Hay colectivos
que adolecen de una falta de identidad muy preocupante, como el de los
andaluces, que arrastra una serie de tópicos que acaba por dejarnos en una
situación, cuanto menos, comprometida. El acento, las costumbres, el tono de
voz incluso están asociados a una determinada catadura moral de indolencia y
falta de seriedad. Eso es lo menos grave. En el mundo científico, que es
también humano, demasiado humano, también funcionan los prestigios sociales.
Para tener peso, una investigación tiene que estar presentada en inglés, tiene
que tener detrás una gran institución, también de habla inglesa,
preferentemente de Estados Unidos, Gran Bretaña o Canadá, aunque los
investigadores provengan de Sri Lanka, Rumanía o Albacete.
Hay profesiones que se han
convertido en estereotipos, como el taxista, símbolo patrio del “cuñao” que
todo lo sabe y arregla el país en quince minutos. El vendedor de verduras,
paradigma de los barrios bajos y el insulto soez. La bibliotecaria, solterona y
aburrida (único fallo que le encuentro a mi película preferida, Qué bello es vivir). De los maestros y
profesores se dice que tenemos muchas vacaciones y que nos falta formación. Se
nos acusa de ser reacios al cambio y que somos incapaces de adaptarnos a un
mundo digitalizado, que no estamos ofreciendo unos contenidos que ayuden a
nuestros alumnos a introducirse en el mundo del trabajo. Siempre nos quejamos
cuando nuestro hijo no es el alumno especial que es en nuestra casa, que no se
le ha tratado adecuadamente, que no se le ha echado la suficiente cuenta o que
se le ha exigido demasiado. Sólo los seleccionadores nacionales reciben menos
consejos.
Para compensar, quizás, existe el
corporativismo. Profesiones en las que nos cubrimos unos a otros los despistes
(“todos somos humanos”) y los abusos (“no vamos a estar siempre callando”),
porque los trapos sucios se lavan dentro de casa. Esta política, que en
principio, puede parecer sensata, tiene sus peligros, de los que somos
conscientes cuando nos toca estar en el otro lado de la mesa. Es cierto que cada uno tiene sus cadaundades y que cada maestrillo tiene su librillo, que la
variedad de estilos de enseñanza es saludable –como es saludable cambiar de
veneno y no atiborrarse siempre de la misma toxina–, pero debemos ser
escrupulosos en nuestra profesión y no echar balones fuera cuando nos critican.
De algunas cosas somos algo responsables, de otras, simplemente obedecemos a
disgusto, pero hay cuestiones en las que metemos la pata y hay que aceptarlo
así. Aunque luego haya que matizar y explicar las causas y las condiciones
–cosa que es diferente de la justificación.
Por estadística pura es imposible
que siempre estemos en lo cierto –como es a todas luces improbable, que nos
equivoquemos siempre. Tenemos que asumir cierta humildad y, sin fustigarnos,
hacer lo posible para que puedan existir cauces de rectificación en los malos
hábitos y las prácticas viciadas. Impresentables los hay en todas las casas, y
en mi profesión, tengo que confesar, he conocido a unos pocos. En ellos procuro
fijarme para no repetir esas ruindades y parecerme lo menos posible. También
debo confesar que disto mucho de ser un profesor modélico. No soy de los que
voy diciendo que aprendo de los alumnos todos los años, porque no es cierto. A
veces sí que admiro a muchos de los que se sientan en los pupitres, por su
inteligencia, por su destreza, por su bondad o su compromiso. Y lo digo
sinceramente. Otras, sin embargo, me deprimo viendo cuán distinto es el mundo
que ellos apuntan del que es el mío, cuán lejos está la cultura de los
prejuicios que van arrastrando, como arrastran los pies por los pasillos.
No creo que sea imprescindible la
vocación en una profesión, ni siquiera en esta. Vocación, además, es un término
que se usa para pagar miserablemente los esfuerzos más allá del deber –y del
sueldo. Sin embargo, aunque yo esté en esto, como decía Frank Zappa, solo por
la pasta, intento ser un profesional, hacer mi labor lo mejor posible con los
medios y las fuerzas que tengo, ser honesto e intentar hacer el menor daño
posible. Me atormenta mucho esto último, sobre todo cuando me siento a calcular
las notas finales. no soy dios, no sé distinguir quien es muy inteligente y no
necesita trabajar porque siempre es brillante del que se esfuerza calladamente
por las noches. No sé tanta psicología para catalogar desórdenes en alumnos que
a veces veo sólo tres horas a la semana. Mi intención es enseñar mi materia, ayudar
en su educación y siempre tener en cuenta que son personas, algunas muy
frágiles, que tienen que aprender a ser adultas.
Me duelen muchas cosas, las
decisiones injustas de la administración; la falta de empatía de algunos
alumnos o padres que llegan incluso a ser desagradecidos, incluso los que
tienen buenos resultados, porque uno no necesita palmaditas en la espalda, sólo
que no le apuñalen; la falta de rigor en los compañeros, porque yo estoy en su
mismo lugar y sé de las mismas dificultades, y sin ser un héroe, procuro
hacerles frente y no parapetarme en una prueba escrita como si fuera la ley de
dios tallada en roca; también la intransigencia de otros que no son lo
suficientemente flexibles como para cuestionarse decisiones y estilos que
arrastran durante años; me duele también no ser siempre el que me gustaría ser
y poderme mirar sin avergonzarme en el espejo por las mañanas.
Este curso me está matando. Menos
mal que tenemos muuuuuchas vacaciones.
¡Pobrecito! Estos días son los más duros, sin lugar a dudas, pero afortunadamente se nos van olvidando... hasta que llegan las pesadillas cuando va llegando septiembre.
ResponderEliminar¡Ánimo, amigo!
Gracias por desmitificar mi profesión un poquito. Y me gusta que nos veas distinto a los demás. Merci
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