viernes, 20 de marzo de 2020

Reseña de Daniel Cotta: ‘El beso de buenas noches’. Renacimiento. 2020.


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Daniel Cotta está, poco a poco, compartiendo su poesía con el público, aquella que siempre ha atesorado y a la que sólo tenían acceso pocos iniciados. Ha demostrado su solvencia en la poesía mística, en las distancias íntimas y en el sentido del humor.  ‘El beso de buenas noches’ no es, sin embargo, un conjunto de poemas, es –como advierte desde el principio su autor– un único libro dividido en pequeñas partes, algunas de las cuales, sin duda son poemas cerrados. El encadenamiento de los temas y de los argumentos entre las distintas partes articula un discurso circular, un desarrollo de las ideas, el despliegue de una tesis. A diferencia de otros intentos poéticos alrededor de un leit motiv, de un tema con sus variaciones, Daniel Cotta procura acompañarnos, llevarnos de la mano desde el beso de buenas noches asomándonos al abismo de la muerte.
                La conciencia de la infinitud y de la brevedad de la vida es una idea que sucede entre los versos: “Y ahora que te has muerto y que te sabes / metralla despedida de una estrella, / estás anocheciendo. /…/ Le sientas bien al cielo, ya lo sabes, / y estás mirando en tus pupilas ese / perfil crepuscular de ángel caído / (que te sienta tan bien), y te preguntas / por qué te favorece la tristeza. / Ves el sol / tender sus rayos con el solemne amor de un Crucificado / que se ha ido muriendo en cada casa”. Son versos escritos desde una conciencia creyente, pero con una sensibilidad que excede lo meramente religioso. No se puede comprender la poesía encerrada en este libro si perdemos de vista la promesa del más allá de quien profesa su creencia de manera absoluta y sincera.
A pesar de la fe en la resurrección, la amenaza de la muerte otorga sentido y miedo a la vida: “Porque él te sale dentro, / te está observando desde su copa de tristeza, / desde esa copa a que los ángeles caídos / olvidan su perfil desdibujado /…/ No puede darte / la eternidad que le reclamas / desde que el mundo es muerte”. Ante esta certeza, el poeta se afianza en la posibilidad de ser una única mota de polvo, pero una mota de polvo consciente de estar vivo. La certeza de la muerte permite comprender la vida y vivirla en radical intensidad: “Y ahora que ya has muerto y que recoges / pedazos de la estrella que ayer fuiste, / caminas por la calle / con el asombro propio de un difunto / que de pronto despierta maniatado a un rosario. / Y vas por el embuste de la acera / esquivando fantasmas / que ignoran que están vivos”.
El punto de vista, casi omnipresente, es la primera persona, aunque, como vemos en poemas como Partiremos esta noche, el viaje no se hace solo, hay más personajes en la obra.
‘El beso de buenas noches’ es un relato, paso por paso, en el que no estamos seguros de que no sea el eterno beso de la muerte. El ciclo del sueño y el despertar no deja de ser un trasunto de la resurrección –que no de la transmigración de almas y la reencarnación–: “Ten mi arcilla. / ¿En qué me vas a transformar? ¿En verso? / ¿En luz? / ¿En rana? / ¿En música?/ Tú eliges”. La incertidumbre, el miedo, la falta de fe (“¿Haré como si no existiera Dios?”) forma parte del nudo argumental y vital que propone Daniel Cotta. Es interesante que el tono no sea sombrío, no sea culpable, sino de una brillantez absoluta. “Cuidado, por ejemplo, con las fauces / que acechan en el fondo de mis ojos. / Atento a la tarántula que tienta / tu mano cuando crees que son mis dedos /…/ ¿Y ves mi corazón? Vigílalo: / dentro vive un avaro / que guarda su rencor como un tesoro. /Estate preparado, / porque la jaula se abre con tocarla”.
                Aunque, como insiste, “Y luego está la muerte”, la contestación no es la desesperación, sino la disposición absoluta,  lo mismo con el amor que con el Creador: “Filosófame tú, invéntame. / Crea un sistema ilógico conmigo /…/ haz de mí una teoría irrebatible, / la luz de una verdad, / la sexta vía…./ la prueba que demuestra, / cariño, / que no te has equivocado”. Esta ambigüedad juega a favor del disfrute del poemario: “No soy lectura fácil, te lo confirmo /… / Me gusta que me lean tus pupilas”; “Un libro es, sin abrir, un ataúd. / Y yo no quiero que me cierres nunca”; “Sabes que te has casado con mi miedo. /…/ Y a veces es su boca, no la mía / la que te da, la que te quita un beso, el beso último / que se disuelve en el azucarillo de tus labios / cada vez que me das las buenas noches”
“Como aquel jueves en que la noche echó a volar / y se dejó olvidado el beso entre tus labios. /…/ Entonces lo encontré; lo vi en tu boca, / con su temblor de pájaro herido. / De allí lo cogí. / Lo llevo dentro… / Toca, ¿no sientes su latido aún?”
“Porque hay besos que duran lo mismo que una estrella:
se quedan estallando para siempre.
Su titilar vadea las noches más oscuras
como una vela tibia silencia el apagón.
Te beso en ese beso cada noche:
lo entregas con lealtad de primavera,
y yo germino dentro
con una flor distinta cada vez,
más sabia, más madura
y nunca terminada.
Igual que tú, que nunca te terminas”
                Este es el miedo que realmente atenaza al autor, no la muerte en abstracto, sino la ausencia del ser amado: “Tú nunca te terminas, pero el día se apaga / y eclipsará en el sueño tu presencia”; “Yo me imagino el duende de las buenas noches / como una llama azul / que estuvo atraída por el amor que arde en las cosas /…/ con un temblor de mano que se agita / en medio de un andén, / va de adiós en adiós hasta el último beso. / Ese que de la muerte”.
Debemos añadir, también, la analogía con el libro, “El sueño es una muerte por capítulos”, aunque estemos, en estas palabras, adelantando el final, como dice el autor con ironía… “Capítulo final: /perdón, no suelo reventar los libros”. Y, de una manera más seria, se pregunta, “¿Cómo serán los últimos renglones, / la frase terminal, / la última palabra de la mía?”.
Es una unidad narrativa dividida en capítulos con una sucesión temporal, retórica y filosófica. Hay mucho de teología y de psicología escondidas entre los versos, una conciencia lúcida y humilde: “Porque llega al sueño con el alma más pobre / de lo que amaneció, sabe a derrota”; “Y en esta noche, igual que en otras noches, / hace miedo”. El miedo que hace es el vínculo con el alma gemela, “Pero dormirme solo no. Contigo…”; “Que entrar al santuario de los sueños / fuese tan de los dos como besarnos, /…/. Y no esta soledad, / no estos ensayos de morirse solo, / no este blando ataúd”.
Sin embargo, a pesar de todo, continúa el miedo, “Morirse debería ser un pájaro”, mientras que el autor se confiesa, “Mi corazón está herido de vida por la corazonada de mi muerte”. La muerte propia frente al mundo que continúa, como diría Juan Ramón, con los pájaros cantando: “¿Y qué será del mundo sin mi vida? / ¿Será posible que amanezca?”.
Como decimos, no es la desesperación y la angustia el acento que predomina; “Hay que decir adiós a todas horas, / despedirse de todo cada noche / como si nunca fuera a ser de día / darle el beso más tierno, más intenso a cada cosa. / La vida es un estar diciendo adiós”. El enfoque es de aprovechar el momento, ser consciente de cada milagro. Se advierte más claramente en algunos poemas, como Ven aquí, otoño y dame… o Y ahora acércate tú… suponen un respiro más de Jorge Guillén, con más júbilo “A todos os doy gracias / por haber hecho que este adiós se llenara de lágrimas”.
El acto final, la postrera resolución se inicia con resignación: “Ya no leeré más versos / ni escucharé más músicas. /Tanta y tanta belleza que hice mía / perecerá esta noche”;  “Con razón a esta amarga despedida / la llaman muerte. / Ahora lo he sabido: / morirse no es inexistir. Morirse / es deciros adiós” y, por último: “Y ahora que he muerto y he perdido / los trozos de estrella que ayer fui, / ahora que no hay más atardeceres, / ahora que no hay duendes besucones, /…/ la respuesta que Dios guarda en la manga de la última estrella. / Solo que a mí me pillará dormido”.
El mensaje, el radiante mensaje, es el cierre del poemario, un cierre que, en realidad, no es sino el comienzo: “Y para terminar –para empezar–, / vine, como la risa de un arroyo, / tu voz con el milagro: «Buenos días»”.

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