Luis P. Suárez, aka Marcos Matacana Martín, posee una de las voces más originales del panorama poético actual precisamente por recrear un estilo desenfadado y canalla dentro de exigentes patrones rítmicos propios del barroco. Ya disfrutamos de Miradas (Cuadernos de Humo, 2014), Polvo en el aire (Palimpsesto, 2017), Silva de varia erección (Cuadernos de Humo, 2018) y La noche en que murió tu abuela. Polvo al polvo (Hojas de Baobab, 2019). Este nuevo poemario está repleto de belleza lírica, desde el poema de inicio (“... qué palabras / podría retener un solo instante / tu aroma en un poema”, La rosa) o la cita de Joaquín Romero Murube.
Cuerpos a la hoguera es una elegía, es el intento de revivir y, quizás, reconducir el pasado: “Así escribes tu vida. Y no te quejas / (muchos la cambiarían por la suya) / pero no estás del todo satisfecho: / queda el remordimiento ahí estancado” (In loving memory) Un poema que recuerda tanto al poema de Robert Frost del sendero o tomado. El tono formal es clásico, barroco en su concepción y recursos: “Ni el tiempo en el vivi / de luna circular, en la perfecta / certeza inconmovible de la rosa, / inmune a la rutina, al desengaño / que acaba por llegar y la marchita /…/ las dunas con sus lentas lenguas lamen / de arena la reliquia, el sitio exacto; / que guarda de la infancia las cenizas / que juntos enterramos esa noche / en que murió tu abuela y el verano” (Canción a las ruinas del camping). El extrañamiento consiste en situarlo en un rabioso tiempo presente, en lugar, además de la mitología de la que bebía Góngora, aparecen campings o videoclubs.
El pasado que el autor recupera espera comprensión, disculparse en alguna medida: “la sangre, del espejo, esperará / también una mirada comprensiva / de quien me puede ver y no me juzgue” (Espejo); “Y no éramos entonces más que críos, / confiados, consentidos, arrogantes, / gloriosamente exhaustos, consumidos / en polvo enamorado, victoriosos; / dos niños que se burlan de la muerte, / dos Dioses entregándose al amor” (Alfa y omega). Luis P. Suárez es perro viejo, mira con nostalgia, pero también mira con lucidez y acidez su presente: “Leíamos en clase aquel poema, / sin sospechar que un día iba a ser yo, / tratando de explicar aquellos versos, / quien iba a parecerles un coñazo” (Ríos). No escatima ser contundente consigo mismo.
Este portentoso Góngora uptated realiza su propia odisea en Blockbuster: “Desde un Lesbos distópico, habitado / tan solo por mujeres, extinguido / (después de ser castrados como Urano / con hoz de pedernal) completamente /…/ Y ya no somos niños y el Blockbuster / cerró y en su lugar hay un chino / (que guarda con sus cámaras Cerbero)”. En este barroco sevillano no puede faltar la tristeza: “Y sé que fue real y era perfecta / la gasa de tristeza que cubría /…/ La muerte como un Argos de cien ojos, / la muerte que nos sigue y nos envidia / por el solo pecado de estar vivos” (Venecia, 1990). Como no puede faltar la ironía: “también turiferarios que dan cera / (como un Karate Kid a lo divino)”; “El amor nos ha devuelto y en la arena / que orilla nuestros cuerpos en la barra / de este triste local aún podemos / fingirse inmortales… (Bueno, vale, / que quiero echarte un polvo, es la verdad / pero esta vez no vayas a decir / que no me lo he currado)” (Ahora que volvemos a encontrarnos).
Luis P. Suárez toma el papel de escritor canalla, que echa de menos amores fugaces o inventados: “Hubiera preferido que es anoche / (para eso sí estaba preparado) / te hubieses enfadado y me gritaras / que ya no me querías y que nunca / me ibas a perdonar, que me largase / y no volviera más a hacerte daño. // Pero sentí tus labios en los míos /…/ una leve pasión (no más que el peso / de un vilano al posarse) en la barbilla / y el filo del cuchillo sobre el cuello” (No son maneras).
Además de todo ello, siempre encontramos el más profundo lirismo sin ambages: “No puede florecer en el poema / marchita que besamos ya la rosa, / aunque sigan hiriendo sus espinas” (En vano). Y entronca con valentía con la tradición: “Pensar, como Quevedo, que no existe / ninguna ley severa que condene / a ser sombra sin cuerpo, a ser ceniza / barrida por el viento, y que un testigo / encuentra su razón en manos de otro. / Así el amor podrá tal vez salvarnos / (del tiempo detenido, de la muerte) / de no volver a ser, habiendo sido” (Por encima de Dios y de los hombres).
Podríamos sumar en la poesía de Luis P. Suárez la herencia de conceptismo con la borgiana, los poetas venecianos con algunos versos de Felipe Benítez Reyes y de J.L. Piquero: “El tiempo se ha hecho sólido en teselas / que alguien con paciencia ha recompuesto” (Cráneo en el museo arqueológico); “la paz que lo consuele en la derrota / de nunca haber vivido y estar vivo” (Carlos II). Testigo, por su parte tiene mucho Hilario Barrero y no falta la poesía de hábitos religiosos: “la misma luz que brota de la sangre / de tu costado abierto como anuncio / de una Resurrección que me Redima” (Carlos Brujes); “un hombre escribe el trueno de la Voz / que un Ángel en la fiebre le revela” (Patmos).
A medida que termina el volumen, se va abandonando la narratividad para volcarse en la reflexión: “Hastiados, soñados, diferentes, / volvieron olvidados del amor; / los ojos empapados de vacío” (Sueños); “Si no hay otro destino, de qué vale / velar los nichos en la toba blanda / ceniza en la ceniza, y alumbra / de aceite la vigilia de la espera” (Catacumbas de San Sebastián). Luis P. Suárez es más irónico cuando pasa a la primera persona: “Vivir es caminar breve jornada, / dejó escrito Quevedo, pero a mí, / en la mitad absurda del camino, / me empieza a resultar un tanto larga” (Consummatum est).
“Después, calo silencio, el viento helado,
un páramo desierto, enmudecido
la cítara, la lira, la siringa,
la voz de los poetas, la voz de esos presuntos primates” (Valle de Josafat)
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