domingo, 16 de junio de 2019

A voces con la vocación


La profesión que ejerzo y que me da de comer también me da bastantes disgustos. Y r los sinsabores propios de la labor. Esos van incluidos en el sueldo. Al menos se supone. Uno tiene que hacer frente a múltiples injurias desde cualquier parte del espectro. Acabo de contestar de manera furibunda –en mayúsculas– a un bulo que aseguraba que las niñas –cristianas, se supone– tenían que recogerse el pelo y dejar las orejas al aire durante las pruebas de Selectividad mientras que no se molestaba a las musulmanas con velo. No es cierto, pero hay quienes sienten la necesidad de sentirse víctimas lanzando mierda sobre los demás.
                Otra de las injurias que más me sublevan es cuando cuestionan la objetividad y neutralidad de mi labor docente basándose en que soy progresista. Sí, soy de izquierdas. No tengo que pedir perdón, al contrario, estoy muy orgulloso de mis ideas. (También me las cuestiono, pero ahora no es el momento.) Se da por supuesto que voy a adoctrinar a los alumnos. Si fuera capillita o candidato de Ciudadanos estoy seguro que nadie pensaría que los contenidos de Iniciativa Emprendedora o la asignatura de Religión serían adoctrinamiento. Todos estos que denuncian adoctrinamiento lo que hacen es protestar porque no les dejamos adoctrinar a sus hijos a su gusto.
                Por supuesto que hay profesores que incumplen su compromiso ético, incluso los más elementales supuestos de su labor. Para eso están los equipos directivos, la inspección educativa y los padres que pueden iniciar medidas para que se corrijan. Todos estaremos más orgullosos de nuestra profesión si dejan de existir canallas e incompetentes ocupando puestos tan delicados como son los que tienen que ver con adolescentes.
                Sin embargo, hay otro asunto que me crispa y es la incansable insistencia en que esta es una profesión vocacional. Que quien no se sienta feliz cumplir cada día con su tarea debería dedicarse a otra cosa. La vocación es un invento casi religioso. De hecho, es en la religión donde tiene mucho más sentido la llamada de Dios. Sin embargo, ha tenido mucho éxito en las profesiones liberales, donde cada uno puede dedicarse a lo que le gusta, que afortunadamente, es lo que mejor se le da. Incluso Ortega y Gasset insiste mucho en la vocación como el elemento clave para sentirse realizado, integrado en el mundo y con la naturaleza de líder para las masas.
                No tiene mucho sentido hablar de vocación en profesiones como las de la limpieza, aunque indudablemente hay quienes disfrutan muchísimo teniendo todo en orden y reluciente. Uno puede valer para algo que no le guste. O, que suele ser más común, puede ser un horror en disciplinas que adora. Los que nos dedicamos a escribir sabemos a qué nos referimos.
                Sinceramente, lo que le pido a un profesor es profesionalidad. La misma exigencia que a un burócrata, un guardia de tráfico, un electricista. Porque necesito que las cosas funcionen, que los encargados de llevar a cabo una función la realicen con diligencia y con precisión. Me da igual que se levanten cada mañana con alegría, que disfruten con su trabajo o estén quemados. Personalmente me encantaría que todos los puestos estuvieran ocupados por personas que disfrutaran cada momento con lo que hacen, pero, mucho me temo, no es así ni para los afortunados que consiguen dedicarse a su “vocación”. Hay momentos de bajón, momentos de crítica y momentos de duda y flojera. Aun así, quiero que mi bicicleta esté bien arreglada, que haya agua en el grifo y que mi carta llegue correctamente a su destino.
                La vocación de los profesores es una manera muy sutil de pedirles una dedicación sobrehumana, que sean capaces de darles a nuestros hijos lo que nosotros mismos no somos capaces. Que puedan, a la par que enseñarles qué es la meseta o cómo se multiplican números complejos, les ilusionen, les motiven, les diviertan… Porque así vendrán menos frustrados a casa. Queremos que los traten mejor que bien, como si fueran únicos, que no les griten ni les llamen la atención. Ni siquiera somos los padres tan ecuánimes en el trato con nuestros hijos.
                Yo les pido a mis compañeros que traten de manera justa, que enseñen lo mejor posible, que le dediquen el tiempo que estimen necesario. No les pido que monten el número de la cabra ni que sean innovadores todo el rato. No les pido que sean cariñosos con mis hijos, solo que sean correctos. Que enseñen su materia y tengan en cuenta que los alumnos son personas en formación. Pero eso no significa que sean objetos de lujo que se vayan a romper con un suspenso, con una notita en la agenda o con una riña.
                Ahora bien, cuando yo me encuentro con profesionales como Begoña o Pepa en primaria, como Rafael o Juanjo en el Conservatorio, y tantos otros tengo que reconocer que su esfuerzo está por encima de lo exigible. Porque una cosa es ser profesional y otra, muy diferente y extraña, estar por encima de lo que es un buen profesor. Es el grado de la excelencia y eso hay que reconocerlo.
                Y deberíamos hacerlo cada padre para distinguir a los buenos profesores, buenos profesionales en general, de los que son excelentes, de los que se entregan mucho más de lo que quizás sea aconsejable para su salud mental. Si en un bar o en un restaurante premiamos una buena atención con una pequeña propina es porque distinguimos la atención profesional con algo que está por encima de la media. Cuánto más importante es reconocer la tarea de una persona que está bregando durante muchas horas en el año.
Hace poquísimo leí un artículo infame sobre los regalos de los profesores. Dentro de la moda de “se nos están yendo de las manos”, el autor –o autora, no recuerdo– ridiculizaba la tendencia a agradecer por sistema al tutor de primaria y todo el follón que se arma para poner de acuerdo a todos los padres. Me pareció un artículo un poco insultante por lo que se leía entre líneas y no estoy defendiendo la costumbre pretérita de tener un detalle “obligatoriamente” a quien hace su trabajo como debe hacerlo. Lo que creo que, en todos los casos hay que distinguir a quien se esfuerza más de lo que debe.
No lo digo por mi caso, que apenas si cumplo con mis obligaciones. No es una cuestión de corporativismo porque entiendo que hay mucho compañero con síndrome del burn-out que sigue cumpliendo sin aspavientos. Precisamente por eso mismo creo que los padres debemos poner los medios cuando los profesionales, en este caso profesores, no cumplen con su labor, cuando están por debajo de su obligación. Y por eso mismo creo que hay que reconocer el trabajo, el esfuerzo y el resultado de quienes están muy por encima del cumplimiento del deber. Aunque sea con un agradecimiento de palabra, o de un gesto.
Si no distinguimos esto corremos el riesgo de tomar la vocación como una manera de no pagar los esfuerzos extra y exigir un cumplimiento por encima del deber. Y eso, ni con las medallas.
               

1 comentario:

  1. Excelente artículo, mi querido amigo, y ello con independencia de que creo positivamente que alumnos más afortunados que los tuyos son escasísimos.

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