En la larga trayectoria de José
Manuel Benítez Ariza se pueden distinguir claramente don querencias poéticas, amén
de una diversidad temática que hacen de su obra una voz consolidada que
mantiene un altísimo nivel poético con cada entrega. Estas dos querencias
incluyen los poemas de temática amorosa en sentido amplio, y, por otro lado,
solapándose indudablemente, los que tienen como protagonista al paisaje.
Precisamente tomando como punto de referencia el paisaje, Benítez Ariza se
propone en Realidad un
cuestionamiento racional y sensitivo de aquello que consideramos “lo dado”.
Para ello recurre a esquivar los presupuestos habituales sobre los que
asentamos nuestra visión del mundo. Este podría ser, quizás, el libro más radicalmente
filosófico del autor.
Para empezar,
la sección titulada precisamente Realidad, propone abandonar la visión como
sentido privilegiado y abandonarse al resto de sensaciones como fuente de
conocimiento en un sentido más trascendental que científico: “El mundo es un
despliegue puramente auditivo / y es mejor, para ser parte de él, cerrar los
ojos” (Mediodía); “Si la miras con
ojos entornados, / si sostienes esa mirada anómala, / pierde la realidad su
consistencia sólida, sus perfiles precisos, / y todo tiende a disolverse, / o a
volatilizarse, /…/ Es lícito, por tanto, dudar de ella. / Basta entonces cerrar
los ojos y quedarse dormido / y es entonces mayor la confusión / despliega el
sueño toda su gama de prodigios /…/ Conviene resistirse, entonces, a cualquier
uso conminatorio de su falsa evidencia” (Realidad)
Descartes puro, tanto en la desconfianza de los sentidos como en la hipótesis
del sueño. La solución, en cambio, no parte de una cabaña abandonada, es mucho
más cierta la visión de “Un pájaro corteja su reflejo en el agua”.
Este
planteamiento lleva a una especie de monólogo interior, cotidiano, inmerso en
lo convencional: “Niebla o lluvia, no sé: soy parte de la nube” (En la nube). Pero a la vez no se queda
en la pintura de un bodegón o un paisaje –géneros en los que destaca tanto con
la palabra como con las acuarelas–, Benítez Ariza aspira a una trascendencia entre
jungiana (“Y una sola conciencia universal /…/ Llueve dentro de mí, pero es
solo confeti”, Gama de grises) y
mística (“a esa otra levedad de lo invisible que sustenta y calla”, Ante un ramillete de perejil). No
querríamos dar la impresión de una poesía racional, fría o analítica, antes al
contrario, fluyen en sus versos el manantial sereno de lo sentimental: “Y uno
arrincona su tristeza / como si fuera un abalorio inútil que os quisierais
llevar” (Urracas). [Incluso podríamos
decir que se descubre premonitorio del ansia de salir post-covid en Terraza.]
La segunda
parte es continuación del experimento que realizó con el gran José Antonio
Martel y también formaba parte de Arabesco
(Pretextos, 2018). De nuevo los paisajes sirven al poeta para desplegar la
sensualidad y la mirada. Por encima del pretexto, son paisajes en los que
refugiar una realidad constante y martilleante que requiere del aire para
respirar: “Busca uno esa sombra, esa penumbra azulada sustraída a ese otro azul
ígneo, gaseoso, del que venimos y al que volveremos para diluirnos en él” (La casería). La actitud es la misma para
el pincel o la tecla que para la mirada: “Pintas o miras estas casas como quien
se abraza a pretil que le impide caer al otro lado” (Ribera del Majaceite). Son estas viñetas las que abren la abstracción:
“Y una luz sin obstáculos / dibuja sobre el pavimento ahora despoblado / una de
las figuras de la muerte: // la pura claridad” (5). Permiten abordar los temas del paso del tiempo, la muerte, la
orfandad del claro de bosque con meditada calma: “Si el tiempo no existiera,
estas ruinas / lo serían tan solo por efecto / de la luz que las borra y las
consiente / en una mera ondulación de las tierras de pan” (Calatrava la Vieja).
La cualidad
sensorial de la poesía de Benítez Ariza recuerda constantemente la piel y el
cuerpo y nos hace partícipes de cada uno de las terminaciones nerviosas: “No es
de cristal el cuerpo y por eso lo hiere el nuevo roce / con las aristas frías
de estas aguas / que bajan del deshielo. Pero la conmoción / es placentera,
como / lo es, en la plenitud del verano, el recuerdo / de la ventisca sobra los
cerros conmovidos /…/ Y esa felicidad que duele en los entumecidos dedos de los
pies” (El baño).
Las siguientes
secciones discurren, una, Diagnósticos
razonados, en territorio cotidiano, y la otra, Waterford (Segunda suite irlandesa), aprovechando otros paisajes.
No es que abandone el tono filosófico, sino que ancla esas meditaciones en lo
más cercano: “La muerte está en el centro, no antes ni después” (Al fondo). Una gran parte de la armadura
del pensamiento procede de un estoicismo clásico, aceptar el mundo como es y,
tal como Heráclito podría sugerir, “Debo dejar de ser para fluir” (El baño). Como decimos, no se corre el
riesgo de perderse en disquisiciones abstractas, la filosofía está en los
cajones, en las habitaciones donde sucede la vida: “Y qué difícil decidir /
desde el sentido práctico de quien ordena sus espacios / como quien funda una
orden superior / sobre la dispersión esencial de la vida, / de cuál de esos
juguetes desprenderse /,…/ esa otra forma de inmortalidad / sin alma de la que
ya gozan” (Desmantelando una habitación
infantil). Porque ese transitar cotidiano, sencillo, habitual, es el que
nos acerca a la conciencia lúcida de la realidad que está permanentemente
buscando: “También la vida ahora se reduce / a percibir de alguna manera la
tristeza / de quienes te rodean y se duelen / de que no los conozcas, // y ante
ese limbo tuyo, / como asustados de caer en él, / se retraen” (A un desmemoriado). Conecta, podríamos
decir, con el asidero que Nietzsche otorgaba a los sentidos como puertas para
el verdadero conocimiento de uno mismo: “Zumba la oscuridad / y yo alargo la mano hasta tocar / mis
miedos infantiles” (Al filo).
Aunque sea la
muerte uno de los temas recurrentes en Realidad, no es un libro apesadumbrado
ni pretende ser trágico, el memento mori
puede ser siempre bifurcarse en un canto a la vida y al instante: “Siempre por
medio el mar, que es la muerte aplazada, / que es la promesa cierta de morir, /
más pronto o tarde /…/ También el mar, a su manera, encarna / un primitivo dios
que atiende y calla” (A la Madona de
Waterford). Son poemas más meditativos ante los acontecimientos y paisajes
del viaje. Una especie de abismo al que asomarse para sentir lo sublime.
En buena lógica,
la apelación a la finitud y al paso del tiempo, da pie a titular Fugaces a la última parte del poemario.
En él vuelve a reflexionar sobre lo que permanece y se transforma mientras que
pasa el tiempo para nosotros la insolente pervivencia de los objetos: “Y si
vida y espíritu no son / sino particulares formas / de la conflagración de
cuanto existe, / a ella devolveré la llama que arde en mí / y así la deuda
quedará saldada” (Los cuatro elementos).
Tengo en la mente un pequeño poema de Robert Frost sobre el secreto que sabe
mientras que los demás, a su alrededor, sólo intuimos y danzamos: “¿Es esto la
intemperie / o solo clarea de la espesura / donde unos pocos rayos horadan la
tiniebla?” (La danza). Dedica al
malogrado Antonio Cabrera Piedras en el
llano, un poeta con el que tanta conexión tiene Benítez Ariza, “La roca
estaba allí, como hito seguro / después de tanta confusión”. Encontramos
también en otros poemas un relato lírico, casi juanramoniano: “Y las higueras,
ya se sabe, / incluso las recién nacidas, / son viejas por definición, / como
las piedras y los montes” (La higuera),
o La diferencia, que tanto tiene en
común con Y yo me iré…
“Será todo tan simple
como la diferencia entre estar y
no estar.
El canto de los pájaros
o el olor de la jacaranda en
flor
en la honda madrugada
no tenderán a converger
en tu clara conciencia
de otra mañana jubilosa.
Faltará esa conciencia,
pero allí seguirán,
dando razón de ser a la mañana,
las flores y los pájaros.
Y nadie notará la diferencia” (La diferencia)
La intuición, los sentidos, la
meditación son las grandes bazas con las que juega Benítez Ariza en este
cuestionamiento para aprehender la realidad y condensarla en palabras. Unas
palabras que gozan de sencillez aparente, con las cualidades de una buena prosa
(como le gusta recordar a William Carlos Williams), el buen sentido y el
sentido del humor, que siempre anda presente.
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