domingo, 27 de octubre de 2019

A vueltas con la guerra civil


La película de Amenábar y la exhumación de los restos de Franco vuelven a poner de actualidad un tema que no se termina de ir del todo de la realidad doméstica. Los inicios de la guerra civil y las consecuencias de ésta, la dictadura franquista no han tenido, por ahora, el sosiego necesario para valorar y dejar posicionarse a los individuos al margen de las hinchadas políticas de cada grupo. Leo que el 70% de los votantes del PP están en contra de la retirada del cadáver de Franco del Valle de los Caídos. Me resisto a pensar que el 70% de los votantes del PP sean franquistas, supongo, como he repetido muchas veces, que es su empecinamiento en no darle la razón a la memoria histórica, izquierdosa y progre. Sospecho que los argumentos elaborados como consignas van calando poco a poco en la población a partir de los medios. Porque, si es verdad que les da igual a la mayoría de los españoles dónde esté enterrado Franco o los nombres del callejero, ¿a qué viene tanta negativa, tantas pegas y recursos en los tribunales? A veces, es más importante no darle la razón al contrario que ser demócrata y rechazar una dictadura.
                Y en esta pugna no faltan los nostálgicos, algunos conscientes de que con Franco se vivía mejor, en parte porque tenían 40 años menos y los huesos y la próstata no se hacían notar, no duelen los lugares donde antes solíamos jugar, que decía Leonard Cohen. Las sucesivas oleadas de crisis económicas tampoco ayudan a tener claridad de ideas ni memoria de los momentos tan tenebrosos de la posguerra. Muchos, con el sincero afán de rebajar la bondad de la izquierda, recuerdan (o inventan, tanto da) los logros de la dictadura, que si las vacaciones pagadas, la seguridad social, la paga extra, o la falta de inseguridad ciudadana. Se olvidan los orígenes anteriores de muchas de esas instituciones y la menor concentración de población que hacía de los pueblos unos lugares idílicos donde las comunidades se conocían y se ayudaban todos entre todos.
                Y es que, en cualquier régimen, por muy dictatorial que sea, se pueden encontrar rasgos positivos. Incluso entre los jemeres rojos podríamos rastrear algún decreto que favoreciera a campesinos, en el estalinismo más cruel, las viviendas obreras que impresionaron al mundo, en el nazismo leyes que protegían los bosques… Franco no fue malo porque todos sus actos fueran perversos –muchísimos claro que sí–, sino porque una dictadura es perversa en sí. Y, para mantenerla, hizo uso del terror constante y el control de los instrumentos del Estado en su propio beneficio y el de los suyos. Que existiera Estudio 1 en Televisión Española no compensa las penas de muerte que firmaba con la modorra de la sobremesa.
                De manera análoga, no significa que todos los republicanos fueran santos, que por ondear una bandera tricolor uno tuviera acceso a la bondad universal. En nombre de la fraternidad internacional quemaron y asesinaron a muchísimos inocentes y que el otro bando superara con creces este terror rojo no compensa, nunca compensa la barbarie. Enfrentar los crímenes de unos con los de los otros, sin embargo, puede parecer un intento de justificar, o al menos, de contemporizar con la dictadura.
                Está claro que el gobierno de la República tuvo que enfrentarse a múltiples opositores, de uno y otro bando, que se sublevaron en diferentes ocasiones, que interfirieron intereses contrapuestos y ayudas internacionales de todo signo. Sin embargo es de justicia señalar las diferencias entre uno y otro bando, no todas las violencias fueron iguales y no todos los gobiernos se enfrentaron a ellas con la misma intensidad. Alguno intenta justificar el fin de la república con el viejo dicho de que entre todos la mataron y ella misma se murió, eliminando la responsabilidad del Alzamiento nacional. No digo siquiera aquellos revisionistas que hacen terminar el régimen republicano en 1934, por mucho que se compruebe que las derechas se pudieron presentar a las elecciones de 1936.
                Creo que parte del problema está en la posición que tenemos 80 años después del conflicto. El enfrentamiento entre los bandos durante la República no es una cuestión de diferencias ideológicas. Es mucho más profundo. No se trata de una tertulia televisiva donde dialécticamente se atacan y se ridiculizan. Hay intereses muy esenciales. Cuando los jornaleros ocupaban tierras no defendían un equipo de fútbol frente al vecino, estaban enfrentándose al hambre literalmente. Las condiciones de vida de gran parte de la población estaban muy al límite, con una desigualdad tremenda que ahora, en el siglo XXI no alcanzamos a comprender.
                Considerar la guerra civil como un enfrentamiento meramente ideológico es como discutir sobre prostitución a partir de Pretty Woman. No se trata de comprobar la impericia dialéctica de Azaña o Gil Robles, ni los excesos verbales de Primo de Rivera o de Enrique Líster. Fue una lucha en las que unos defendían su vida y otros sus privilegios. Así de crudo y panfletario. El pistolerismo, las huelgas salvajes, las bombas anarquistas no son meras cuestiones de salón, respondían a una prisa vital. La clase acomodada nunca comprendió esa imperiosa necesidad. Ortega, Unamuno pensaban en una república platónica en el sentido más común de la expresión, un régimen en el que se pudiera ir, paulatinamente, ganando en libertades después de haber sufrido la dictadura de Primo y el desconcierto de la Restauración. Sin embargo había urgencia en la Reforma Agraria, no por empecinamiento ideológico, sino para acabar con el hambre en el campo. Las leyes de Términos municipales o de Laboreo forzoso responden a esta penuria. Pero no es una historia de buenos y malos.
Eso no justifica torpezas en la gestión ni las luchas fratricidas dentro de los propios partidos en el gobierno. No justifica las desdeñosas palabras con las que se calificaban unos a otros. Simplemente, no podemos entenderlo desde ahora, cuando las opciones entre el PSOE como partido de izquierdas o el PP como derecha, están descafeinadas, prácticamente no hay diferencia en sus políticas. Por eso quizás sean los emblemas los que pueden identificarlos, que si las banderas, que si el matrimonio igualitario, la conciencia ecológica, la flexibilización del mercado laboral o la excelencia educativa. Pero, son tan mínimas las diferencias que extrapolamos estas diferencias de criterio sin escalas al convulso mundo de los años de la Gran Depresión, creyendo que las diferencias entre Largo Caballero y Gil Robles son equiparables a las de Sánchez y Casado. Ese es, por ejemplo, uno de los defectos que encuentro a la excelentemente interpretada Mientras dure la guerra. Preferimos, por ahora, Pretty Woman.

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