Uno querría ser dueño de sus emociones, pero no. A uno le asalta la duda, le pica la curiosidad, le corroe la conciencia, le invade la pena. Somos meros objetos, blancos de todas esas entidades que hacen tambalear la ansiada serenidad, cima de difícil tránsito que se aleja como el horizonte. Nos zarandean la ira y el desánimo y, por mucho que nos insistan en que podemos dominar nuestras emociones, nos vemos incapaces una y otra vez, de no sucumbir a la alteración del ánimo ante una injusticia o de ahogar un grito de alegría. A lo sumo, con suerte, templamos un poco por control, un poco por educación, un poco por hipocresía social.
En general no hay problema, parecemos capaces de andar por la vida sin que los equilibrios hormonales y afectivos nos influyan demasiado. Al menos eso nos gustaría creer. En cambio, sí que somos capaces de advertir cómo los demás son poco duchos en el arte del control, se enfadan demasiado pronto y con demasiada intensidad, su alegría parece falsa de tan exagerada, su pena, casi fingida… Y, al contrario, recelamos de quienes mantienen una cara de póker ante las adversidades de la fortuna.
Nos gustaría ser estoicos. Y eso se entrena, hay que hacer ejercicios continuos y no estamos exentos de caer. El gran Marco Aurelio, cuyas notas todavía podemos leer con agrado y de las que podemos aprender, sucumbió al orgullo y erigió su columna sensiblemente más alta que la de su predecesor el emperador Trajano. El placer y la ira son compañeros que tendemos a aguar para hacernos más fáciles las relaciones con los demás, incluso más sencilla la conversación con uno mismo.
Otras veces preferimos abrazar la alegría. Y nos cuesta. Menos mal que la humanidad ha aprendido en las diferentes civilizaciones atajos para conseguir un estado de euforia. Las culturas han instaurado, no sin esfuerzo, la coordinación y sincronía entre grupos enteros en momentos determinados de antemano. Fiestas programadas para la alegría y el alborozo, regadas abundantemente con alcohol etílico diluido en sabrosas variedades, y, en no pocos casos, aderezados con sustancias cuestionadas por la autoridad. También es cierto que hay momentos en los que parece lógico que varios individuos coincidan en la misma sensación de entusiasmo, bien porque su equipo ha ganado un trofeo, o porque un par de ellos decide comprometerse ante la comunidad y la autoridad para toda la vida. De todas formas, por si acaso, no dejan de ofrecerse en estos momentos, las pequeñas ayudas de mamá y papá.
Tristemente hay fases en las que no es la alegría la que reina. Se corona la tristeza y el abatimiento, que, desgraciadamente, también tienen un alto nivel de contagio. ¿Quién puede decir que el dolor de un ajeno es demasiado? ¿Quién tiene la vara de medir la adecuada proporción de sufrimiento que le corresponde a un adiós, a una traición, a un golpe helado? Si la alegría es difícil de descifrar, mucho más complicado es desentrañar, literalmente sacar de las entrañas, el dolor ajeno.
La alegría del otro nos puede incomodar por excesiva, o puede ser objeto de envidia, pero, a fin de cuentas, no nos atañe en sí misma. Que los vecinos demuestren su alborozo no me quita nada, no me inquieta salvo que les tenga inquina o guarde en mi corazón el monstruo verde de los celos. En cambio, el dolor de los demás nos interpela de manera directa. La humanidad, es decir, lo que nos hace humanos consiste en gran medida, en la apreciación del dolor ajeno. Estamos predispuestos a atender el insufrible llanto del bebé porque precisamente se nos hace insufrible. Debemos estar pendientes de lo que a un congénere le ha herido para no pasar por el mismo trance. Hay muchos más vocablos para distinguir grados de dolor, enfado, tristeza, decepción que para la alegría o simplemente para demostrar que la vida sigue igual.
De las pocas cosas que todavía admiro de Rousseau está su perplejidad ante una sociedad en la que nos alegremos del mal ajeno. Es sorprendente que podamos reírnos con colecciones de vídeos en los que se acumulan golpes, caídas, catástrofes. Es más sorprendente aún el triunfo de los realities que se basan en dosificar el sufrimiento de los participantes. Cientos de miles de espectadores están pendientes de cómo unos hacen sufrir a otras y otras les devuelven la jugarreta.
Nada más humano que solidarizarse con el sufrimiento de alguien. La empatía, dicen, es ponerse en el lugar del otro, comprender su dolor o su alegría, sus motivos y sus decepciones. Para una sociedad democrática, en realidad, no hace falta que todos seamos empáticos, sino que nos tengamos respeto. Más aún, debemos tener respeto precisamente con aquellos con los que nos cuesta tener empatía. Respeto no quiere decir darles la razón o ser condescendientes perdonavidas. Respeto es aplicar el mismo rasero legal tanto si nos gusta como si no nos gustan los comportamientos. Respeto es tratar con dignidad a un delincuente cuando es preso o condenado, y no deberíamos, sin embargo, ser empáticos con su crimen.
Pero, si lo que nos hace humanos es ese hilo interior que nos tira cuando vemos un semejante que sufre, ¿cómo podemos cuestionar que se actúe mostrando esa solidaridad? Ya ha pasado el tsunami informativo alrededor del falso ataque en Malasaña. Afortunadamente no fue ningún asalto de una banda de homófobos encapuchados, y es lógico que mostremos nuestra indignación ante la falsedad de quien intentó escabullirse de un problema personal metiéndose en otro muchísimo peor. Lo que me parece una barbaridad es criticar a quienes se movilizaron para mostrarse cercanos a la supuesta víctima: las asociaciones del colectivo de gays y lesbianas, muchas otras del tejido civil y, por supuesto, las fuerzas de seguridad comandadas por el ministerio de interior.
Si no somos capaces de movilizarnos por un ataque como el que se produjo, ¿qué clase de sociedad somos? Si nos mantenemos cautos y no respondemos como un resorte –pacífico, cívico, democrático–, ¿qué nos espera ante las injusticias? Imaginemos que la policía o el ministro de interior se hubiese colocado de perfil hasta esperar confirmación, ¿de qué se le hubiera tachado? Este no fue un arranque de ira divina del Estado contra no sé sabe qué homófobo; no fue una excusa para encarcelar a los judíos o para aprobar una ley que recortara libertades cívicas. La policía no dejó de investigar lo que le pareció poco congruente, siguió las pistas más sospechosas y en menos de 72 horas supo dar con la respuesta. ¿Qué tipo de instrumentalización política fue esta? ¿De qué nos estamos lamentando ahora?
Sinceramente, si no somos capaces de movernos del sillón ante el anuncio de un ataque de encapuchados –como sí nos movimos ante un fingido secuestro etarra–, nuestra sociedad estará abocada al desastre, a la insolidaridad, a la atomización. Y si ya tenemos pocas oportunidades, divididos, no tendremos ninguna.
Y nos van avisando escuadrones en desfile con manos alzadas al modo romano.
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