viernes, 6 de marzo de 2020

Reseña de Francisco J. Márquez Sánchez: ‘Pequeños trazos”. Takara. Col. Helena. 2017


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Francisco J. Márquez nació en Jerez (1983 y es un maestro vocacional.  Como poeta, en cambio, podemos considerarlo discípulo, por así decirlo, de José Mateos y Rosario Troncoso. Tampoco negaremos la conexión con Josep M. Rodríguez al que dedica un poema, Lombriz, en el que experimenta otro tipo de técnicas poéticas más basadas en la imagen. Este es su primer libro de poemas y en él encontramos pequeños destellos de asombros diarios. La poesía de Francisco Márquez tiene que ver con la poesía que siempre nos rodea y que no siempre podemos ver. Traducir estos asombros es la labor del poeta.
Las distintas partes, denominadas simbólicamente por los colores, agrupan los poemas con un sutil nexo en común, un espíritu que subyace más que un núcleo temático duro. La sucesión de días y de noches es el milagro esencial que abre la puerta a los demás: “La mañana abre el día con acordes de luz / que enciende el silencio de la noche” (Concierto). Salimos a la calle y es el día quien ilumina radiante el paisaje que nos rodea: “Mi pueblo no es Pompeya / pero sus calles arden con los pétalos / que las macetas lanzan / para vestir de rojo / los oscuros zapatos del invierno” (Pompeya).
Lo importante, sin embargo, no es el disfrute contemplativo, es la vivencia, el compartir la vida, la ternura, por ejemplo, ante la tarea de ser padre: “Me obliga a dar pasos más pequeños…. / ¿Quién conoce mayor felicidad / que poder pasar sin manos libres?” (La espera). Francisco Márquez realiza verdaderos ejercicios de poesía en estos versos: “¡Qué derroche de vida tras la primavera! / Afortunado soy. Nunca ahorrarte un beso. / Si me destapo el cuello podrán ver dibujada / la rosa de tus labios en mi piel” (Derroches).
La admiración sobre el paisaje trasciende en estos poemas al ámbito de lo espiritual, realizando un viraje desde lo sensitivo: “Castigaba el sol a la nieve / que poco / a poco, / se va bebiendo el río” (Reencarnación); “Hoy mi hijo cuenta nubes / desde el suelo / y soy afortunado por qué sé / que sobre el azul siempre te tendrá / para cuidar sus sueños con tus plumas” (Colibrí); “El sol ha reclutado entre los campos / a soldados leales” (Girasoles).  Como decimos, el paisaje va más allá, tomando parte de la abstracción, de la meditación, incluso: “La tarde se me escapa entre los dedos / el agua se escabulle entre mis manos / robándole minutos a los días… / Y le miro a los ojos a la muerte” (Atardecer). Alcanza en estos poemas algunos momentos de gran lirismo y emoción contenida: “Justicia de agua y sal, / ciega y antigua ley / que nunca distinguió huesos de hojas o espinas” (La ley del mar)
La poética parte de la contemplación, dice textualmente, “La atención es un premio para los invisibles” (Una batalla perdida). Es por esta razón por la que se empeña en su labor de desplegar los poemas entre las grietas que la realidad deja brillantes tras lo meramente prosaico y anodino: “En las equinas lucen las flores del pecado / como un jardín de sombras que escapan de la luz” (Rosas de la noche). El poeta se permite algunas sentencias, más cerca quizás de la meditación desencantada que del júbilo que protagonizaban los poemas de la primera sección: “El viento del presente empuja a los veleros / pero no mueven / pecios fondeados” (Pecios); “Estamos condenados en la prisión del tiempo” (Tiempo); “Usamos los relojes como varas / de zahorí, buscando profecías / en los bailes del sol” (Monedas caídas)
Es, también, el momento de la nostalgia y la recapitulación –y, de paso, de advertir el eterno retorno–: “Sobre un viejo pupitre al fondo de la clase / está sentado el niño que yo fui /…/ Es el brillo lejano de una estrella dormida” (Días de colegio); “Me busco en el pasado sin descanso. / En casa de mi madre / siempre hay fotografías enredadas / en cajones perdidos en el tiempo /…/ Algún día mi luz se apagará / y seré un personaje de papel / actuando en la memoria de mis hijos” (Sombras chinescas). Ese niño que fue es el niño que ahora es y crece entre sus manos: “Los baños de Daniel son escenas de un cuento” (El baño de la tarde)
La última parte, denominada Trazos blancos, ofrece quizás un momento más personal, más de búsqueda, más de introspección: “Al escribir camino en el desierto / …/ A medida que avanzo, más se seca mi boca” (Sed). La madurez se acerca sin poder renunciar a ella, solo queda la conciencia de no perder quiénes fuimos y aceptar que no volveremos a serlo: “Los días eran una habitación / ordenada y oscura / todo lo conocía de memoria / nunca necesité abrir la ventana. // Pero llegaste tú con la luz bajo el verso / con el rumor secreto de metáforas / con la canción de sílabas rimadas / … / Ahora la ventana siempre se queda abierta / quizá, porque no sé cómo cerrarla” (La ventana).
El tono de Pequeños trazos no es en absoluto pesaroso  ni taciturno, el poeta encuentra motivos en los milagros cotidianos para el asombro y el gozo, y nada más gozoso que encontrar el rostro que nos mire y que mire nuestros versos sabiendo qué y quién hay detrás y se aventure a compartirlo.
“Tus labios resucitan el cadáver
de estos versos de otoño.

El acorde o la sílaba nacen desde el silencio.
Disimula el pincel su miedo al lienzo blanco
con frágiles esbozos al borde de la sima.
Mis versos aun son solo garabatos,
los restos apilados de mi poda
sobre la tierra muerta del papel.

Me he lanzado al abismo
del poema
sin haberme mostrado antes desnudo.
Quizás sean pequeños trazos de confusión
o bonitas cenizas de palabras en llamas”(Pequeños trazos)

1 comentario:

  1. Me ha encantado
    y enseñado a ver
    a este mi pequeño mundo
    que a mi paso discurre
    sin saber nunca el porqué.
    Un fuerte abrazo poeta

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