miércoles, 27 de febrero de 2019

Reseña de José Iniesta: ‘El eje de la luz’. Renacimiento. Calle del Aire. 2017.




Resultado de imagen de josé iniesta ejeEl valenciano José Iniesta nos hace partícipes en El eje de la luz de una espléndida madurez. La sensación predominante de serena admiración ante el mundo demuestra una capacidad poética –y personal– mayúscula para encontrar un sentido de belleza sublime en lo cotidiano, en lo humilde (“Qué poco necesito en este banco / de piedras cotidiana junto al muro /… / ¿Quién soy si ya no soy, / si soy la vida?”, Un granado en diciembre), en la memoria y en el paso del tiempo (“Qué libertad callar y ver la aurora / en este invierno nuevo de mis años”, En el puente). La luz que atraviesan los poemas trasciende en un gozo que no tiene nada que envidiar en intensidad al impacto emocional de la belleza como inicio de lo terrible. José Iniesta consigue transmitir un síndrome de Stendhal ante cada pequeña cosa, cada detalle de los sentidos, cada contemplación, sin dejar casi espacio a la anécdota o lo narrativo: “¿Qué nos quiere decir / esta alabanza humilde / de luz cierta y de tiempo, de nostalgia, / el cristal de esta fuga por el aire / que suena como lluvia / cayendo sobre el polvo y la memoria?” (La música viva). El paisaje domina los versos: jardines, acantilados, almendros, álamos en el río…“Estar sentado aquí es una fiesta / de profunda nostalgia y estupor. / La noche está callada / y nos escucha” (De noche en el jardín).
                Sabe Iniesta que la cualidad del mundo pertenece al que la observa, y que acecha la realidad no siempre amable y serena: “Hemos salido fuera y nos alcanza / el látigo del mundo en pleno rostro” (Los acantilados). No podemos negar la herencia del estoicismo, pero es un estoicismo místico el que nos brinda el poeta para el mundo: “Mientras gira la rueda del instante / se desvela la tierra en su armonía. / Qué júbilo avanzar en equilibrio / mientras mece la brisa de la tarde / la rama de ser vida en nuestro rostro” (En la bicicleta). El devenir de Heráclito es una lección que se in-corpora en el yo poético: “Hoy soy el movimiento, nada cambia” (En la bicicleta); “en este ir a la muerte de tan vivo” (Ser lo profundo). Sabiamente nos transmite su ansia de eternidad y asombro perpetuo. Ha conseguido una victoria esencial, la felicidad entendida como la posición de armonía con el universo: “¿Por qué me hace llorar en una esquina / esta belleza antigua / del patio amanecido, / y siento que soy yo entre las cosas, / y el fuego del minuto se hace eterno” (Madrugada de mayo); “Este es mi lugar. Estoy vencido / de sol y gratitud en este banco” (Tarde de agosto).
“¿Cómo es posible, dime,
en qué presente,
cuando nada le pido yo a la vida
que la vida me entregue lo robado,
este aroma que duele y se hace gozo,
la humildad del espino floreciendo
soberbio de belleza, tan hermoso?” (El espino blanco)
                Habría casi que remontarse al espíritu de Jorge Gillén en Cántico, “júbilo es la palabra” (Cantar la vida) más que a la Salutación del optimista de Whitman. Huye Iniesta de cualquier atisbo de grandilocuencia, su rincón es precisamente el opuesto: “aquí donde la vida se ilusiona / con los actos humildes / que no pretenden nada” (Madrugada de mayo). Comparte con José Mateos  y Sánchez Rosillo la delicada contemplación del paisaje así como la extraordinaria musicalidad de las composiciones basadas en gran medida en el uso de endecasílabos y heptasílabos  blancos.
                Bajo la atenta admiración, todo adquiere un simbolismo, la luz, el paisaje, la casa, el banco de piedra, el jardín…: “Contra el azul intacto / de fina transparencia / la nube de mi vida se me va / bajando en esta tarde silenciosa” (Una nube). La presencia de la metáfora de la luz, la platónica metáfora de la luz,  en la vida, lo que trasciende la vida, el amor, que es otro de los pilares del poemario. Una entrega gozosa: “estoy creciendo / hacia la luz por ti de las palabras” (El desayuno); “Nosotros por amor somos eternos” (Tener o no tener). Tampoco es extraña la mística religiosa en la poesía de José Iniesta: “No puedo levantarme, soy  del cielo. / Ungido de este barro que me acepta, / ya todo en mí es origen. Me retiro / flechado con mi voz, / soy lo lejano, // La nube silenciosa de mis vidas, / la nube de mi sangre que se va / y al fin desaparece / en la luz del poema” (Proteger la llama); “y no saber más nada mi anhelarlo / descubro un paraíso, / mi ignorancia” (La noche conmigo). La aceptación total, de la felicidad y del dolor: “No quiero guarecerme / de la felicidad” (Beben la lluvia);  “No hay dolor en la tierra que divisas” (Silencio en las viñas); “Y no querer más nada porque estoy / cada vez más desnudo, / a mi verdad sin mí, / frente a esta claridad del mediodía / derramando su luz sobre las cosas” (El viaje extraño).
                Nos entrega también unos emotivos recuerdo,  a su madre: “Y ahora tú no estás y voy hablando / contigo, / y no hay a qué llegar y me detengo / porque es hermoso el sueño de la vida” (Un lugar despoblado); a sus hijos: “Mi voz será la luz que es una cueva / sabrá daros la luz enamorada” (Los adioses); a su padre (Dos besos y el tiempo):
“Aquí somos la vida, a nada vamos.
Hoy escucho tu risa y todo canta.
/…/
No quiero más que tu alborozo.
Tus ojos sobre mí son la certeza
de que existo y estuve en el camino
al lado del amor y sus candados,
de que ahora soy el hombre que te entretenga
el oro que dieron
 la luz de las palabras.
/…/
Dichoso con tu mano entre la mía,
hoy evoco el suceso y el amor
del niño que yo fuera en otra noche” (Padre e hijo)


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