En uno de los memorables
episodios de Los Simpsons, el señor Burns replica cuando se le pide que cuide a
la madre naturaleza: “ella inició la lucha por sobrevivir y ahora quiere
renunciar porque está perdiendo”. Lo irónico y trágico de la afirmación es que
no dejamos de ser parte de la naturaleza. Y que pereciendo lo natural
pereceremos los humanos. La división radical entre lo natural y lo artificial
es fundamental para entender muchos de los prejuicios y los imaginarios que se
asocian a la idea del Bien y la Felicidad.
Pensamos que la naturaleza
representa el bien y que la actuación del ser humano lo deteriora y pervierte. Como
bien resumió Heidegger, somos destierro, lanzados ahí. La fábula que mejor
ejemplifica esta postura es la del Paraíso Terrenal y el pecado. Una nostalgia
hacia un mundo en el que no fuésemos sino animales, sin más preocupaciones, sin
mayores cuestionamientos morales. Porque la supuesta manzana no fue sino la
fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal. No es la ciencia –y su
corolario, la tecnología– la que motivó la expulsión del útero natural. Fue la
conciencia moral la que nos hizo pecar. La expulsión del paraíso es la manera
más asentada de la cultura occidental para contar, para recordar la conciencia
de que no somos naturaleza y que nos enfrentamos a ella.
Sin
embargo, y sin despegarse totalmente del mito primigenio religioso, la
Ilustración pretendió retornar a lo esencial y lo volvió a identificar con la naturaleza.
Incluso pretendió alcanzar la santidad mediante una religión natural que huyera
de jerarquías y costumbres. Un back to
basis que Daniel Defoe no supo expresar con rotundidad y, sin embargo, fue
tan expresivo. El hombre que vuelve a la naturaleza debe hacerlo con sus
conocimientos y con sus prejuicios y su moralidad y sus modales. Viernes, el
hombre natural, bueno, sencillo, inocente, estará siempre a sus órdenes.
Sólo
nos quedó del sueño de la Ilustración que la Razón produce monstruos. De los ideales
del progreso solo nos ha quedado la mitificación de la Naturaleza. Un ejemplo,
el yogur natural, como si los yogures crecieran en los árboles.
La
radical diferenciación entre naturaleza y humanidad se basa en la necesidad de
la técnica. La techné, el hábito, la
herramienta que nos hace despegar del horizonte de la sabana. Las manos
hicieron el cerebro. La capacidad de transmitir esa cultura y repetir las
soluciones tecnológicas otorgaron a los primeros grupos humanos la posibilidad
de sobrevivir, de ser más aptos. Comenzó la batalla contra la naturaleza.
Percibida dicha batalla desde fuera de la naturaleza, en lugar de hacerlo como
una afección autoinmune.
Cultura versus natura ha sido la arena de combate de filósofos, sociólogos,
pedagogos. Como si tuviera mayor influencia la altura o la base de un
rectángulo para el cálculo de su área. Sin embargo, el problema de la técnica
otorga al ser humano una perspectiva de poder que ha sido revelada con el paso
de los siglos. Somos capaces de dominar la naturaleza, desde el conocimiento de
cuáles eran las rutas de los animales y los prados de los frutos hasta la
domesticación del ganado y la siembra. La espera paciente de la semilla y el
cuidado hacia las reses proporcionaron alimento y seguridad a tan gran escala
que la población humana se duplicó.
El lenguaje
será la tecnología que más nos ha distanciado de la naturaleza, la que
posibilita la conciencia y la transmisión de la cultural, la que nos une como
grupo y como especie, la que acelera la evolución de las técnicas y la sucesión
trepidante de soluciones ante los problemas que plantea el sobrevivir. El
lenguaje nos hace sujetos –y, por lo tanto, nos sujeta–, y, paradójicamente
también nos sirve para recordar que seguimos siendo naturaleza y añorar lo que
nunca fuimos: seres conscientes dentro de la naturaleza. O fuimos seres
naturales o somos seres conscientes.
Ambas
posibilidades, la añoranza de la naturaleza y la soberbia de la tecnología y la
Razón son plenamente ideológicas. Soñar con el estado de naturaleza es el
inicio de cualquier desarrollo político, entendido como esencial al animal
humano, sin contaminaciones por parte de ninguna tradición o cultura. Confiar
en la tecnología no es más que dotar a quienes ponen en circulación dispositivos,
aparatos y métodos de organización del poder aséptico de la tecnocracia. Ambos
son burdos escondites para los intereses de quienes ya dominan el mundo y
aspiran a no tener que justificar ni sus actos ni la injusta división de la
sociedad.
Decía
Sloterdijk, y lo recordaba Jorge
de los Santos, que somos un fracaso como animales. Necesitamos ayuda de la
tecnología para desarrollarnos. Solo podemos sobrevivir gracias a la
tecnología. Pero esa minusvalía frente al ciervo que en pocos minutos se alza
sobre sus patitas, nos ha obligado a desarrollar –y después a depender– de unas
ortopedias que, a la postre, no sólo nos dan independencia, también el poder
para dominar a la naturaleza que nos parecía hostil. Hasta tal punto que nos da
el poder de acabar con el mundo y a nosotros con él.
A Gaia no
importa. Al universo no le importa. Pero a nosotros sí que nos debe importar la
naturaleza, porque vivimos en ella. En la lucha contra la naturaleza sólo
podemos perder. Si ella gana, perdemos. Y si la vencemos, habremos perdido
nuestro hábitat. Es tan perversa nuestra capacidad de reacción que nos vemos a
la vez dentro y fuera, viviendo con nuestro enemigo, desarrollando antibióticos
que se vuelven en nuestra contra, aparecen las superbacterias resistentes a las
que no seremos capaces de hacer frente. Modificamos la tierra con presas,
carreteras, fracking… y la naturaleza
se revuelve contaminada por nuestros propios desechos. La conciencia está
despertando, vacilante, débil, inconexa. Tendremos que poner nuestra tecnología
a su servicio y ayudar a la Madre Naturaleza, a la Pacha Mama a recuperar lo
que le arrancamos. Y quizás así, poseeremos la tierra y cuanto contiene, y, lo
más importante, seremos hombres.
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