De una forma análoga al western o a las películas de artes
marciales, el profesor suele presentarse como un llanero solitario enfrentado a
las inercias del sistema y a unos enemigos declarados que se acaban
convirtiendo en sus más importantes aliados. Cuando se ha querido mostrar un mal
profesor se ha recurrido a la figura distante, estirada, desconectada, centrada
exclusivamente en una enseñanza rutinaria y académica. Dando por supuesto que
los contenidos, como la metodología, están, por definición, obsoletos en el
mundo real de los alumnos. Es casi un cliché presentar al único profesor que
motiva como una extravagante gota en el océano. Se insiste, además, en que el
profesor debe sobrepasar su labor didáctica, ir más allá del libro de texto e
inmiscuirse en los problemas emocionales, económicos, de salud o drogas,
sumergirse en la rebeldía juvenil y en la problemática de bandas y marginación.
Una notabilísima excepción es la honestidad con la que Edward James Olmos
interpretó a Jaime Escalante en Lecciones
inolvidables (Stand and Deliver,
1988), un profesor real que emigró de La Paz a Los Ángeles y preparó en cálculo
a una clase de bachillerato de hispanos para la universidad. La novedad de la
película no es la implicación de Jaime Escalante en su comunidad, sino que su
labor se centrara en enseñar matemáticas por encima de todo, ser consciente de
que la educación superior era el único camino para salir del gueto.
En el extremo opuesto sitúo al
profesor Keating, histriónicamente comedido por Robin Williams. Contrariamente
a la fama popular, considero que El club
de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989) es
probablemente la peor y más nefasta película sobre educación. La acción se
sitúa en un colegio de élite, muy tradicional, en una época imprecisa,
posterior a la II Guerra Mundial y anterior a los locos años 60. Hijos de
familias de estatus se preparan duramente para continuar sus estudios en las
prestigiosas universidades de la Ivy League (aunque no existiera el concepto en
aquel momento) y así continuar las sagas familiares. A este curso se incorporan
algunos alumnos, como el tímido Todd (Ethan Hawke), y un antiguo alumno, ahora
profesor, John Keating. Este romperá las normas y las convenciones para
transmitir a los alumnos el goce de vivir, el aprovechar el momento, el Carpe Diem. Toda la película parece
inspirar la libertad individual de la que hacían gala D. H. Thoreau o Walt
Whitman a quienes se cita repetidamente (e intencionadamente se malinterpreta).
Tanto es el impulso que recrean un antiguo club de lectura clandestino en el
que bajo el amor a la poesía se vive la vida intensamente, se burlan las
convenciones y se cometen gamberradas juveniles, algo pueriles como colar en el
periódico del colegio un artículo pidiendo que admitan chicas. Cuando Charles
hace la petición más que un cambio real, aspira a epatar y por eso cambia su
nombre por el de Nuwanda. Neil (Robert Sean Leonard) lucha por ser actor
contraviniendo los deseos de su padre y Este será el origen del trágico
desenlace de la historia.
El caso es que Keating es un personaje
irritante y tramposo, incoherente y muy pagado de sí mismo. Se cree el redentor
de los jóvenes y del mundo entero. Lo demuestra en la arrogancia con la que
trata a sus colegas. En lugar de fomentar un pensamiento crítico, que es lo que
supuestamente propone, lo que hace es obligar a los alumnos a adoptar un único
punto de vista, el suyo. Lo primero que hace es obligar a los alumnos a
arrancar una página de su libro de texto. En otra escena, para que no se
comporten como borregos los hace caminar y darse cuenta de la presión de grupo,
pero eso es justamente lo que hace cuando va forzando a cada uno de ellos a
subirse encima de su mesa de profesor y, supuestamente, tener otro punto de
vista. En lugar de respetar la personalidad de cada alumno, va obligando a Todd
a salir de su zona de confort de una manera que cualquier inspector de
educación consideraría acoso escolar. Dejando a un lado la posible
responsabilidad en el suicidio de Neil, el profesor Keating muestra una
absoluta falta de responsabilidad con la excusa de transmitir la poesía. Aun
así ha entusiasmado a toda una generación de docentes más preocupados por
enseñar la vida que por su materia. Ayudados, eso sí, por leyes educativas que
consideran los contenidos académicos como meras excusas, prescindibles en su
mayoría, en aras de alcanzar unas competencias abstractas como castillos en el
aire.
A la sombra de El club de los poetas muertos están
muchísimas películas con el mismo espíritu new
age, de wishful thinking (no
confundir con políticamente correcto), como Diarios
de la calle (Freedom Writers,
2007) o la detestable La sonrisa de Mona
Lisa (Mona Lisa Smile, 2003). Los chicos del Coro (Les choristes, 2004) abunda en este
simplista planteamiento, aunque la banda sonora disculpa el terrible
maniqueísmo del guion. En un sentido algo metafórico, Dirty Dancing (1987) sería llevar esta línea al ridículo, un baile
absurdamente obsceno es el encargado de descubrir la vida y la sensualidad a la
joven Baby. El maestro republicano de La
lengua de las mariposas (1999) es, por el contrario, una apología de la
libertad de enseñanza y de la tragedia de la Guerra Civil, aunque pase, un poco
de soslayo, sobre la educación en sí.
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