domingo, 17 de febrero de 2019

El guasap entre el centeno


La adolescencia y la juventud tienen merecida fama de períodos intempestivos y atormentados. Son momentos para hacer gala de rebeldía y desorientación. Acabado el paraíso de la infancia, se abren múltiples experiencias que pueden conducir hacia el conformismo o hacia la destrucción, con infinitos caminos intermedios. Al menos es lo que está establecido desde tiempos inmemoriales, al menos es lo que quiso la leyenda del romanticismo.
                No soy amigo de la nostalgia y por nada del mundo volvería a pasar por aquellos años. Estoy absolutamente seguro de que podría hacerlo aún peor. Admito que el deterioro físico es una excusa perfecta para añorar la juventud, pero volver a pasar por el calvario de hacerse adulto, no, gracias. Por más que fueran años complicados, los que ahora corren pintan aún peor. No les arrendaría las ganancias a los adolescentes con los que convivo veinticinco horas semanales.
                Vivir en los tiempos de las nuevas tecnologías se me antoja complicadísimo. Recuerdo que, cuando me peleaba con el Rubio, nunca pasábamos a mayores. Cualquier idiotez, cualquier desaire, cualquier zancadilla iba mitigando su efecto a lo largo de la tarde para, prácticamente, serenarse tras el sueño reparador. Ahora, gracias a la conexión absoluta, es difícil sustraerse de las rencillas que se multiplican y agrandan a lo largo de las tardes y las noches gracias a la jaula de grillos en la que se pueden convertir los grupos de guasap. Si los adultos tenemos dificultad en manejarnos cuando se crean para los padres de la clase de nuestros hijos, no quiero ni pensar cómo gestionan los adolescentes esa ira sin rostro, los comentarios, las pequeñas venganzas, las infamias repetidas sin control y sin empatía a través de las pantallas de los smartphones. No hay desconexión.
                La expresión vestirse de domingo tenía sentido en los tiempos cuando el momento se convertía en la ocasión oficial para la evaluación estética –y ética– de nuestra apariencia. Los instagramers viven en una evaluación constante. De su aspecto físico, por supuesto, y también de su actividad cotidiana que comparten, como nosotros compartíamos con nuestros iguales, pero ellos, con una audiencia mucho más amplia que muestra su conformidad o disconformidad. Es la cara más salvaje del homo suadens, de ese razonamiento visceral que nos hace encontrar lo aceptable o no aceptable según las reacciones de los demás. No tuvimos tanta presión de agradar, ni herramientas tan precisas para valorar hasta qué punto acertamos o no. Los adolescentes pueden hacer un ranking a través de los megusta de las publicaciones en las redes sociales.
                No es nueva la necesidad de expresar lo que sentimos, y muchos continúan utilizando el papel y la tinta, pero ahora, gracias al poder de la tecnología, instantáneamente se pueden compartir vídeos en los que opinamos sobre cualquier asunto, desde los videojuegos a las anécdotas de clase. Sumándole, además, el estilo histriónico en el tono de salida tanto como en los comentarios positivos o negativos. El poder de llegar prácticamente a cualquier rincón del planeta nos abre un expositor de nosotros mismos y nos deja a merced de quienes quieran apoyarnos y aplaudir, o rechazarnos y denigrar. Un gran poder exige una gran responsabilidad. La adolescencia se caracteriza, precisamente, por el fluctuante entrenamiento en la responsabilidad.
                No es cuestión de asustar con los peligros de la pederastia y el sexting, del chantaje y la adicción a las redes. El actual es un ecosistema mucho más salvaje, menos mediado por adultos que apenas podemos re-mediar las consecuencias.
                La autovigilancia constante, la exposición constante, la conexión constante dirigen la sociabilidad hacia un escenario tremendamente exigente y competitivo que se suma a la ya complicada transición al mundo de los adultos. Aprender las normas de cortesía se considera el ejemplo más paradigmático de la arbitrariedad necesaria en el contrato social adulto. La mítica rebeldía adolescente se dirigía contra ella en aras de una mayor franqueza e inmediatez, de rechazo a las caretas y la hipocresía. Sin embargo, con el tiempo y, por supuesto, con modificaciones, se va uno adaptando a estas normas del juego –o a otras– por la simple razón de que facilitan la convivencia. Ser Pipi Långstrump o Guillermo el Travieso tiene su gracia, y ciertamente algunos seguirán toda su vida desafiando las convenciones sociales –gracias a dios–, por eso hablamos del complejo de Peter Pan, y los eternos adolescentes, los adultescentes. El resultado será la gestación de normas sociales alternativas o el desconcierto becoming. Ese es el universo del adolescente, ahora, con la posibilidad de imitar infinidad de normativas diferentes surgidas en cualquier lugar del planeta.
                Se dan a elegir entre una multitud de nichos de comportamiento, que van desde el cosplay de imitación japonés a los hipster, de las más tradicionales reivindicaciones de lo propio hasta las modas de los guetos afroamericanos, seguidores de infinitud de series con su estética determinada. Además, sucediéndose a velocidad de vértigo, dividiéndose y subdividiéndose a una velocidad inimaginada para los que nos criamos en las tribus urbanas, que eran compartimentos más o menos estancos. Los punkis y los rockers, los pijos de chemise lacoste y los jevis, los catetitos y los modernos, fácilmente identificables y más o menos cerrados, con unas normas de comportamiento y una dictadura en los gustos que podía practicar el ostracismo a cualquier jevi que escuchara a los Stray Cats. El mosaico era reducido, ahora tenemos un puzle con miles de piezas que cambian con rapidez. Lo que pudimos aprender con revistas ahora cuenta con tutoriales muy específicos, todo un dispositivo foucaltiano de biopoder, en el que el control corporal y de apariencia crean modos de vida simultáneos, como miles de pomas en las espuma de las olas. No es de extrañar que los adolescentes acaben revoleados con fuerza, que se rocen con la arena o que pierdan la respiración.
                La presión social que deben aguantar no es sólo la del mundo adulto. Y sabemos lo complicado que es escapar a la maraña de exigencias y de futuros, de exámenes y de obligaciones, de falta de espacios de libertad. La presión social entre sus “iguales” –que no siempre lo son, que parecen en la pantalla de sus móviles iguales, pero que están orquestados por marcas de productos y servicios, tour-operadores, merchandising…– es brutal para adecuarse a los cánones desquiciados que están a su disposición.
                Con la poca madurez que da una deficiente comprensión lectora, tienen al alcance modelos de conducta en realities y no son conscientes de su manipulación. Sexólogos están alarmados de los problemas sexuales que se están presentando en individuos muy jóvenes que se han criado con el acceso a porno muy duro, que son incapaces de excitarse ante el cuerpo desnudo de alguien de su edad porque su imaginario se ha adecuado a las prácticas de una pornografía muy extrema, que recurren a drogas y a prostitución en una forma mucho más violenta que generaciones anteriores. El descubrimiento del sexo era el rito de paso más claro de la adolescencia, ahora puede tomar una deriva muy sórdida, que afecta por igual a chicos y a chicas de cualquier orientación sexual, aunque sea de manera sensiblemente diferente. Las chicas deben ajustarse a la excitación inmediata, a la sumisión a prácticas que antes se consideraban casi parafilias  al mismo tiempo de su iniciación sexual.
                Con la cabeza en las nubes y miles de estímulos presentes y no presentes, pero todos al alcance de sus manos. Literalmente, porque viven a través del móvil. Por no hablar del panorama laboral y vital tan siniestro que les espera. No sé si afortunadamente, la hiperestimulación los tiene desnortados y parecen inmunes al “No future”.
                Sin embargo, son pasto de pseudociencias, de mitomanías, de supercherías, de supersticiones y noticias falsas. A los adultos nos cuesta distinguir unas de otras, y siempre tenemos debilidad por ciertos gurús. No siempre distinguimos las fuentes fiables de las que no. Prueba de que es necesaria práctica y habilidad en el manejo de esta información está en la difusión de fake news y sensacionalismo. Son las personas mayores las que más credibilidad dan a los peligros y la indignación se expande rápidamente entre los que no están acostumbrados a la sospecha y una comprobación rápida en las redes. No es cuestión de estupidez, simplemente es una costumbre que se aprende.
                Los llamados nativos digitales no nacen con ese hábito y quizás tampoco tienen de quién aprenderlo. Se manejarán con los teclados mucho más rápidamente, pero se les van los dedos intentando aumentar el tamaño de las fotografías en papel, acostumbrados al uso de pantallas táctiles.
                Muy difícil crecer en los tiempos del guasap.

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