Vivimos tiempos inciertos. Vivimos pendientes del aplanamiento de una curva y no sabemos ni siquiera a quiénes podemos hacer caso, mucho menos cuál puede ser la solución. A dos días de las elecciones estadounidenses nadie puede asegurar cuál de los dos candidatos tiene más probabilidades, por mucho que Donald Trump se gane nuestra antipatía (bueno, hay un sector de la ultraderecha que incomprensiblemente simpatiza muchísimo). Disfrutamos, incluso, de una ideología que se halla dividida. Los que se encuentran a la derecha dudan entre los tradicionales del Partido Popular o los gamberros incendiarios de Vox. Los votantes del PSOE tienen que tragar sapos en la ejecutiva y en los pactos con unos o con otros, a favor o en contra de la monarquía. La izquierda del PSOE discute dentro y fuera de las redes a cuenta del enfrentamiento entre Teresa Rodríguez y la cúpula de Podemos. Incluso dentro del feminismo no hallo sino disputas, unas defendiéndose de un supuesto borrado de las mujeres y otra facción acusando de TERF a las primeras.
Indudablemente son tiempos inciertos. No solo ignoramos qué camino elegir, ni siquiera tenemos claro cuál debería ser nuestro destino.
Compruebo en muchas ocasiones que cada opción se siente en minoría, aplastada por los defensores de las alternativas. Por ejemplo, quienes son conscientes de la gravedad de la pandemia y aceptan con resignación las medidas de las autoridades, unas veces con mayor acierto y otras veces jugando con las pocas bazas con las que se cuenta, sufren por las opiniones que rechazan esas medidas. Unas medidas que son apreciadas como intentos autoritarios de un gobierno social-comunista, o de una conspiración de los globalistas. Se oponen quienes ven una plandemia, quienes desconfían de los datos por lo alto y por lo bajo. Hay que defender el recuento oficial de muertos por el covid (datos de sanidad o del MoMo) ante los que niegan la epidemia y ante los catastrofistas que gritan contra Pedro el Sepulturero. Y es una sensación desagradable.
Dentro de la izquierda sucede lo mismo. No podemos negar que la estrategia que ha seguido Podemos ha ido mermando los apoyos y del heterogéneo grupo inicial apenas si queda Pablo Iglesias. En Andalucía la situación de partida fue distinta. El PSOE de Susana Díaz representaba muy poco los valores de la izquierda y sí mucho los de la impunidad de muchos años en el poder. Se comprende la negativa de Teresa Rodríguez a pactar. No es lo mismo que las dificultosas relaciones entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, que torpedearon la primera investidura y propiciaron el auge de la ultraderecha como castigo al PP. La vergonzosa disputa entre Teresa Rodríguez e Irene Montero no ha hecho más que dar alas a quienes ven en el gobierno una amenaza comunista (cualesquiera delirio que pueda significar que Podemos sea un gobierno comunista) estalinista.
Me produce una tremenda tristeza leer los ataques entre feministas. He reflexionado mucho sobre ello y escrito alguna vez. Me queda mucho por entender aunque haya algunas cosas que no comparto con la visión que tienen algunas feministas radicales, llamadas radicales. Sé que algo de recambio generacional hay en la disputa, pero veo más una lectura muy sesgada del proyecto de ley de Igualdad. La manera en la que denuncian el borrado de mujeres no termino de apreciarla. Veo en sus argumentaciones una debilidad conceptual que asocia el nuevo feminismo con el capitalismo de una manera muy endeble. No sé en qué puede ayudar al capitalismo que se reconozca el derecho a las personas a cambiar su sexo. O, al menos, no más que la comida sana, o la necesidad de una vivienda. Por el contrario, quienes defienden esta ley y la llamada ideología de género ven en las llamadas TERFs (Feministas Radicales Tránsfobas) el mismo frente que los intransigentes de Vox porque utilizan los mismos lemas (que os engañen, las niñas tienen vagina, los niños tienen pene) y algunos de sus más sucios “argumentos”. Siempre el enemigo es poderoso.
Hay ocasiones en las que es difícil incluso saber a qué nos enfrentamos, sobre todo cuando vemos que un partido político defiende una cosa y su contraria. No es la primera vez que sucede (siempre recordaré al PSOE de los ochenta que defendía la OTAN y su salida), el Partido Popular es diestro en mostrar en desacuerdo incluso cuando piensa de la misma forma que el gobierno. Lo hemos comprobado con la gestión de la pandemia, queriendo a la vez que fueran las comunidades quienes se hicieran cargo y que el gobierno tuviera el mando único, que no se dictara el estado de alarma y denunciar a los tribunales por decretar un confinamiento sin alarma. Dicen que hay que mantener abierto el país para que la economía no pare y acusaron al gobierno de decretar medidas demasiado tarde. La ultraderecha no le va a la zaga, apoyando a los manifestantes anticonfinamiento y a la policía que los disuelve; incitando las concentraciones y la rebelión y acusando a los menas y a los antisistema de izquierda de los altercados.
Todos tenemos contradicciones, demasiadas veces nuestros actos y nuestras ideas no están en consonancia. Maduramos –o lo contrario– mudando de opinión con el tiempo y los demás también lo hacen. La confianza se basa en la certeza hipotética de que los demás van a actuar de manera previsible, especialmente en que no nos van a fallar. Vivimos tiempos en los que no solo el azar añade perplejidad, hay un total desconocimiento acerca de lo que nos espera, lo que debíamos esperar o lo que sería deseable anhelar. Lo resume la poeta Rosario Troncoso, “ya no son infalibles las rutas conocidas”.
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