domingo, 19 de mayo de 2019

La radical intransigencia


Una historia de los desplazamientos semánticos de las palabras seguro que estará atravesada por la ideología. Lo interesante de los prejuicios es su carácter arbitrario, por mucho que los autoproclamados neurocientíficos intenten situarlos en algún lugar concreto del córtex o de la cadena de aminoácidos que compone no sé qué modalidad del gen.
Una de las historias más bonitas es, para mí, la del término “lívido”, que normalmente se asocia a los cadáveres. En el siglo XIX era un color azulado muy claro, como el de Laura Palmer en el inicio de Twin Peaks. De ahí pasó a significar blanco, extremadamente blanco, como los cadáveres. Es decir, que hemos cambiado el color en el que vemos a los cadáveres. Los desplazamientos irónicos son también fascinantes. De “emérita”, de mucho mérito, fue derivando hacia Mérida, como lo recuerdan los guías turísticos, pero siguió su camino hasta el ¡mierda!, de Fernando Fernán Gómez.
Los términos referidos a la política tienen la habilidad de cambiar completamente de significado según quien los nombre. No aburriremos recordando el orwelliano NewSpeak, que tan útil resulta a la vida actual. Por ejemplo, el término “libertad”, para los romanos tenía más bien el sentido de poderse retirar a su villa y evitar el mundanal ruido, el ajetreo urbano y las intrigas políticas. Ahora, por el contrario, su contenido es totalmente político. Libertad es hacer lo que tú quieras con tu dinero, con tus niños o con tu cuerpo.
Precisamente para hacer posible esa libertad había que comenzar por el respeto a las opiniones ajenas, lo que se denominó libertad de pensamiento. A este respeto se le adjudicó un término equívoco, que es el de tolerancia. La tolerancia es la capacidad que tenemos para soportar substancias, por ejemplo, o ideas que no son las que mejor nos vienen al cuerpo. La tolerancia al ibuprofeno, a la heroína o hacia el fascismo tienen este sentido. En el contexto de las Guerras de Religión del siglo XVII, fue un gran avance que no se encarcelara, torturara o incluso combatiera a las personas por tener una religión distinta de la de su monarca, pero tuvo un desplazamiento. Respetar a las personas no obliga, o no debería obligar, a aceptar sin crítica las opiniones ajenas. ¡Si no deberíamos ni aceptar sin crítica las nuestras!
La tolerancia puede confundirse a menudo con la condescendencia. Uno, que sabe mucho de estas cosas, permite el error en los demás como un padre que le concede a su pequeño que las gotas de lluvia son lágrimas de las nubes. Respetar a las personas, ser tolerantes con ellas no debería incluir los malos modos o la mala fe contra esas personas, pero sí debería ser una obligación latente explicar y debatir dichas ideas. Quizás, hoy me he levantado soñador, intentando explicar tus convicciones y escuchando las heréticas de tu rival acabes como Pablo camino de Damasco, teniendo una revelación y cambiando de ideas.
Se puede ser tolerante cuando las ideas de los demás son idénticas o parecidas a las propias. Eso no tiene excesivo mérito –ni tiene que tener mérito–. Lo que quiero decir es que la prueba de la verdad de la tolerancia está servida en las ideas aberrantes para un punto de vista dado. Ahí es donde se puede demostrar que tienes respeto por el contertulio a pesar de estar en total desacuerdo con él.
En este campo de las ideas, parece que la opción más tolerante sería más cívica, más educada y deseable. Y, por contraposición, serían menos favorables a la tolerancia las ideas que más se alejen de la fricción. Si usamos una metáfora espacial, una posición central sería más cómoda para ser tolerante porque no se alejaría mucho de ningún planteamiento, mientras que los extremos tenderían a ser más reacios al diálogo. Este sutil planteamiento es una falacia. La tolerancia es una cuestión de educación y buenas formas, no de lo fácil que resulte aceptar las ideas contrarias porque, en el fondo, no se diferencian demasiado de las nuestras.
Sin embargo, en el debate público, las ideas extremistas suelen tener mala prensa. Y se asocian a lo radical, y lo intransigente y lo violento. El barullo que estos términos produce es interesado e interesante. Radical viene de raíz. Es decir, no implica ni violencia, ni siquiera intransigencia, sino una concepción que se apoya en algo muy concreto y diferente. En otra raíz. Se puede ser radicalmente tierno o radicalmente progresista.
Por otro lado, no hay que olvidar que los extremos pueden ser igualmente tolerantes y tropezarnos con personas de ideas más o menos moderadas, pero tremendamente intransigentes hasta llegar a lo violento. Uno puede defender la total erradicación de la pobreza y convertirse en extremista, y sin embargo, ser alguien bondadoso que defiende sus ideales con cautela y respeto.
Por otro, y para complicar más las ideas, la intransigencia no siempre debe ser considerada como un defecto. Ser totalmente intransigente cuando nos indigna la injusticia es lo que ha motivado el avance moral y cívico de los humanos. Igualmente, se puede ser intransigente con la injusticia y actuar con respeto hacia las otras personas y sin recurrir a la violencia. Otros, sin embargo, tolerarán ciertas injusticias, como las económicas, mientras que se revuelven enfurecidos ante una injusticia arbitral.
Creo que no debemos seducir a la ligera por las palabras cuando éstas se mueven en un debate político. Los que tienen querencia conservadora asustarán a los suyos simplemente con la mención del extremismo, porque nunca se verán en un extremo a ellos mismos. De manera análoga, los revolucionarios preferirán verse como radicales, aunque simplemente utilicen los mecanismos del poder para sustituir una élite por otra mientras que siguen las raíces del sistema.
A efectos prácticos, además, servirán para la descalificación automática los términos como intransigente, por mucho que se discuta la sumisión voluntaria hacia los poderes extraños, o los intereses perjudiciales para la ciudadanía. Se aprovecharán, además, de la connotación inconsciente que reúne en el mismo saco a los radicales, extremistas, intransigentes o violentos. Como si el silencio de las voces discordantes no encarne ya por sí una violencia y hayamos sufrido durante muchos años la violencia explícita y la implícita de los que se veían a sí mismos no metidos en la política.
Contra ellos, mi radical intransigencia.

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