domingo, 26 de septiembre de 2021

Bruja


Todos, creo, somos conscientes de lo bronca que se ha puesto la actividad parlamentaria, la actividad política en general. Quienes peinamos canas quizás recordemos las salidas de tono de algún parlamentario, que igual que admiraba a Machado, insultaba al presidente del gobierno comparándolo con un tahúr del Misisipi. O aquel justificadísimo “váyanse ustedes a la mierda” de aquel otro que atravesó España con una mochila. Una parlamentaria socialista enumeró una veintena larga de insultos que había recibido el gobierno en una sesión durante el confinamiento. Lástima que ella misma también incluyera una descalificación en su discurso, mermando, quizá no la razón, pero indudablemente altura moral para el reproche.

A lo mejor todo es un efecto secundario del confinamiento y las restricciones de la pandemia, que nos han puesto a todos un poco tensos. Eso se comprueba en la calle entre ciudadanos de a pie y motorizados. Quizás, desgraciadamente, se trate de una nueva manera de hacer política en la que montar la gresca sea la forma de provocar atención, poner nervioso al adversario y embarrar los debates. A cierto presidente le funcionó en la primera ocasión y no en la segunda, mientras que a divos de la radio patria les está dando réditos desde hace décadas.

El caso es que los insultos son cada vez más soeces y fuera de lugar. Creo, y es una opinión personal y discutible, que no es lo mismo gritarle al presidente del gobierno “socialcomunista” o “proetarra”, por muy graves que puedan ser las acusaciones, que llamar a un compañero de hemiciclo “borracho”, “gritona” o “bruja”. Aunque entre los primeros epítetos pueda haber alguno constitutivo de delito, como “corrupto”, y pueda ser objeto de la correspondiente querella para preservar el honor, saltar al terreno personal y tabernario significa abandonar cualquier atisbo de cortesía parlamentaria, de modales. Mucho más que aparecer en camiseta, creo yo.

No hay delito en ser bruja. Para empezar porque no existen las brujas. Pero las razas no existen y sí que sufrimos el racismo. Vayamos un poco más allá. El apelativo “bruja” tiene unas connotaciones mucho más amplias que las referidas a prácticas ancestrales de hechizos y conjuros. Una mujer es una bruja cuando utiliza malas artes en su quehacer, no porque coma niños o vierta en un puchero hígados de sapo. Y es, precisamente, un insulto únicamente aplicable a las mujeres. No se utiliza contra los varones ni existe un término equivalente. Sinónimos femeninos sí que hay, como harpía.

Esto me llevó a preguntarme sobre la posibilidad de insultos solo aplicables a los varones. No se me ocurrió ninguno que no tuviera que ver con la identificación con lo femenino. Efectivamente, si un niño es una “nenaza”, o alguien demuestra poco valor y se convierte en un “mariquita” estamos dando por supuesto que es indigno para un varón parecerse al estereotipo de género para las mujeres. Parte del desprecio a la homosexualidad masculina reside en la concepción del sujeto homosexual como “mujer” en las relaciones sexuales y en el comportamiento diario. Un tipo que practica sexo oral con otro tipo está asumiendo un rol femenino. Por eso, en el pasado, había hombres que no se consideraban homosexuales si eran los “activos” en un coito con otro hombre.

El tema de los insultos es fascinante. Es un residuo de la cualidad mágica de las palabras. No solo es cuestión de hacer cosas con palabras, sino de hacer el mal con solo pronunciarlas. La ira que despierta un insulto, el dolor que provoca una palabra malsonante dedicada precisamente a una persona concreta es tal que puede ser penado judicialmente. Y eso tiene una dimensión mucho más real que el mero intercambio infantil de picardías, del que te librabas en una escalada de insultos o recurriendo a la rima o a gestos muy específicos.

Pregunté en las redes qué insultos podían aplicarse sólo a varones, pero que no estuvieran relacionados con la homosexualidad. Costó trabajo encontrarlos. Tulia Guisado me sugirió “cracandado”, difícilmente trasladable al femenino por cacofónico, pienso. Stewart Mundini recuerda “calzonazos”. Y es cierto, pero el insulto, como en “planchabragas” o “pagafantas” hace referencia a que el varón pierde su condición por obedecer a una mujer. No hay equivalente femenino como insulto. ¡Es un orgullo! La buena mujer es la que plancha los calzones y atiende a su hombre. No hace referencia a la homosexualidad, pero sí a la pérdida de virilidad ante una mujer, a la que debería someter en lugar de estar sometido a ella.

En un sentido similar, Juan Luis Márquez sugiere “pichafloja” o “picha corta”. Son insultos en la medida que cuestionan la hombría en su relación con la mujer. Son insultos hacia el varón porque no consuma. De todas formas hay equivalentes femeninos, como “frígida” –que quizás debería ser un insulto para el partenaire más que para la sufridora–-.

La racha la podemos continuar con los insultos que recoge César Rodríguez de Sepúlveda, que son los de “machirulo”, “heteruzo” o “señoro”. Debo confesar que no había nunca escuchado “heterazo”, pero está documentado: 1.060 resultados en google. Sin embargo, no tendrá el éxito mediático de su equivalente femenino. Feminazi alcanza los 1.150.000 resultados y una entrada en el diccionario de Google. “Marichulo” o “señoro” son los insultos dedicados por feministas a quienes se apalancan en una concepción tradicional de los roles de hombres y mujeres, es decir, los que presumen de heteropatriarcado como sentido común. De nuevo, son insultos que cuestionan las relaciones de género.

De hecho, solo he encontrado, y de la mano de la poeta Pilar Blanco, un epíteto aplicable solo a varones que no tenga que ver con su sometimiento o no al rol femenino. Es “cuñado”. Este es una figura muy comentada en los últimos tiempos, que se refiere a ese listillo que todo lo sabe y sienta cátedra, especialmente en la barra de un bar o asimiliable. Tiene soluciones básicas para todo y presume de su simpleza intelectual. Es un término bastante reciente, lo que dice mucho del lugar que los varones tienen las relaciones sociales. O quizás simplemente es una adaptación de los sabelotodos de toda la vida. Sin embargo, pensándolo bien, existe un calificativo tradicional muy elocuente para una mujer que se comporta como un cuñao, “marisabidilla”, que, además de la condescendencia del diminutivo, suele aplicarse a las que muestran ese conocimiento en el ámbito del cotilleo y cosas femeniles. Y, por supuesto, si una chica se muestra sabelotodo es difícil, muy difícil que encuentre marido.

Esto, claramente, son cavilaciones provisionales, con pocos días de reflexión, sin buscar documentación ni bibliografía, echando mano de la inteligencia y cultura de conocidos. Evidentemente no solo es la brecha de género, ni la política. Está el eje campo/ciudad (“cateto”, “dominguero”), está el eje de la inmadurez (“capullo”, “niñato”), del aspecto físico (“gordo”, “flacucha”), de la cultura (“inculto”, “empollón”)... como intenté una vez especular. Como recordaba acertadamente Ángela Ortiz Andrade, hay muchas palabras que cambian de significado y se convierten en insulto cuando las ponemos en femenino: zorro, lobo, hombre público, incluso brujo. Es pronto para sacar conclusiones, pero, por ahora, lo que sugiere el mundo del insulto es que está teñido de un machismo consolidado.

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