Julio Ángel Olivas tenía ya publicados Diarios del cuarto oscuro (2000), Paralelo a tu expirar (2009), Sonambulia (2013), La piel leve (2021). Este es su primer poemario. Y es impresionante. Unos poemas densos, cargados de imágenes, de estructuras laberínticas, de metáforas oníricas y de sensaciones que se adaptan por una soberbia técnica (¡esos hemistiquios!) que no condenan a la rigidez a los versos. Este sueño encuentra su natural acomodo en una editorial tan emocionante como InLimbo.
La primera sección, Los descalzos, comienza a desplegar los imaginarios de la caza y el ciervo: “Es la cacería un mundo de vidas rotas /…/ Allá donde hoy brilla el cáliz sereno, / morderá la arena, la lágrima y el misal” (Umbría [cepos]). Versos certeros, lapidarios pueblan estos poemas: “No todo es inerte, ni es en vano el llanto” (La casa); “La casa es un alud de vejez y disonancia dormida” (Hogar); “Hay madrigueras de dolor donde antes crecía el mimo” (Ojos negros). Las frases se van entremetiendo a través de los versos como si se introdujesen en una caverna onírica: “Sobre una artista del polvo, sobre una sonrisa fantasma, / sobre sus pliegues de lino y su pompa de extirpar, / se duele una cerradura sin edad ni gozne preso” (Desheredad). La omnipresencia de la muerte es una de las señas de identidad: “De nombre está vacía esta urna de almas y mortaja. / No acostumbra a hablar ni deletrea por pudor / sus cicatrices que se visten de recuerdos” (De vacío).
Tráqueas es el segundo capítulo en el que siguen los versos golpeando duramente la estabilidad del lector, conmoviéndolo: “Te ensarta la vida con clavos enfermos” (Umbría); “Entre el vómito pausado, / La Umbría borda y clava” (A rastras); “Y no tuviste culpa del verdor en tu valle, / ni yo de amarte a través de sus ojos” (Felices); “Niño que fuiste, tierra que avistas, / patrón de piel rasgada a tiempo, / persiste a la fosa del corazón salitre” (La peregrina). Hay una sabia utilización de las imágenes, como lo hacen los cuentos tradicionales que zarandean los miedos con palabras sencillas y actos cotidianos: “Desperté, me vi y temblé; lo sé; / fue el relámpago del fantasma / la histérica arruga de su hábito /…/ A tientas destejó la mortaja, sus ojos forcé; / abrirlos, sinceros, al tacto del limbo. /…/ desnudado fui, sin contención ni entonces, / al niño que solía ser al fugaz príncipe, / a la fe intacta, al comulgar de mayo, / tan lejos de mí… el niño sin garganta / que no gritó al morir ni de viejo fue llanto” (El huésped).
Una sensación vital de riesgo, de peligro, de dolor como parte de la vida, como si Nietzsche viviera de la caza y fuera tanto el cazador como la presa: “Te llevo tan prieto a mis latidos, tan soñado, / que entraña a entraña, devoran ya mi ser / y mi alma enegres con tu lápiz trágico” (Deshabitados); “Eres de polvo, gusanos y verjas muertas, / de babas, ruina y veneno; / desdentado eres como los años sin lluvia, / como los harapos de nubes es temporal” (El eco muerto); “Eres el revés del viento y yo, alguien que te perdió, / alguien que te busca y te vela a conciencia, / a ti y a todo ese evangelio de descalzos o venas huérfanas” (Momia). Precisamente la metáfora de la hoja con su haz y envés: “Detrás del peregrino cielo y sus postración, / detrás del susurro del reo y sus mandamientos, sí, / mueve los pequeños detalles y arte el infierno” (Envés).
Apareces también presentes esas relaciones familiares que diseñan constelaciones como un cepo que se cierne a través de los siglos para atrapar inexorablemente: “Tal vez, me enmarcaste eterno, madre, / pero ahora que has presumido de tacto, / ahora que el costurero has tocado y sangras, / ahora comprendo que no hay remiendo / para el desgarro que hay en un grito cara al nacer / y ya para siempre, hereda y arrastra su hedor” (La nana del muerto). Versos como pedradas (“Ve a dormir, mi querido y feo títere, / ve a soñar con las hadas de entonces, / y cuando presientas que vuelvo al umbral, / lleva tu diestra a la génesis de los ungüentos”, Gris; “Olvidé ser niño al resquebrarse mi nana. / Hijo, mírame: el agua nació con forma de puñal”, Descuño) que se dirigen contra todo lo presente y hacia uno mismo: “Mi tía era bella y se dejaba pintar con el alma; / era sincera al morirse de súbito y risueña al resucitar” (Fuerte).
“¿quién es, madre? Madre,
¿quién fue ese que me mira desde dentro?
Ya no importa, mi niño, a la deriva está
y no arranques el velo de ese papel, no,
no lo levantes de la mesa, del muro no lo retires,
olvida la esquela y su biblia cansada.
Recuérdalo como nicho que improvisó la sepultura
/…/
Bésame con tu melodía del principio y simiente, abuelo.
Soy la vena del tiempo y tú, mi sangre y acontecer”
Como decíamos, los cuentos, como los sueños, son el territorio de lo terrible, de lo más primitivo, de lo más auténtico, de la infancia como una especie de plan de desarrollo: “Y se asoma, al encallar tu infancia, como la casualidad, / se asume solo porque eres tú / y has vuelto; / has vuelto y eres tú… se asoma… y eres tú” (La hoz); “Recuerdas haber sido… y así…. / almíbar rebosa en los aljibes, / allá, un día de infancia sin neón o bahía, / estanque de otrora murmuran tu canción” (Algas). Las sensaciones que acompañan a ese viaje del sueño y de la infancia, de lo más inveterado, de lo atávico: “Miré a través de la herida y olía a hierro; / tú palpitabas de un sitio a otro, como la marea, / solo envés sin música mi voz, / y te vi envolver y adormecer regalos de antes; / te apareciste sin ojos y no supe quién eras” (La mujer de las placentas). Por eso es la caza el eje central de este poemario: “morirse tiritando a tu lado y pedirte luto / engrasar el invierno en tus pupilas y, aun así, quererte, / para cegar tu respiración y dejar tus ojos en blanco tornillos” (La condición del rompeolas).
“Se pierden los muertos allá en el bosque de lágrimas;
no aprenden la lección y con la mirada te arañan
/…/
No aguardes, tú, que el vacío no se restaña.
Pese a la muerte que tragaste ya, arrópate en las zanjas,
sigue a ciegas el paso de los difuntos, la campanilla de sus jadeos.
Allí nos esperan, en las veletas confusas del tiempo,
allá donde se oxida el aire y enmudecen los diamantes” (Las zanjas)
La última parte, denominada genéricamente Polillas, contiene uno de los poemas más impresionantes: Umbría (la crucifixión). A partir de ahí, van tomando forma –de nicho–, se van concretando las intuiciones anteriores: “La rueca del tiempo es nuestra y siento, siento que los hilos abrazan para doler / y exprimen, de cerca, la sed desaparecida; / siento que éramos de porcelana y nos astillamos; / siento que respiramos la espera a grietas” (Nicho). Se cierra la comedia: “… es andar sobre el adiós” (Telón), para luego volver en estribillo, en un eterno retorno que cada generación sufre: “salta que te salta, muere el niño, vive el otro, / muere el otro y nace aquel. / Se olvidan las casas, destierran las nanas, / llora primero solo quien quiere / y nieva, nieva siete veces siete” (Estribillo); “Cuando lo que queda y espera en el surco. / cuando ya pasaste por el lugar y aconteció, /…/ La casa de infancia duerme o muere, / se abandona y aúlla, salta al vacío /…/ Allá donde fuimos, allá, aquí donde no somos” (Sótanos).
“Ha sido un grito entre algodones de todo lo que fue,
todo lo anclado al mañana y, al partir, naufraga
/…/
Todo mimo llega sin rabo,
cada mimbre de frágil infancia,
cada ojo en muerte dormita
/…/
cada día que fuimos el entonces,
cada niño que fenece en ti
cada res de cacería,
cada vez que sientes frío,
siempre, siempre, siempre,
cada vez que aprendes a morir” (Lares 13 (más una lágrima)
Sin palabras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario