humano. Por un lado deberíamos seguir la senda de
aprobación y desaprobación de los que nos rodean para aprender las habilidades
necesarias, desde freír un huevo a vestir correctamente tanto como medir las
consecuencias de nuestros actos e internarnos en los terrenos de la ética.
Pero, por otro lado, acatar la aprobación y desaprobación nos hace vulnerables,
dependientes de los demás. Nuestro amor propio está en manos de quienes no
siempre miran por nuestro bien.
Nuestra felicidad depende, en gran
medida, de cómo resolvamos este dilema. La metáfora de Schopenhauer de los
erizos ilustra sólo una parte de nuestro dilema. Los erizos tienen frío y por
eso se juntan, pero no pueden acercarse demasiado porque se clavarían las púas
del vecino. Pero no es sólo la necesidad de calor humano la que nos hace
acercarnos, también a ser erizo se aprende y el juicio de los demás sobre
nuestra conducta es básico para aprender a montar en bicicleta o a triunfar en
el tenis.
Si fuésemos capaces de pensar lo que
conviene en cada caso podríamos prescindir de la mirada del prójimo. Podríamos
comportarnos bien de manera autónoma y así llegar a la autosuficiencia. Pero,
ay, es muy complicado ser moralmente racional si no nos hemos educado entre los
demás y aprendemos qué conductas son facilitadoras y tienen resultados
positivos y cuáles muestran el enfado y el daño. Tampoco podemos estar siempre
pendientes de una recompensa en forma de aprobación social. Se trata, más bien,
de un entrenamiento.
De eso sabían mucho los estoicos. No
solo de que debemos aceptar las cosas tal como vienen y que no nos deben
afectar ni el triunfo ni la derrota, esos falsarios, también en el sentido de
que la senda para convertirse en humano es un entrenamiento continuo. No una
preparación para la muerte, sino un esfuerzo consciente de pensamiento y
actuaciones, de ejercicios espirituales y corporales.
Aunque eso, en manos del capitalismo
tardío, también tiene su reverso tenebroso en esa consigna olímpica de más
rápido, más alto, más fuerte que parece imperar en el mundo de la empresa, la
ciencia y el coaching personal. Has
de mejorar tu vida puede ser también el lema de quien siempre es un infante,
del que nunca es adulto.
La senda para tener cierto
equilibrio mental en la lucha entre la autosuficiencia y la vanidad es digna de
los mejores equilibristas de los circos mundiales.
Nada más difícil y que creo, sinceramente, que nunca llega a alcanzarse del todo, es ese equilibrio mental al que haces referencia en tu última frase, pues todo equilibrio se base en la justa dosis de determinados elementos que conforman la personalidad de cada uno de nosotros. Excelente, como es habitual, mi querido MAESTRO.
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