La difusión de la credibilidad es también sorprendente. Tanto que parece que más que seres racionales seamos seres que racionalizan a posteriori. Ya tenemos tomada la decisión y sólo nos quedamos con los argumentos que nos interesan. Y no se trata de personas anónimas, apresurados opinadores o taimados tertulianos, incluso los grandes filósofos racionalistas prefieren asirse a la intuición, por ejemplo, clara y distinta, antes que a los razonamientos, como si no confiaran en ellos para los cimientos y sí para los cálculos de las estructuras y los materiales.
La pandemia está siendo tan duradera que ha dado tiempo para que maduren todo tipo de actitudes, al margen del apoyo o la crítica a los gobiernos de turno. En un primer momento, casi de shock, la desorientación fue manifiesta. Los que desconfiaban del alarmismo avisaban de que no era más que una gripe mientras que el virus se diseminaba caprichosamente por el mundo occidental. No vamos a negar que la culpabilidad de la pandemia diera su juego desde el principio, y para todos los gustos. Animales asociados a prácticas alimenticias exóticas, misteriosos laboratorios de uno o de otro lado interesados en destruir al enemigo o cualquier combinación posible. No vamos a sacar de nuevo la responsabilidad del 8M o la actitud de Fernando Simón. Ya se ha discutido lo suficiente.
Más bien ahora surgen voces que niegan la pandemia, que aseguran que los gobiernos se apoyan en ella para o bien conseguir una sociedad más autoritaria, comunista, dictatorial, o bien para implementar las reformas del neoliberalismo con coartada. Voces mucho más osadas directamente apuntan hacia Soros y Gates empeñados en dominar el mundo como un vulgar supervillano de cómic. (Como si Gates no lo dominara ya y no tuviéramos todos instalados el chip no, los programas y aplicaciones de Microsoft.) O el agente del comunismo mundial que es la pobre OMS.
Es el momento de los antivacunas. Habría que distinguir entre los que aplican el principio de precaución ante una nueva vacuna, sobre todo teniendo en cuenta cómo se están acelerando los procesos de desarrollo y de prueba ante la pandemia, y los que sistemáticamente desconfían de ellas: que si el autismo, que si el mercurio, que si los fetos, que si son inútiles, que si pueden controlarnos…
Las mascarillas son otro campo de discusión. Dejemos también aparte los déficits de comprensión lectora de los documentos de la OMS, “no recomendar el uso de mascarillas” no es lo mismo que “recomendar no usar mascarillas”. El enfrentamiento no está en discutir la sensatez en su uso, que siempre podría ser discutible, sino en los ataques a los “bozales” como una muestra de la actitud de rebaño de la población. Como en el confinamiento.
Lo curioso es que todos los mensajes, además de tildarnos de gilis adocenados, llaman a que despertemos. Con esa expresión.
Los argumentos se reducen a vídeos colgados en la web (de otro que no quiere dominar el mundo, Youtube) o a noticias recogidas en publicaciones de dudoso gusto tipográfico. Está claro que el cutrerío es la base de la credibilidad. Cuanto más elegante y más profesional sea el diseño, más probabilidad de estar comprados.
Es cierto que en demasiadas ocasiones la “verdad oficial”, entre comillas, es más que cuestionable y que los gobiernos utilizan muchos métodos cuanto menos de dudosa moralidad, para mantenerse. Y quizás se copie la misma estructura argumentativa: “lo que los gobiernos no quieren que sepas”… El escepticismo es básico para la cordura y la sensatez. Sin embargo, como decía al principio, ¿por qué no se utiliza ese escepticismo ante esos doctores que se reúnen para difundir “la verdad”? ¿Por qué los miles de científicos de la OMS y de cualquier Estado están a sueldo o son absorbidos por el cuento oficial mientras que esos 140 son libres de cualquier sospecha? En realidad hay más que sospechas sobre ellos, unos defienden la homeopatía, otros son antivacunas, alguna hay antiabortista…
Personalmente me pregunto qué hace confiar a tantas personas en un tipo con pinta de hippie pero con un outfit carísimo defendiendo una alimentación sana, crudivegana, llena de antioxidantes como remedio contra el cáncer. Ojo, no como complemento a una terapia, sino como alternativa a una terapia. Todos estos gurús hablan de los intereses millonarios de las farmacéuticas, que son ciertos. También sacan a relucir enfermedades inventadas para promocionar sus productos. Y también será cierto. En algunas ocasiones. Demasiados muertos, demasiado sufrimiento para que todo sea un complot mundial. Toda esa desconfianza no se aplica a los gurús, ni a los médicos que montan clínicas con “remedios naturales”, que dan conferencias para darse a conocer, venden libros… ¿No pueden estar a sueldo de alguien? Es más fácil creer que centenas de miles de médicos estén comprados.
No hay argumentos racionales para preferir estar de este bando. La conspiración suena muy bien si quieres oír esa música, pero no hay forma ni de demostrarla ni de desmontarla. La falta de pruebas es, en sí misma, una prueba. La más importante. Así que sigo preguntándome por qué unos seres humanos preferimos, aunque nos perjudique, creer lo que es inverosímil. Quizá porque nos sitúa en un plano superior de conciencia y moralidad, por encima del rebaño. Ese será nuestro consuelo cuando estemos con el respirador que ha desarrollado la ciencia médica comprada por la OMS para que Soros y Gates se hagan con el mundo e impongan una dictadura comunista.
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