Pocas veces se tropieza uno con un libro de denuncia que
antepone la riqueza poética al mensaje. Aquí tenemos un libro que tiene los
ojos abiertos a la realidad, que ansía y desespera ante las dificultades y
trampas del mundo contemporáneo, sus desigualdades y su hipocresía. Libro
combativo, implacable pero no soez, cerca del grupo Voces del extremo, que está
muy lejos de lo panfletario y que aboga por la libertad, desde la libertad
formal de la escritura hasta la aspiración que colma el volumen.
Un
volumen con unas referencias e intuiciones que lanza sus dardos hacia los
Grandes Relatos, que utiliza el lenguaje religioso como símbolo del fracaso de
estos Grandes Relatos y, en general, contra las creencias que han defraudado,
“ya no consolaba su Verbo / apócrifo / no sabía nombrar / los pecados de sus
hijos mayores /… / Fueron esperanza / y hoy no son nada” (La soledad de la carcoma). Aprovechando la secuencia del Nuevo
Testamento denuncia la irrupción del
mercado en todos los ámbitos de la vida en poemas como Manifiesto y Oda al centro
Comercial: “Caminemos por las grandes superficies / al amparo de los
símbolos del capital / para sentirnos en casa” (Oda al Centro Comercial). El centro comercial es un no-lugar
canónico (“Conozco un no-lugar / suspendido entre dos lugares. / Un espacio sin
identidad igual a otros / donde el tiempo acecha
fuera / sin atreverse a entrar”, Territorio
y fragilidad), un lugar sin historia, intercambiable, fabricado en serie,
con las mismas tiendas, los mismos productos, que obliga a una única actividad
que es la que nos define, el consumo. La vida en los centros comerciales ofrece
un símbolo poderoso, los escaparates: “Pasen y observen los bellos decorados, /
en cualquier momento va a comenzar el espectáculo de la intimidad ficticia” (Proliferación de las vitrinas); “La
virtud es ahora el arte de la ficción” (Proliferación
de las virtudes). Son el ejemplo más brutal del mundo falsificado que se
muestra para atraer la atención, y son también una metáfora de cómo este ha
sido el modelo de forma de vida: “Insistía en que el rostro / era el espejo del
alma / y lo modificaron para
ser / mejores /…/ Venciendo al cuerpo / quedaron por él vencidos” (El sueño de la razón produce monstruos).
La
exigencia de servir de escaparates de una vida feliz es la esclavitud
contemporánea que es reacia hasta los aspectos biológicos esenciales: “todo es
bello y correcto / menos nosotros. // Por eso nos señalan, culminación de toda
deformidad, / y hacen bien. // Deja que crezca sobre tu cuerpo ese otro / que
habita en ti y es más real que tú y más alto también, y más hermoso” (Palimsesto). La estrategia para la vida
está en alcanzar los Terceros Espacios, las grietas, el resquicio: “Porque es
entre ser y no ser / donde se encuentra la vida” (Aullar).
Los
no-lugares incluyen las transformaciones urbanísticas de las ciudades
contemporáneas, tan hostiles a la vida humana, donde los árboles, los lugares
comunes, la vida en las aceras es cercada y extinguida: “Algo en la simetría
diseñada de ciertas ciudades / expulsa la vida. Porque la perfección / que nos
acecha en sus esquinas rechaza / a los tristes y melancólicos, / a los
desencantados de sí” (Ocultemos la
soledad con un perrito). Los teóricos de la ciudad como David Harvey lo han
descrito en las urbes contemporáneas: “Al mendigo de la gran ciudad nada lo
nombra / y a nada su verbo da nombre / porque el desposeído carece sobre todo
de voz / y de palabra. // Y en eso siente, más que ninguna otra cosa, / que el
mundo que habita / no le pertenece” (Extensión
de la carestía); “Qué mal hicimos para merecer / los dioses de este siglo,
/…/ Nadie entiende la ciudad que lo rodea / ni los residuos enterrados que
cercan / la ciudad que lo rodea” (Qué mal
hicimos).
Maribel
Andrés Llamero va más allá y se adentra en el núcleo de la esclavitud, la
estructura laboral y vital de la economía de mercado: “Honrarás sonámbulo a tus
jefes y a tu trabajo / porque solo ellos / serán tu derecho a la vida” (Qué mal hicimos). Y se lamenta de cómo
se ha interiorizado en el esclavo esta aspiración a través del uso del espacio:
“En quién te convierte / el mundo // que te habita” (Metamorfosis). Porque este es un libro en el que los conceptos se
anclan en unas coordenadas espaciales muy claras.
La
segunda parte, El liberto despierta,
es el canto de esperanza de los cimarrones, los que sobrevivieron, los que no
se doblegaron y nos enseñan el camino hacia la liberación. El tono de los
poemas cambia radicalmente y adquieren un cromatismo profético: “Abrazados ya
los que han resistido / del suelo y erguidos” (II). Uno a uno se describen las acciones de este viaje, esta
partida, “Con la serenidad y la lentitud del liberto / nueve se miran demorados
y celebran / la fragilidad de las flores que se deshacen / con la brisa de un
soplo, que nadie / profane la debilidad de lo que somos” (I).
El
liberto, es un hombre nuevo, “Con la sangre menos espesa / ya aprenden también
a mirar” (II). Lo corporal, las
entrañas, la piel y las sensaciones no se ocultan ni se consumen: “En lo
inefable del sexo hallan / paz: / no como en pueblo salvaje, más gloria / que
la claridad de otro cuerpo desnudo // así / se hacen humanos” (III). En la utopía del liberto, caen las
sombras y llega la lucidez y el conocimiento: “Mienten los espejismos, ya
marchan” (IV).
El
final, más metafórico, más mítico, un futuro que mira atrás, una utopía que es
volver a lo primitivo, a lo esencial, dejando atrás la vegetación salvaje y el
urbanismo cruel: “El desierto –se dice con ternura– / ha sido largo. Abrázame /
de la manera sagrada en que te enseñamos tus padres, / única herencia hermosa
de aquellos // que ya no fuimos (V).
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