martes, 25 de abril de 2017

Sobre la cultura popular



Este fin de semana, mi admirado Fernando Broncano ha puesto el dedo en la llaga sobre la cultura popular, concretamente del desprecio que sufre la cultura de las clases más bajas de la sociedad. Es un debate muy interesante para los llamados estudios culturales, que trataron de reivindicar lo que de respetable tenían las culturas ignoradas y despreciadas por la llamada “alta cultura”. Th. W. Adorno es un representante muy paradigmático de esa sensación de superioridad sobre la cultura de masas que las nuevas corrientes intentaron sobrepasar. Nos recuerda Broncano que es muy difícil para el investigador del ámbito universitario acercarse a tales culturas sin prejuicios por su propio origen de clase. Desde la clase media es realmente difícil imbuirse en las vivencias que constituyen la cultura de clase baja, o de clase trabajadora, como se prefiere en el ámbito anglosajón.

            Uno de los ejemplos que trae a colación es el libro Chavs de Owen Jones. El volumen me resultó muy interesante a la hora de mostrar cómo se “demoniza” la clase baja en los medios de comunicación y en los ámbitos de la política. Por ejemplo, ante un caso de crimen, si el culpable es de la clase media o alta, se intentan buscar motivaciones psicológicas, mientras que si es de clase baja, se convierte en un representante de un modo de vida prácticamente antisocial propio de su grupo. Uno es una excepción, el otro es un ejemplo. La propuesta de procurar educación a la clase trabajadora para que salga de la miseria y pase a la clase media es también una cuestión de desprecio. Más que intentar sacar a la gente de los barrios pobres, propone Jones, lo que hay que conseguir que dentro de todos los barrios haya una vida digna. No sólo procurar educación para que el hijo de un obrero no sea reponedor, sino que el reponedor tenga un sueldo aceptable. Hasta ahí, de acuerdo.

            El tema de las subculturas tiene muchas cuestiones pendientes. Victor Lenore, desde el ámbito de la música denuncia el clasismo dentro en la música popular. A través del esterotipo del hispter deja claro el desprecio a otras formas de cultura popular, como la música bakalao de los noventa, la de la rumba de Camela y similares o el reggaeton. Lo anglosajón se convierte en el modelo cool, mientras que la música mákina, o El Barrio se convierten en marginados de las listas de ventas. Y creo que está bien señalado esa ceguera clasista.

            Sin embargo, ¿hasta qué punto debemos valorar estas manifestaciones culturales? Cuando los llamados canis o chonis se visten, actúan, hablan lo hacen con un marcado modelo. Es fácilmente identificable desde la sociología o la antropología como un tipo ideal. ¿Debemos llamar “cultura” a eso? En el sentido de la antropología cultural, cultura es todo aquello material o inmaterial que define a una sociedadgrupo social o una civilización. Echando un vistazo más amplio, cultura popular se puede referir a la arquitectura tradicional de los pueblos de Mallorca, a la manera de sembrar los tomates, o al flamenco de Camarón. No tengo claro cuál sería el nombre, pero quizás deberíamos hablar de una alta cultura popular y una baja cultura, un arte popular, por así decirlo. No es lo mismo el arte, que muchas veces se tiñe con el sobrenombre de artesanía, que los modos de comportamiento agresivos. Si tomamos a Belén Esteban como el ejemplo mediático de estas chonis, no podemos considerar las cuevas de Almería al mismo nivel de apreciación.

No es un prejuicio de clase criticar el estilo hablando de estos sujetos o sus modelos de comportamiento en sociedad, también los modelos de desprecio y soberbia de la clase más pudiente son contrarios a la convivencia. Cuando en un barrio deprimido madres jovencísimas llevan en batas y zapatillas a sus niños sucios al colegio, ¿hacemos mal en criticar esos hábitos? Podemos comprender desde la sociología cómo se reproducen esas conductas y qué sentido tiene, tanto a un nivel funcional como simbólico sin tener que caer en una aculturación bienintencionada de la clase media. Hay muchas maneras de vivir en sociedad y las culturas parciales (mejor que subculturas, que tiene una connotación de minusvaloración) pueden estar legitimadas en multitud de aspectos. Muchos de estas características son luego adoptadas como modas y se transforma la apariencia de la sociedad y se da cabida a la transformación en las costumbres.

            Este desprecio no es nuevo, el insulto de barriobajero, verdulera o pescadera ya nos hablan de una marcada separación de clase mucho antes de ponerse de moda el término poligonero o poligonera. A un nivel analítico, tan peligrosos son los hábitos de consumo de drogas en las macrodiscotecas de extrarradio que entre las clases más pijas con aditamentos de lujo. En cierta forma estamos hablando de un tema recurrente en la antropología, los límites del relativismo cultural. Todas las culturas merecen un respeto a priori, no se puede dar por sentado que unas sean mejores que otras –cualquiera que sea el método para definir “mejor” refiriéndose a una cultura–, pero sí que somos capaces de comprobar cómo todas las culturas tienen elementos francamente mejorables, sujetos a críticas y a mejoras sin que necesariamente se pierda la diversidad cultural.

            Un debate muy interesante lo tendría el preguntarse de hasta qué punto estas subculturas suburbiales tienen una identidad propia, hasta qué punto no se ven inmersos –quizá no más que otros niveles sociales– en dinámicas perjudiciales para sus propios intereses. En nuestros tiempos no se trata de que las clases más bajas de la sociedad se fabriquen sus propias ropas o hagan de la necesidad virtud recomponiendo enseres o adornos, los canis compran su indumentaria en grandes compañías, Nike, Primark, Bershka, ¿hasta qué punto es cultura popular? Consumen música producida a manera capitalista global, el reggaeton puede ser seña de identidad, tienden a copiar los modos y las modas producidas en los grandes estudios de gansta rap. Se les ha impuesto una cultura de masas y eso no está decidido por ellos mismos, está fabricado ex profeso a escala mundial. De nuevo podemos analizar desde la sociología cómo se ha producido esa identificación y cómo se ha elegido entre la diversa oferta unos tipos determinados. En cierta forma son apartados de una tradición de working class propia para adoptar formas de una sociedad uniformada con sus modelos provenientes de Estados Unidos.

            Son cuestiones para las que no tengo una respuesta definitiva y que suscitan sentimientos contradictorios. No me gusta el término falsa conciencia. No creo que tengan tanta gente engañadas, tiendo a pensar que algún tipo de satisfacción, de explicación racional tienen estas decisiones. Y por eso no deja de preocuparme que en política acaben votando de manera inconsciente a un partido. Al menos no más que el resto de las clases.

2 comentarios:

  1. Hola Javier:

    He dado recientemente con el artículo de Broncano, y tras leerlo más de una vez no estoy seguro de haberlo entendido del todo… o, en todo caso, me ha quedado la impresión de que hay algo que no cuadra. Y creo que eso que no me cuadra tiene que ver con dos ideas que mencionas en tu artículo.

    En primer lugar, está claro que la demonización de la que habla Broncano es injusta e injustificada. Pero también es cierto que, como dices, puede que determinadas subculturas tengan “dinámicas perjudiciales para sus propios intereses”. Tomemos los ejemplos de Brocano de las chonis y los canis: ¿no nos sería posible pensar en algunas de esas dinámicas? A mí, al menos, sí. Ello no implica que las chonis o los canis se merezcan ser despreciados, pero se seguiría cumpliendo que algunos de los aspectos de sus modos de vida podrían ser dudosos desde el punto de vista de sus propios intereses. Pero, ¿cómo podríamos destacar esos aspectos si nos empeñamos en blindarlos a la crítica por el hecho de ser expresiones de la cultura popular?

    En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, estoy de acuerdo en que “todas las culturas tienen elementos francamente mejorables, sujetos a críticas y a mejoras sin que necesariamente se pierda la diversidad cultural”. Pero, como decía arriba, si nos empecinamos en mantener que toda distinción cultural no es más que un prejuicio de clase implícito, ¿cómo hallar y combatir esos elementos mejorables?

    La unión de esos dos puntos es lo que echo de menos en el artículo de Broncano. Para el autor se ha producido una nueva desigualdad al impedirnos la “reflexión sobre la propia cultura”. Pero, ¿y si para poder reflexionar sobre la propia cultura necesitáramos la crítica, no dar por sentado el valor de una expresión cultural (las chonis, los canis) simplemente porque es diferente, porque es diverso, porque es popular? Y si lleváramos a cabo la crítica, y halláramos esos elementos francamente mejorables de los que hablas, ¿por qué deberíamos renunciar a denunciarlos? (sin demonizar, está claro)

    Desde mi modesto punto de vista, creo que es una inconsistencia en la que también caen otros analistas, como el mismo Víctor Lenore. Está claro que en la música hay mucho elitismo cultural, y a priori parece absurdo relegar a la categoría de productos de segunda a determinados artistas. Pero, ¿eso implica que debamos renunciar a evaluar y valorar sus expresiones artísticas? Es cierto que Camela, la música mákina o El Barrio forman parte del gusto de miles de personas que no se merecen ser víctimas de un prejuicio chovinista. Pero ¿eso legitima sus propuestas musicales? ¿No podría ser que la música mákina, o el reggaetón, fueran genuinamente productos nefastos desde, por ejemplo, un punto de vista compositivo?

    En fin, no sé si me he explicado muy bien. De todas maneras, gracias por tu artículo.

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  2. En primer lugar, gracias por tu lectura atenta y los comentarios. Estoy con todo lo que dices. Es difícil saber cuándo es una crítica "legítima" y cuando solo es un prejuicio de clase. Como siempre, la razón es humana, demasiado humana. Por ejemplo, el sexismo tan marcado de los canis / chonis es algo realmente deplorable, por mucho que uno intente explicar cómo se producen estas dinámicas y le encuentre sentido al juego de seducción/repulsión/sumisión/control.
    Es un problema que ya se encontraron los antropólogos y optaron por abandonar. El relativismo cultural acabó por entenderse de una manera perversa: del todas las culturas son respetables al todo de todas las culturas es respetable.
    Sinceramente, creo que debemos evidenciar las incongruencias y los problemas de cualquier grupo, sea el nuestro o el lejano. Intentando ser honesto y no mirar con el aire de superioridad y condescendencia (que me perdone Javier Diz por el anglicismo).
    Sobre Victor Lenore, al que sigo con interés como crítico musical y cultural, le noté en Hipster... algo descentrado y exagerado. No creo que se pueda hablar de una dominación cultural. O, al menos, circunscribirlo a la geografía en la que él vive.
    Cada vez que oigo criticar la música más popular, como puede ser el reggaetón, por repetitiva y simple, recuerdo que me gusta Elvis y todo el rockabilly que es básicamente lo mismo siempre. Quizás sea que no tenemos las herramientas suficientes para la crítica. Lo tenemos claro, pero fallamos en los argumentos.
    Muchas gracias por los comentarios. Un saludo muy grande

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