Francisco J. Márquez nació en
Jerez (1983 y es un maestro vocacional. Como
poeta, en cambio, podemos considerarlo discípulo, por así decirlo, de José
Mateos y Rosario Troncoso. Tampoco negaremos la conexión con Josep M. Rodríguez
al que dedica un poema, Lombriz, en
el que experimenta otro tipo de técnicas poéticas más basadas en la imagen. Este
es su primer libro de poemas y en él encontramos pequeños destellos de asombros
diarios. La poesía de Francisco Márquez tiene que ver con la poesía que siempre
nos rodea y que no siempre podemos ver. Traducir estos asombros es la labor del
poeta.
Las distintas
partes, denominadas simbólicamente por los colores, agrupan los poemas con un
sutil nexo en común, un espíritu que subyace más que un núcleo temático duro.
La sucesión de días y de noches es el milagro esencial que abre la puerta a los
demás: “La mañana abre el día con acordes de luz / que enciende el silencio de
la noche” (Concierto). Salimos a la
calle y es el día quien ilumina radiante el paisaje que nos rodea: “Mi pueblo
no es Pompeya / pero sus calles arden con los pétalos / que las macetas lanzan
/ para vestir de rojo / los oscuros zapatos del invierno” (Pompeya).
Lo importante,
sin embargo, no es el disfrute contemplativo, es la vivencia, el compartir la
vida, la ternura, por ejemplo, ante la tarea de ser padre: “Me obliga a dar
pasos más pequeños…. / ¿Quién conoce mayor felicidad / que poder pasar sin
manos libres?” (La espera). Francisco
Márquez realiza verdaderos ejercicios de poesía en estos versos: “¡Qué derroche
de vida tras la primavera! / Afortunado soy. Nunca ahorrarte un beso. / Si me
destapo el cuello podrán ver dibujada / la rosa de tus labios en mi piel” (Derroches).
La admiración
sobre el paisaje trasciende en estos poemas al ámbito de lo espiritual,
realizando un viraje desde lo sensitivo: “Castigaba el sol a la nieve / que
poco / a poco, / se va bebiendo el río” (Reencarnación);
“Hoy mi hijo cuenta nubes / desde el suelo / y soy afortunado por qué sé / que
sobre el azul siempre te tendrá / para cuidar sus sueños con tus plumas” (Colibrí); “El sol ha reclutado entre los
campos / a soldados leales” (Girasoles).
Como decimos, el paisaje va más allá,
tomando parte de la abstracción, de la meditación, incluso: “La tarde se me
escapa entre los dedos / el agua se escabulle entre mis manos / robándole
minutos a los días… / Y le miro a los ojos a la muerte” (Atardecer). Alcanza en estos poemas algunos momentos de gran
lirismo y emoción contenida: “Justicia de agua y sal, / ciega y antigua ley /
que nunca distinguió huesos de hojas o espinas” (La ley del mar)
La poética
parte de la contemplación, dice textualmente, “La atención es un premio para
los invisibles” (Una batalla perdida).
Es por esta razón por la que se empeña en su labor de desplegar los poemas
entre las grietas que la realidad deja brillantes tras lo meramente prosaico y
anodino: “En las equinas lucen las flores del pecado / como un jardín de
sombras que escapan de la luz” (Rosas de
la noche). El poeta se permite algunas sentencias, más cerca quizás de la
meditación desencantada que del júbilo que protagonizaban los poemas de la
primera sección: “El viento del presente empuja a los veleros / pero no mueven
/ pecios fondeados” (Pecios); “Estamos
condenados en la prisión del tiempo” (Tiempo);
“Usamos los relojes como varas / de zahorí, buscando profecías / en los bailes
del sol” (Monedas caídas)
Es, también,
el momento de la nostalgia y la recapitulación –y, de paso, de advertir el
eterno retorno–: “Sobre un viejo pupitre al fondo de la clase / está sentado el
niño que yo fui /…/ Es el brillo lejano de una estrella dormida” (Días de colegio); “Me busco en el pasado
sin descanso. / En casa de mi madre / siempre hay fotografías enredadas / en
cajones perdidos en el tiempo /…/ Algún día mi luz se apagará / y seré un
personaje de papel / actuando en la memoria de mis hijos” (Sombras chinescas). Ese niño que fue es el niño que ahora es y
crece entre sus manos: “Los baños de Daniel son escenas de un cuento” (El baño de la tarde)
La última
parte, denominada Trazos blancos, ofrece quizás un momento más personal, más de
búsqueda, más de introspección: “Al escribir camino en el desierto / …/ A
medida que avanzo, más se seca mi boca” (Sed).
La madurez se acerca sin poder renunciar a ella, solo queda la conciencia de no
perder quiénes fuimos y aceptar que no volveremos a serlo: “Los días eran una
habitación / ordenada y oscura / todo lo conocía de memoria / nunca necesité
abrir la ventana. // Pero llegaste tú con la luz bajo el verso / con el rumor
secreto de metáforas / con la canción de sílabas rimadas / … / Ahora la ventana
siempre se queda abierta / quizá, porque no sé cómo cerrarla” (La ventana).
El tono de Pequeños trazos no es en absoluto
pesaroso ni taciturno, el poeta
encuentra motivos en los milagros cotidianos para el asombro y el gozo, y nada
más gozoso que encontrar el rostro que nos mire y que mire nuestros versos
sabiendo qué y quién hay detrás y se aventure a compartirlo.
“Tus labios
resucitan el cadáver
de estos
versos de otoño.
El acorde o la
sílaba nacen desde el silencio.
Disimula el
pincel su miedo al lienzo blanco
con frágiles
esbozos al borde de la sima.
Mis versos aun
son solo garabatos,
los restos
apilados de mi poda
sobre la
tierra muerta del papel.
Me he lanzado
al abismo
del poema
sin haberme
mostrado antes desnudo.
Quizás sean
pequeños trazos de confusión
o bonitas
cenizas de palabras en llamas”(Pequeños
trazos)
Me ha encantado
ResponderEliminary enseñado a ver
a este mi pequeño mundo
que a mi paso discurre
sin saber nunca el porqué.
Un fuerte abrazo poeta