viernes, 27 de noviembre de 2020

Reseña de Montse Ordóñez: ‘Siempre es de noche en Pyongyang’. Huso Poesía. 2020

 Siempre es de noche en Pyongyang: Amazon.es: Ordóñez, Montse: Libros

“Un poeta es un extranjero de sí mismo”

(El último lazo de mi pelo)

Montse Ordóñez pertenece a ese honroso colectivo de poetas tardíos en publicar. Ha participado activamente en proyectos culturales, exposiciones, edición, talleres de narrativa y poesía. En 2018 publicó La orilla de los nadie, un canto a quienes nada tienen y nada significan. Ahora vuelve con un tono mucho más intimista. La configuración de un lugar mítico, Pyongyang, responde a la necesidad de localizar un punto desde donde apreciar la realidad y situar la utopía. Montse Ordóñez necesita esa atalaya metafórica para reconocerse en el mundo: “Todo el frío de un invierno / no cabe en un corazón / desprovisto de la ternura / del que no ve ni siente / el parpadeo de un durmiente” (El párpado de los durmientes); “Observo desde aquí / la memoria del agua / las branquias de los peces / sal y alguna orilla / tan desolada como la mía” (El mar de los adentros). Es el momento de la recapitulación, es hora de mirar desde dentro: “Estoy en ese momento de la vida / en el que alquilo el horizonte / para quedarme con el filo / y con lo poco que me den / me compraré una cuerda / enamoraré a un equilibrista / y haremos de nuestro filo / una trinchera de pan / sorbos de agua / y algo de amor” (El mar de los adentros); “A estas alturas de mi vida / más cercana a la decrepitud del medio siglo / que a la inocencia de la década / siento que estoy aún / en la ladera de las cosas” (La carestía de mi bosque); “Observo desde aquí / la memoria del agua / las branquias de los peces” (En este momento de la vida). Nel mezzo del cammin di nostra vita.

Una de las labores imperiosas de este balance emocional y vital es precisamente encontrar el equilibrio, hacer el equilibrio entre la realidad y el deseo, entre lo propio y lo ajeno, entre el peso del pasado y la inquietud del porvenir: “Sé lo que es morir muchas veces” (La tristeza de los adioses); “Regreso del exilio / más desprovista de tristeza / inhóspita y decadente / con un lenguaje sin herida / algo de sed y mucho frío” (En la noche sola). Los versos son un diálogo continuo entre la poeta y el receptor, ese alma que acompaña siempre; así como de la poeta consigo misma, oscilando en ambos sentidos del diálogo: “Me gustaría ser / el pan de tu patria / y pasar hambre // pero contigo” (La memoria de tus líneas).

Si en La orilla de los nadie el viaje tenía como referencia el mar que une y que separa, en este es el camino el eje donde se articula: “Voy asimilando / los síntomas de la madurez / como un camino incierto” (Camino); “Las sendas comunes / están repletas de siemprevivas / quemadas por el sol // Cuando inventes en ellas / la incertidumbre / las hojas de los árboles / irán en tu búsqueda // yo // seré afluente de un río / la sombra de un lunes / el sentido inverso / del origen del camino // y / todos los finales / de todos los principios” (Final y principio); “En este tiempo / he aprendido a caminar / en la precariedad de lo callado” (En la precariedad de lo callado). En ese camino incierto, Montse Ordóñez sitúa el frío, la lluvia, la intemperie: “Escribo para ahuyentar la inquietud / y aliviar el miedo / soy efímera y asustadiza como los tiempos” (Horizonte de desastre); “Entre tu peldaño y mi camino / una carencia y un miedo azul” (La memoria de lo ausente).

 “Pensamos que en el final todo termina

no nos damos cuenta

de que en la última arruga de nuestro rostro

se aloja la memoria

no de ese final

sino de todos nuestros comienzos” (A ojos de un olvido)

Entre sus márgenes se aspira a construir un refugio, porque “Lo difícil no es irse / lo difícil es permanecer” (La tristeza de los adioses). La dualidad entre lo personal y lo íntimo y la conciencia que desarrolla Montse Ordóñez de comunidad es la que hace posible esa doble cualidad del hogar. Íntimo, en el bosque, en el silencio, donde construir cabañas, donde tejer futuros, donde escribir los poemas tristes. Común, junto a los vencidos, a los olvidados, a los que son incapaces de cubrir sus necesidades más básicas, a los desterrados: “Nunca me atrevo a nombrarte / para que otros no sepan / que celebrarte / es como asistir a una fiesta / de guirnaldas y flores” (Lo callado); “Y voy tejiendo mis estampas / con dolor y paisajes / para que no se olvide” (Tejiendo mis estampas); “En estos días tan inciertos / voy revisando andamios / anaqueles y maletas” (Oración);  “Y no sentirnos así / tan deshabitados” (Tejados);  “Créeme cuando te digo / que últimamente vivo / en el borde de los ojos cerrados / asomando de vez en cuando /…/ Este no es un poema triste / ni de amor ni de esperanza / es / tan solo un lugar” (En el silencio de los lunes); “el hogar de los vencidos” (El desorden de la sombra); “Un día decidí que lo mejor / era habitarte” (Cuando todo se hace de noche); “… en el inventario de tu bosque. // Allí / Ve a buscarme” (Los márgenes de lo nuestro); “Vivo donde se apagan los milagros” (Velas en mi infancia).

La escisión público y privado se decanta en este libro hacia la intimidad, donde habita el amor: “ante el amor / un corazón no se detiene / se llena de pobreza” (A los que aman); “y ser // lo que el pan a los besos / una historia de amor” (El refugio de tu nombre); “Escribo sin reproches / tengo amor / eso todo lo salva” (La carestía de mi bosque); “Cuando todo esto pase / y seamos otros /…/ Y para entonces / si el amor se ha ido / sé pájaro en desbandada / y vuela” (Depresión); “Hay ocasiones / en las que el verbo amar / se nos cae de los labios” (Temblor). También es una intimidad de reflexión y de estado de cuentas: “Un día cualquiera / decidí hacer / un ajuste de cuentas / con mis miedos / comencé a escribir / traté de curarme / de algo que no sé qué es / pero sé que tengo” (Asusta al miedo); “No sé qué hacer con esta vida a medias” (Es el margen); “En ese doblez soy consciente / que no tengo tanta noche como los otros / pero tampoco albergo ruidos” (La claridad de tu tarde).

A pesar de la desolación y el desánimo (“Nadie muere en la víspera / uno se acostumbra al derrumbe”, El último clavo de tu cruz)  que recorren los versos, aparece una confianza indeleble, un rayo de utopía: “Hay que llevar con uno algo de esperanza” (Elogio a la esperanza); “Ojalá y un día se cruce en tu camino / alguien a quien puedas regalar escucha / tu mar y tus temblores / y tengo la dicha de decir / que un día te cruzaste en su camino” (Tu mar y tus temblores). Un reproche sí que existe, un reproche existencial ante la injusticia: “Observo en ti la indecencia de la vida” (Esa canción nuestra); “Hoy no quiero flores ni quejas / que Dios se compadezca del hombre” (No quiero flores).

Hay un emocionado recuerdo a su padre: “Para ti inventé / dos vidas nuevas a Keith Richards” (El día que me faltan) que no hace sino desplegarse, como se abren las flores hacia el Otro radical: “Hay quien llora / en la línea de lo eterno / a la espera del equilibrio del loco” (Llueve). A pesar de la intimidad en la que se ancla el poemario, no existe una elección de solipsismo, ni siquiera de silencio: “A fin de cuentas / en el silencio no se muere / uno se suicida” (Abrir los ojos); “Prolongo el silencio / nombro las cosas / te describo // En ese irse tuyo / yo me lleno” (La quietud de las libélulas); “En lo callado de lo quieto me detengo / entre el polvo del último derrumbe / en la última sílaba de tu nombre” (En lo callado de lo quieto). La palabra, como tantas veces, es el asidero frente a la tormenta: “Ella recuerda que un día fue tiempo y palabra / y ahora / solo le queda el mar / como una memoria callada” (Lumbre y mar).

 “Aquí sobrevivo a mis tormentos

sintiendo el rechinar de tus tristezas

/…/

busco en ella un nombre

 

el tuyo

y una suerte

la tuya

/…/

El cielo se cubrirá de noche

y yo seguiré muriendo” (Siempre es de noche en Pyongyang)

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