En días tan señalados como los de la fiesta de la Hispanidad, del Pilar, día Nacional de España o día de la Raza no puedo sino levantarme –tarde– con la versión de Paco Ibáñez de Brassens, La mala reputación: “Cuando la fiesta nacional / yo me quedo en la cama igual, / que la música militar / nunca me supo levantar. / En el mundo pues no hay mayor pecado / que el de no seguir al abanderado”. Y más cuando el abanderado es su majestad Felipe VI.
Sigo pensando que haber nacido dentro de la Península no me hace heredar ni el talento de Cervantes ni el valor del Empecinado. No sé por qué he de sentirme orgulloso. Ni por qué el manco de Lepanto está más cercano que el bardo de Hamlet. No he conseguido escribir poesía que merezca llamarse así por mucho que haya intentado contagiarme de los dos premios nacionales que han nacido en la misma localidad que yo. Ni siquiera intentando copiarles. Supongo que muchos en cualquier nación pueden pensar como yo y no entusiasmarse con las banderas y los himnos.
El caso de la piel de toro es, además, sangrante. Por muchos motivos, por las guerras civiles, por lo difícil de la convivencia y porque el pasado ha sido tergiversado tantas veces que, siendo historiador, no siento sino lástima y asco. La construcción del imaginario nacional ha seleccionado de nuestra herencia unos cuantos pueblos como propios y otros son invasores, okupas del suelo patrio. Teniendo en cuenta que todos los seres humanos procedemos de África, todos somos inmigrantes. Que el Homo Antecessor estuviera aquí hace la pila de años no lo hace más español que alguien que lleve quince. En primer lugar porque es absurdo considerar a estos primitivos pueblos como integrantes de una esencia española. Llegan los íberos o los celtas y, automáticamente, son de nuestro acervo, son de los nuestros. Aunque los celtas nos emparenten con los bretones y los británicos. Al contrario, la flautita y los símbolos tribales molan, son cool. Igual podemos decir de los romanos, que llegaron a sangre y fuego, o de los visigodos, llamados por el Imperio para sofocar a los bagaudas, para expulsar a suevos y vándalos. Apenas doscientos años de control visigodo, o más bien, de descontrol visigodo, entre las banderías, la inestabilidad, los bizantinos y sagas dignas de El rey león.
Pero luego llega Tarik y ya eso no es España. Aunque conquisten la península rápidamente y sorprendentemente la población se islamice en pocos años. Durante varios siglos Al-Ándalus, en sus diversas formas, fue la historia del suelo patrio. Pero nos resistimos a considerarlo como España. Durante un corto periodo de tiempo, durante la Transición, con el auge andalucista se reivindicaron las excelencias de las tres culturas y la herencia de los Omeyas. Quizás un poco infantilmente, quizás por el exotismo, quizás como rasgo diferencial frente a lo castellano. Los tiempos han cambiado, vuelve el Islam a ser el enemigo. Y la Reconquista, que parecía que había perdido su valor, se enarbola como símbolo de la esencia española. No hubo reconquista, eso ya lo sabíamos hace treinta años. Ninguna guerra puede durar ochocientos años, ni siguiera fue la mentalidad de los reinos cristianos en la Edad Media salvo en contadas ocasiones, para que sirviera de acicate en la expansión de los reinos cristianos. Y tuvo más peso la idea de cruzada que la de re-conquista. Sin embargo ha quedado marcado en nuestro imaginario, coronándose en el reinado de los Reyes Católicos. ¿Quién más español, Boabdil el Chico o Fernando el Católico? Realmente ninguno de los dos, pero los dos tienen igualmente derecho a ser considerados españoles si por tales entendemos los que vivieron en lo que actualmente es el Estado español.
Estos serán unos ocupas y estaremos orgullosos de haber expulsado al invasor, pero todos los reyes que vinieron desde entonces son extranjeros. Carlos de Gante era Habsburgo, como lo serían Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II, no digamos sus mujeres, que también provenían de familias reales extranjeras. Llegaron los Borbones desde Francia, y de Francia llegó José I… Incluso Juan Carlos de Borbón y Borbón había nacido en Roma. Eso no parece importarnos, solo que alguien no hable una lengua europea. Y eso que cuando Carlos I llegó se le sublevaron los Comuneros y las Germanías, o que hubo una auténtica guerra civil contra el reinado de Felipe de Anjou para que no llegara a ser Felipe V. La xenofobia se mostraba contra los ministros ilustrados, pero en nuestra memoria histórica se quedan como propios estos reyes. Y hay, por supuesto, que estar orgulloso de ellos.
Orgullosos de nuestras instituciones, como las Cortes de Castilla, pero también de la Inquisición. Orgullosos de nuestras victorias, rabiosos de nuestras derrotas y, por supuestos, indignados de la Leyenda Negra. En el fondo todos los políticos y las naciones son iguales. Lo siento, pero no. Por ahí no paso. Gran parte de la Leyenda Negra es cierta, la Inquisición fue un tribunal que juzgó, de manera arbitraria, delitos de pensamiento, sin garantías jurídicas básicas como las entendemos ahora. Se nutrió del miedo que inspiraba dentro y fuera de España. Y no resta su mal que la Suiza de Calvino fuera más sanguinaria, ni que los hugonotes de Francia fueran masacrados, ni que los puritanos quemaran o ahogaran a brujas. Las barbaridades de los Tercios son equiparables a cualquier ejército invasor de ese o de otro siglo, ¿es para enorgullecerse?
Los partidos que se dicen de izquierdas quieren apuntarse al fervor patriótico y arrebatarle a la derecha el patrimonio de Lo Español. Pero si se trata de cubrirse con banderas y chovinismo, no cuenten conmigo. ¿De qué sirve arrebatar la bandera si la vamos a utilizar para golpear a los otros con ella?
No son solo aquellos que se manifiestan con las banderas y acampan frente a la casa del vicepresidente y la ministra, simplemente porque son rojos, leo la prensa y las redes sociales y miro con atención los comentarios de personas anónimas. Me entristece muchísimo ver cómo atacan a los que no piensan como ellos, que desean la muerte de Fernando Simón, o del Coletas, que pretenden hundir diez o veinte pateras para frenar la “invasión” de España. Miro el odio con el que se mira a los catalanes, sean independentistas o no, “a por ellos”. Y miro el odio de los catalanes independentistas hacia lo castellano. Veo que gente que en sus perfiles tiene la consideración con los perritos abandonados mientras denuncian la “pagua” que se les va a dar a los inmigrantes. Investigo los perfiles y, salvo en dos honrosos casos, la bandera española que lucen convive con exabruptos contra los extranjeros, con una xenofobia y una ideología rancia contra todo lo que pueda ser progre, ecologista, feminista o defensora del colectivo LGTBI.
¿Quieren que me sienta español y orgulloso? No, aunque me señalen con el dedo, me persigan hasta los cojos o me miren mal hasta los ciegos.
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