Hilario Barrero tiene recientes la edición de su poesía reunida en Tiempo y deseo (Libros del Aire, 2021) y la antología y traducción de Walt Whitman, Camaradas (Impronta, 2021). Para redondear, la revista Atonaal mima una entrega exquisita de poemas sobre la vejez. Quienes se sumerjan en la intensa poesía del neoyorkino más toledano sabrán que es una constante de la presencia de la decadencia y la amenaza de la muerte (del deseo, de la juventud, de la vida). Estos siete poemas se revuelven fieramente hacia el pasar el tiempo con la persona amada, hacia la dolorosa conciencia de cómo se van transformando los cuerpos y los espíritus: “Ahora que somos dos sombras / que tropiezan con muebles y recuerdos / esperando que llegue la ambulancia / que se lleve a uno de los dos / y que vuelva la noche” (I).
La nostalgia de las noches de ardiente deseo provocan una mezcla profunda de herida y rabia: “¿Dónde se oculta el crack, dónde el chasquido, / en qué gruta se esconde la saliva, baba, encaje / y forro de las sombras, jugo para el sabor del beso?” (II). Son los momentos de hacer inventario y lamentarse por las ocasiones perdidas, por los miedos, por las cautelas: “Tanto tiempo amándonos a oscuras sin saberlo, / tanto tiempo desnudos sin que nadie nos viera, /…/ ¿De qué nos sirve ahora que ya es tarde / el haber mantenido cerradas las puertas de la noche, / amar sin respirar, oyendo a las ovejas llegar al matadero, / si no pudimos detener el tiempo?” (III).
Hilario Barrero posa su mirada, esa que habita entre las páginas de sus diarios, en los detalles, no en aquellos puntos de no retorno, no los brillantes y singulares, sino en aquellos, más elocuentes, que narran las historias y resumen los estados de ánimo: “Hay un desorden que crece entre los libros. / Un brusco desconcierto en el lecho revuelto: / cada noche dejamos a los pies el cobertor / preparados y en guardia por si llega la muerte” (IV). Una poesía en la que no hace falta subrayar con adjetivos, la vida pasa sin banda sonora, el tiempo corre sin subtítulos: “En mis arrugas y pellejos y en mi rasgado corazón / están todos los réquiem, las heridas, / los temblores y los últimos gestos al partir” (V). El poeta destila los versos como quien separa del paso de los días el destello fugaz de lo que importa.
La vida del poeta, sabemos, transcurre entre dos orillas. Del lado de allá quedan los recuerdos de las clases, de los vecinos, de todos los caídos en la terrible amenaza que llena tantos poemas de su trayectoria. Del lado de acá se recuperan los recuerdos de uno de los momentos esenciales: “En el verano del 71 te esperaba / al borde de la noche / sin saber si debía subir a tu nave / que pudiera llevarme más allá de la Estigia. /…/ Y yo, vacío, torpe, con los ojos abiertos, / tener tus labios a mi alcance y no saber besare. / Fue un milagro que te quedaras para siempre” (VI). En la poesía de Hilario Barrero la muerte se identifica tanto con el amor como las brasas, no debe extrañarnos que la llama sigua viva después de toda una vida: “Sí, no lo niego, después de la primera noche, / pensé que también sería la última. /…/ Lázaro se había llevado la llave del sepulcro” (VII).
Son estos siete poemas de gran intensidad lírica y son, por así decirlo, una invitación que nos hace a un mundo particular en el que, parafraseando otro poema suyo, dos llamas podrán hacer un solo olvido.
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