De algunos filósofos recordamos,
o deberíamos recordar, sus palabras antes que sus actos. Pienso en Rousseau,
con todo lo que ha llovido desde entonces. El Rousseau de la voluntad general
padre del anarquismo y del totalitarismo estalinista. El Rousseau del contrato
social. El Rousseau que paseaba en solitario. En parte porque no lo soportaba
apenas nadie. El hipócrita que robó una cinta y acusó a la sirvienta para luego
“justificarse” aduciendo que estaba enamorado de ella y por eso su nombre saltó
a su boca. Poco le importó que la despidieran como poco le importó que a sus
hijos los criaran otros. Juan Jacobo, abanderado de la educación natural que
tanto ha inspirado a los pedagogos y tanto bien ha podido hacer. De entre sus
párrafos podemos entresacar el consejo de no infringir castigos, sino dejar que
las consecuencias naturales sigan su curso. La idea intentaba sustraer a los
infantes de los peligros de la sociedad. Porque ya sabemos que el hombre es
bueno por naturaleza y es la sociedad y sus normas quien lo corrompe.
Muchos
creen a pie juntillas que la ausencia de acción es una buena manera de educar.
Y son muchos los que se creen en la obligación de educar a todos los demás. No
ya de discurrir juntos y aprender, o criticar defectos o ensalzar modelos. No,
se trata de hacer ver cuán detestables son las consecuencias en crudo. Se
creen, además, a salvo de ser buenos o malos. No dejan influencia. No son ellos
los que castigan o premian, se limitan a constatar las consecuencias, por muy
terribles o crueles que sean.
Se
aplica a los maestros a los que les duele en el alma redondear una nota, a los
que preocupa más una injerencia en las calificaciones que una buena educación.
Se pueden escudar en medias o en notas de exámenes, en cualquier artilugio
evaluador, pero nunca pueden evitar la subjetividad de ser quienes diseñan las
pruebas y luego las corrigen. Aquí tacho una pregunta entera, allí no doy
puntos porque falta una coma o no hay unidades. Nota final, un cero. Sin
paliativos. Así aprenden. Pero no soy yo
quien castigo, yo solo pongo lo que hay. Hay que dar un escarmiento, porque si
no lo hacemos, se acomodan los alumnos y no estudian.
Hay
un orgullo detrás de estos maestros de ser justos y rigurosos. Y así hay muchos
otros que pretenden dar lecciones en el mundo de la vida. Desprecian, como
estos maestros rígidos, cualquier programa de ayuda, cualquier consideración
hacia los efectos que pueda tener esa “cruda” realidad que tanto se han
empeñado en montar. Tienen la imagen del padre severo, no necesariamente
autoritario, pero inflexible en las normas. Si se cumplen, no hay alegría. Si
se saltan, llega el castigo como un resorte automático.
De
una manera similar se presenta una alergia por parte de ciertas ideologías a lo
que ellos llaman “ingeniería social”. Este eufemismo cubre cualquier tipo de
política redistributiva o solidaria. Quizás se apoyen en pensadores como Steven
Pinker o John Gray que no son capaces de distinguir entre los fascismos y los
totalitarismos de izquierda. Da igual las intenciones, todo intento de violentar
el normal desarrollo de la sociedad está abocado al infierno más absoluto. Quizás simplemente sean personas que quieran
dar una lección a quienes les importunan.
Importunan
todos aquellos que son necesitados, los inmigrantes que todavía no al conseguido
regularizar su situación y tienen que malvivir; importunan los que sí los han
logrado y copan los puestos de camareros; importunan los que se ponen enfermos
porque hacen subir la factura de sus impuestos. Y también importunamos quienes
pensamos que una sociedad tiene una responsabilidad con los más desfavorecidos,
quienes creemos inhumano pasar por encima de quienes están sin nada y
defendemos que debemos, entre todos, cubrir esa urgencia.
Ellos,
que están por encima del bien y del mal, no hacen las normas, no son los
responsables. Y como uno no es directamente responsable de quienes viven en las
calles, no tienen obligación de ayudarles. Quizás incluso tengan buen corazón y
colaboren con organizaciones caritativas, pero de ningún modo están dispuestos
a que institucionalmente el Estado se pueda dedicar a mejorar la vida de
quienes no tienen nada. Que aprendan las
consecuencias, y si aquí no pueden vivir, que no vengan y retornen a sus países.
Miran
por encima del hombro a todos los que pretendemos hacernos responsables de
quienes no tienen culpa de su situación, de quienes no pueden hacer otra cosa
que pequeños delitos. Sabemos que un país no puede soportar capas y capas de
pobreza, que lleva a la delincuencia, y que la única solución que ha funcionado
no pasa por echar los desechos a otra parte, sino por elaborar planes para que
tengan cierto acceso a la protección de la sociedad. Y no es fácil, como cuenta
magistralmente Sara Mesa en Silencio
Administrativo, acceder a esas ayudas que, si hacemos caso a la propaganda
de ciertos partidos, se otorgan de forma tan dadivosa y tan irresponsable.
Como
Rousseau, creen que intervenir es solo malcriar. Se malcría si se ofrecen
ayudas a la vivienda, si se conceden visados , si se les atiende en los centros
de salud, si se les salva de las pateras… Todo es peligroso para nuestra
sociedad porque se acostumbran, y, en lugar de aprender que en Europa no se
puede sobrevivir, se obstinan, como niños malcriados, en cruzar las fronteras,
aun con el riesgo de su vida.
No
vamos a entrar en si las vidas de quienes piensan así han tenido privilegios o
no, aunque muchos han tenido una posición porque sus padres les han podido
pagar sus estudios, o los han sacado de cualquier problema legal. Son buenos chicos, agente, se han emborrachado
y han destrozado mobiliario urbano, pero se portarán bien porque son de buena
familia. Este paragua no lo tienen quienes vienen sin familias. Si se
emborrachan, o si se drogan, o cometen pequeños hurtos, no tendrán abogados
pijos, ni la comprensión de que son jóvenes. Siempre serán vistos como
amenazas. Y cualquier ayuda sólo les hace irresponsables de sus actos.
Ellos,
como buenos padres y buenos maestros, se muestran rígidos y ponen el cero en la
vida. Este liberalismo de dejar hacer
a las fuerzas “naturales” del mercado y la desgracia es un liberalismo que
considera el escarmiento como una herramienta pedagógica. Si se mueren de frío,
no vendrán a nuestro país. Si no pueden pagar las medicinas, racionarán sus
visitas al médico. Si no tienen ayudas al alquiler no subirá la burbuja… El
castigo de Dios como método pedagógico insensible. Un método premeditado y
cruel.
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