La película de Amenábar y la
exhumación de los restos de Franco vuelven a poner de actualidad un tema que no
se termina de ir del todo de la realidad doméstica. Los inicios de la guerra
civil y las consecuencias de ésta, la dictadura franquista no han tenido, por
ahora, el sosiego necesario para valorar y dejar posicionarse a los individuos
al margen de las hinchadas políticas de cada grupo. Leo que el 70% de los
votantes del PP están en contra de la retirada del cadáver de Franco del Valle
de los Caídos. Me resisto a pensar que el 70% de los votantes del PP sean
franquistas, supongo, como he repetido muchas veces, que es su empecinamiento
en no darle la razón a la memoria histórica, izquierdosa y progre. Sospecho que
los argumentos elaborados como consignas van calando poco a poco en la
población a partir de los medios. Porque, si es verdad que les da igual a la
mayoría de los españoles dónde esté enterrado Franco o los nombres del
callejero, ¿a qué viene tanta negativa, tantas pegas y recursos en los
tribunales? A veces, es más importante no darle la razón al contrario que ser
demócrata y rechazar una dictadura.
Y
en esta pugna no faltan los nostálgicos, algunos conscientes de que con Franco
se vivía mejor, en parte porque tenían 40 años menos y los huesos y la próstata
no se hacían notar, no duelen los lugares donde antes solíamos jugar, que decía
Leonard Cohen. Las sucesivas oleadas de crisis económicas tampoco ayudan a
tener claridad de ideas ni memoria de los momentos tan tenebrosos de la
posguerra. Muchos, con el sincero afán de rebajar la bondad de la izquierda,
recuerdan (o inventan, tanto da) los logros de la dictadura, que si las
vacaciones pagadas, la seguridad social, la paga extra, o la falta de
inseguridad ciudadana. Se olvidan los orígenes anteriores de muchas de esas
instituciones y la menor concentración de población que hacía de los pueblos
unos lugares idílicos donde las comunidades se conocían y se ayudaban todos
entre todos.
Y
es que, en cualquier régimen, por muy dictatorial que sea, se pueden encontrar
rasgos positivos. Incluso entre los jemeres rojos podríamos rastrear algún
decreto que favoreciera a campesinos, en el estalinismo más cruel, las
viviendas obreras que impresionaron al mundo, en el nazismo leyes que protegían
los bosques… Franco no fue malo porque todos sus actos fueran perversos
–muchísimos claro que sí–, sino porque una dictadura es perversa en sí. Y, para
mantenerla, hizo uso del terror constante y el control de los instrumentos del
Estado en su propio beneficio y el de los suyos. Que existiera Estudio 1 en Televisión Española no
compensa las penas de muerte que firmaba con la modorra de la sobremesa.
De
manera análoga, no significa que todos los republicanos fueran santos, que por
ondear una bandera tricolor uno tuviera acceso a la bondad universal. En nombre
de la fraternidad internacional quemaron y asesinaron a muchísimos inocentes y
que el otro bando superara con creces este terror rojo no compensa, nunca
compensa la barbarie. Enfrentar los crímenes de unos con los de los otros, sin
embargo, puede parecer un intento de justificar, o al menos, de contemporizar
con la dictadura.
Está
claro que el gobierno de la República tuvo que enfrentarse a múltiples
opositores, de uno y otro bando, que se sublevaron en diferentes ocasiones, que
interfirieron intereses contrapuestos y ayudas internacionales de todo signo.
Sin embargo es de justicia señalar las diferencias entre uno y otro bando, no
todas las violencias fueron iguales y no todos los gobiernos se enfrentaron a ellas
con la misma intensidad. Alguno intenta justificar el fin de la república con
el viejo dicho de que entre todos la mataron y ella misma se murió, eliminando
la responsabilidad del Alzamiento nacional. No digo siquiera aquellos
revisionistas que hacen terminar el régimen republicano en 1934, por mucho que
se compruebe que las derechas se pudieron presentar a las elecciones de 1936.
Creo
que parte del problema está en la posición que tenemos 80 años después del
conflicto. El enfrentamiento entre los bandos durante la República no es una
cuestión de diferencias ideológicas. Es mucho más profundo. No se trata de una
tertulia televisiva donde dialécticamente se atacan y se ridiculizan. Hay
intereses muy esenciales. Cuando los jornaleros ocupaban tierras no defendían
un equipo de fútbol frente al vecino, estaban enfrentándose al hambre
literalmente. Las condiciones de vida de gran parte de la población estaban muy
al límite, con una desigualdad tremenda que ahora, en el siglo XXI no
alcanzamos a comprender.
Considerar
la guerra civil como un enfrentamiento meramente ideológico es como discutir
sobre prostitución a partir de Pretty
Woman. No se trata de comprobar la impericia dialéctica de Azaña o Gil
Robles, ni los excesos verbales de Primo de Rivera o de Enrique Líster. Fue una
lucha en las que unos defendían su vida y otros sus privilegios. Así de crudo y
panfletario. El pistolerismo, las huelgas salvajes, las bombas anarquistas no
son meras cuestiones de salón, respondían a una prisa vital. La clase acomodada
nunca comprendió esa imperiosa necesidad. Ortega, Unamuno pensaban en una
república platónica en el sentido más común de la expresión, un régimen en el
que se pudiera ir, paulatinamente, ganando en libertades después de haber
sufrido la dictadura de Primo y el desconcierto de la Restauración. Sin embargo
había urgencia en la Reforma Agraria, no por empecinamiento ideológico, sino
para acabar con el hambre en el campo. Las leyes de Términos municipales o de
Laboreo forzoso responden a esta penuria. Pero no es una historia de buenos y
malos.
Eso no
justifica torpezas en la gestión ni las luchas fratricidas dentro de los
propios partidos en el gobierno. No justifica las desdeñosas palabras con las
que se calificaban unos a otros. Simplemente, no podemos entenderlo desde
ahora, cuando las opciones entre el PSOE como partido de izquierdas o el PP
como derecha, están descafeinadas, prácticamente no hay diferencia en sus
políticas. Por eso quizás sean los emblemas los que pueden identificarlos, que
si las banderas, que si el matrimonio igualitario, la conciencia ecológica, la
flexibilización del mercado laboral o la excelencia educativa. Pero, son tan
mínimas las diferencias que extrapolamos estas diferencias de criterio sin
escalas al convulso mundo de los años de la Gran Depresión, creyendo que las
diferencias entre Largo Caballero y Gil Robles son equiparables a las de
Sánchez y Casado. Ese es, por ejemplo, uno de los defectos que encuentro a la
excelentemente interpretada Mientras dure
la guerra. Preferimos, por ahora, Pretty
Woman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario