“El miedo evita la
escritura” (X)
No se puede negar que la
peripecia vital del poeta Diego Quintero sea común. Nació en Taskent,
Uzbekistán par luego recabar en Costa Rica donde realizó estudios en su
Universidad Nacional y publicó su primer poemario, Estación Baudelaire (2015), que luego completará con este Tsken Soledad Ultra (2017). Este libro
de poemas supone una declaración de principios, a la vez manifiesto programático,
reflexión teórica y ejercicio práctico sobre cómo ha de entenderse la poesía.
El
desarraigo geográfico, temporal y psicológico se traduce en una especie de
tempo posmoderno, en el que el texto se intercala de imágenes y de historias.
En su primera parte, Cartografía del tiempo, van apareciendo historias de
personajes, Heredia, Zuckerberg, Erick, Ella que pululan en los poemas, imprescindibles
como meditación poética: “La mejor poesía no viene de los sueños, / los parte”
(II) y como incardinación personal: “Nací
al límite de la soviet donde los árboles, recuerdo las hojas, recuerdo, se
abrazaban a la tibieza de julio como las manos pequeñas y grises del recién
nacido (…). Taskent se olvida y avanza y se adhiere a la gangrena del tiempo” (II). Paralelamente se desarrollan los
argumentos y las reflexiones: “Nacemos /
sin un entendimiento certero / del azar: nombre dado a los objetos, los meses,
/ las emociones. Toca hacer estadística / Y nunca fui bueno” (VII, Ishahara).
Diego
Quintero entrelaza la biografía con el abismo insondable de la poesía, “En mis
adentros la violencia. En nosotros un amor telúrico a las navajas” (XI) a la vez que recuerda que “Papá sabe
de matemáticas. Alguna vez intentó explicarme las posibilidades (…). Lo
innecesario fue explicarnos la parca. Desde muy joven entendí el futuro: su
cara esfumándose en los pliegues de sus facciones broncas” (XV). De igual forma se van añadiendo las
historias de los personajes, “Los amigos de Mariana se bañan en el mismo río
–fuck you Heráclito–“(XVI).
Se
engarzan los temas propios de la poesía y la vida, “Un mantra, un eco, todo
peregrino se justifica mediante la fe” (XVIII);
“¿Dónde estamos, amor, ante la muerte?” (XX). Son las imágenes, en cierto modo
airadas, las que otorgan entidad poética a la mirada de Diego Quintero, “Airados,
explotadas las amapolas. El fuego no se toca, pero quiero, siempre” (XXI); “Creo
en la trinchera / de una soledad, netamente, africana” (XXII). El sujeto como
recipiente, ejemplo y señal de lo infinito y lo sublime: “recorro cada
posibilidad de escapar para caer en cuenta de lo elemental: no siento nada,
nunca lo hice” (XXIV); “Soy la carne, divino, divino, supremo, divino: total”. Poemas
mayormente en prosa, a medio camino de la descripción, el sueño, la memoria y
la escritura automática.
La segunda parte, Taskent Soledad
Ultra, se inicia con una cita del poeta Robert Brown: “Una partícula de polvo
se mueve en zigzag / digamos / como una partícula del lenguaje, / esa
interpretación / de un viaje sutil / al fondo”. Taskent funciona como referencia
ideal, como el recuerdo y anhelo. Son, de nuevo los personajes, incluido el
poeta quienes permiten, a través de la narración, desplegar la poesía.
Asistimos a la desesperación de Alberto “pretende quemar linfomas con la
fricción del sexo contra el sexo” (Platón)
al memento mori, “Nunca supe lo
pequeño de la muerte, / lo necesario” (Yankees).
Hace gala en esta sección de un lirismo más explícito, sin perder la rabia que
impregna el poemario: “Nunca entendí mi rabia para lo vivo. Una rabia
desprovista de razones, música apenas audible en el páramo digital. La estrella
en nuestra carne” (Aforismos elementales).
Una especie de hibridación entre la actitud del romanticismo de lo sublime (“Lo
bello vive en alguna parte, es cuestión de proyectar rayos con lupa para
vanagloriarse en su calidez”, Aforismos
elementales) con la desesperación de un mundo que es hostil al ser humano (“Llega
el día menos esperado para recorrer el jardín como un aristócrata sin pies, un
emperador sin llamas”, Ligotti)
La agente Fabre muere a contraluz del prisma,
última sección del volumen, es un largo poema en varias partes. La desolación
marca el tono poético, “Ella es nadie para nadie, toda la vida. / Nunca jamás”.
Y, como en la tragedia, lo irremediable dirige el argumento y la vida, “El
destino / llega sin avisar / como un sicario / herviente / en el centro de su
aguja / Lo conocemos / desde el primer día. Minutos antes”. La presencia de la
muerte como objetivo inevitable dota a este largo texto de una gravedad (“Todas
las posibles víctimas / de una sombra / una hermosa pantera / los tienta /
anclados en el futuro”) contrarrestada con lo cotidiano (“Sencillo: escucho su
voz / para advertir / el corazón de los huracanes / su placer”). Una reflexión
se plantea sabiendo que la respuesta es positiva:“¿Será irracional / entender
el miedo saber esta metáfora / en cualquier parte / del mundo: una boca / las playas del buitre –que digan– / su
nombre?”. La crudeza de la vida se plantea en la imperiosa necesidad de sobreponerse
a las condiciones de selva y de cemento, “Ser depredador / implica ser doble, /
la sombra / en todas partes / negada”.
De los muchos remedios que el
hombre proporciona para la angustia, el delirio químico (“Una pastilla es
simplemente eso: un hombre su temor), el sexo (“Alcanzar un orgasmo / que lo
cure todo”) o el amor (“No la puedo besar / la imagino / hecha una escultura
detrás del aire / el cine”) Diego Quintero los prueba a través de los
protagonistas de esta fábula (la agente, la víctima, el asesino) y no sale
indemne: “No escondo mi casa; existo sin temor a la lluvia / de hoy / y los
ciclos y los ciclos y los ciclos / del hombre; / un jardín de cuervos”. Para
terminar, escoge un relato muy triste y una conclusión:
“Imaginen un hombre siempre fijo
en la tristeza
Esfumándose
en un estallido innombrable”
No hay comentarios:
Publicar un comentario