Ahora bien,
¿qué hacer entonces? Los linchamientos digitales se diferencian de los clásicos
en que la multitud enfervorecida contagiaba esa ira e impedía por su magnitud
voces que calmaran los ánimos, era difícil resistirse. En cambio, desde tu
dispositivo te puedes sumar o no de una manera individual, atomizada. ¿Cómo
puedes tú saber la magnitud del linchamiento para saber si es adecuado dejar
pasar o procurar mantener la serenidad y la ecuanimidad? Si estoy en contra de
la ridícula subida de las pensiones, si me parece fatal que se huya a terceros
países para escapar de la justicia o si me indigna que se considere presos
políticos a quienes atentan contra la convivencia, ¿qué debo hacer? ¿quedarme
impasible? La movilización digital es tan irrelevante en la mayoría de los
casos que el riesgo es percibido como mínimo, mientras que la motivación, la
ira, la indignación son poderosos incentivos para retuitear o compartir una
noticia.
Se me ocurren, sin embargo, algunas
consideraciones. Por ejemplo, lo más básico es la prudencia. Antes de sumarte a
una causa, chequear si las cosas son tal como la transmiten. Por costumbre
suelo dudar de algunos medios –dudar no es sinónimo de ignorar– y suelo
responder alertando de los bulos cuando llegan a mi conocimiento. También
tiendo a sospechar de los movimientos masivos. Cuando todas las televisiones,
los tertulianos radiofónicos, los comentaristas, muchísimos contactos coinciden
en dar una sola versión de asuntos polémicos, me pongo en guardia. Y me vuelvo
más en guardia cuando se produce el cambio de péndulo, como en el caso de Juana
Rivas, a favor masivamente, en contra masivamente. Procuro cierta autonomía de
pensamiento. Procuro.
Soto Ivars recomienda también tener
cuidado con el poder de convocatoria que puede tener una persona. Por ejemplo,
cuando Inés Arrimadas sufrió un ataque por tuit que deseaba su violación
en grupo, respondió compartiendo el mensaje en su cuenta. El resultado fue que
la responsable del ataque se vio, a su vez, bombardeada con ataques a veces tan
o más crueles que el suyo. No estoy de acuerdo con lo que parece sugerir de evitar
mostrar los desacuerdos en las redes. Por mucho que protestemos de que la gente
–otra gente– se hayan vuelto muy puntillosa y se queje más que la princesa del
guisante.
Hay que tener en cuenta, también que
las dianas cambian constantemente. Pasa el chaparrón y salta la siguiente
víctima. Y, sobre todo, la cuestión es que los que sufren realmente no son los
poderosos, son los débiles. Las acusaciones homófobas, las amenazas machistas
tienen mayor repercusión efectiva que las acusaciones de corrupción hacia los
miembros de los gobiernos. Ahí tenemos el caso de Cristina Cifuentes que
consiguió una condena a cárcel de un activista que creó un evento convocando a
insultarla. A ella le parece quizás desproporcionado lo que pedían sus
abogados, pero no todos tenemos acceso a esos abogados. Los linchamientos
mediáticos se ceban, como siempre, en los más débiles. Sin embargo, suelen
quejarse más los que ocupan posiciones. privilegiadas, cuyas advertencias y
puntos de vista son apoyados desde los medios del establishment.
La cuestión es cuándo doblegarse a
las presiones. No queremos autoridades que sean incapaces de oír a las quejas
de los ciudadanos, pero tampoco que sean veletas que a la menor protesta corran
a retirar cuadros de los museos. La ventaja de las redes es que pueden servir
como foro público y lugar de discusión de las propuestas. El peligro, la
polarización que acabe contagiando unos temas con otros y defiendas a los tuyos
más por ser los tuyos que por estar de acuerdo con ellos.
Hay mucho que discutir al respecto,
como qué debemos considerar motivo de censura o hasta qué punto deben existir
límites a la libertad de expresión, si sentirse ofendido es motivo de delito o
si importa la intención y el contexto en un mensaje. Evidentemente, no es lo
mismo el tono o el medio. No implica el mismo peligro amenazar cara a cara que
soltar exabruptos por tuit. Esta semana el Tribunal Supremo ha fijado doctrina
en cuanto al enaltecimiento de terrorismo. No hay enaltecimiento si no hay
riesgo de acto. Sin embargo, quedan por aclarar en qué consisten las injurias a
la corona o el delito de odio.
La aparición del delito de odio se preveía como defensa de las
minorías frente a la agresividad de grupos radicales, sin embargo, una
interpretación maximalista puede tipificar prácticamente cualquier acción como
odio. Un insulto en las gradas de fútbol, un robo, o una llamada al voto para
acabar con la corrupción. El ínclito Sloterdijk considera que los partidos
políticos como contenedores de odio. La jurisprudencia no parece ayudar dando
mensajes contradictorios, más bien da la impresión de que se avecinan malos
tiempos para la libertad de expresión. Tiempos en los que todos nos sentimos
como el Gran Inquisidor, aunque no todos tendremos la misma capacidad para
contestar o castigar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario