Ya tuvimos un
adelanto de este poemario de Antonio Cruz –quien persiste en su labor
polifacética como editor, traductor y poeta– con En el abismo del Olvido (Cuadernos de Humo, 2017), también con las
enigmáticas ilustraciones de Hilario Barrero complementando esta fascinante
entrega.
Una de las herramientas poéticas más importantes de Antonio Cruz es
el sentido del humor y la ironía, aprovecha las referencias, clásicas y pop,
los tiempos desde la Antigüedad a lo pasado de moda hasta lo rabiosamente
actual, para descolocarnos a solas en el rin con sus poemas. Por ejemplo, un
contundente resumen y actualización del tempus
fugit que inicia el volumen dominado por la elegía. La localización, ironía
sobre E.M. Foster, ahonda en las preocupaciones que ya se anunciaban en la plaquette. Un ambiente asfixiante el de
una institución total que impregna su vocabulario, su Weltanschauung, su pasión: “la playa era un bisturí”…
Con un desgarro similar a Luna Miguel y en una posición
diametralmente opuesta a la aceptación de la fe de Jesús Montiel ante la
terrible cotidianeidad de la enfermedad. El mundo parece detenerse y cambiar su
órbita, todo tu universo acaba girando en torno a esa cama, mientras que, en
realidad, el mundo ahí fuera continúa su caminar indolente, como si no le
importara, como no le importa tu dolor y tu soledad: “solo los camareros
comprenden / lo que es el dolor y la soledad con una simple mirada” (Instantes de un 25 de enero). El mundo
se para, “a momentary lapse of a moment
(A.K.A. Avenida Biopsia)”, o desearíamos que parase: “todo necesita de
tiempo y espacio” (Nausea). Claustrofóbico
y existencialista: “Esta vida sin ti solo sería resistir” (Sin), “ya no soy yo, o jamás lo fui, / o nunca he sido” (Ego). Y es que la enfermedad del otro la
vives como tu propia vida: “y al mirar / la cicatriz veo mi propia llaga” (Siempre te dolerá). No como un
vaticinio, sino como el recuerdo de tu pasado que de cicatriz deviene llaga:
“es una sobredosis amarga de Pasado / (droga letal que deprime el sistema
nervioso / –y los médicos mienten culpando al alcohol–)” (No está / No soy). Los fantasmas que se avecinan desde el pasado y
para el futuro: “Pero nada puede hacerse: / simplemente esperar a que todo pase
/ y por su cuenta decida marcharse” (El
perro negro de ChurchilI).
Toma Antonio Cruz una primera
persona con la proximidad casi pornográfica hacia lo emocional. La distancia se
impone como terapia ante el miedo, la ausencia y el caos: “y siento el miedo de
no saber / si con la luz del día siguiente / yo mismo seré capaz de amanecer” (El caos y el miedo). Hay un miedo no
solo a la pérdida, sino, sobre todo, a ser capaz de vivir sobrellevándola. La
culpabilidad del superviviente al que no queda sino el delirio real o inducido:
“¿Qué es la vida sino una continua borrachera?” (Resaca).
Es un poemario nocturno y de
insomnios, y, con Antonio Cruz aprendemos que no está más claro si hay que
temer a la noche o al amanecer: “Son cuchillos hirientes las nubes, / al frío
anochecer / hundiéndose en los riscos: / el tiempo hiende otro día… / uno
menos. Ya más cerca” (Largo atardecer).
No nos equivoquemos, la pérdida que
se avecina no es sólo la madre, un amigo, es toda aquella que nos deja
desamparados, como nosotros quedamos desamparados al marcharnos: “Incluso
cuando ya no esté en tu vida ni yo en la mía, / y me olvide, también te
perdonaré/ que te marches / de mi lado, de la cama de la que cada noche me
destierras, / ese reino de payasos y dragones que gobiernan” (Te perdonaré). Antonio Cruz es
consciente de que el periodo en suspensión luego viene acompañado de un punto
de no retorno, de ausencia inamovible cuando no queda otra que cicatrizar: “Y
así me alejo en silencio para dejar atrás / el ensordecedor ruido de los vivos”
(Sutura).
El miedo de ser padre como la
crónica de una ausencia anunciada: “En un instante la brisa ha golpeado las
plantas secas / y de un plumazo el viento me ha hecho desaparecer / cayendo a
un abismo sin fondo / en el que sigo y sigo revoloteando” (Ave de paso). Este libro es la confirmación de la plaquette, continúa la exploración de la
vida que queda tras la muerte y la enfermedad, la perspectiva de un eterno
ciclo que las distintas generaciones están condenadas a sufrir: “A esto se
reduce lo que vale la vida” (Lo que vale
la vida).
La última parte es una investigación
sobre las posibilidades expresivas del lenguaje para la expresión del dolor, la
muerte y la ausencia: “es esa palabra que busco / lo que me mata”, “E incluso
hoy que no está / huelo las cáscaras de las mandarinas / que en el invierno el
fuego devoraba”, “La mayor sensación de abandono / es la quietud de esas
cenizas / del fuego consumido de la chimenea, / que me miran reflejando / lo
que el futuro me espera”, “Crece junto a la vid de la vida / un rastrojo de
muerte”. Adopta un tono, a veces, deudor de los Proverbios y cantares
machadianos, “no es ya voz el eco / de lo que fue voz es / sonido que pasó / y
ya no es / sino / hálito muerto”
“el poeta marca el
Límite
del lenguaje palabra
un hueco
la poesía no es un
barrote
no una celda el
poema frontera
yo sí mi propio preso” (Límites)
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