lunes, 22 de octubre de 2018

Implosionar el lenguaje


Está claro que uno de mis temas recurrentes tiene que ver con la capacidad performativa del lenguaje. Vuelvo una y otra vez a las relaciones que tiene el lenguaje con la realidad y hasta qué punto la realidad que percibimos y comprendemos tiene que ver con el lenguaje que utilizamos. No lo hago porque vaya a aportar algo nuevo, hay muchísimos especialistas en el tema que son mucho más interesantes y ofrecen explicaciones y ejemplos con mucho mejor sentido. Realmente lo hago porque me saca de mis casillas, me entra una comezón y no tengo más remedio que sentarme a pensar mediante el lenguaje lo que el lenguaje me hace pensar.
                Si se pone uno a revisar, no hay semana en la que no salte alguna polémica relacionada con el uso del lenguaje. Esta semana, entre otras, toca el término “mariconez” que, por lo visto, estaba en una canción de Mecano y que una concursante de Operación Triunfo sugiere cambiar por las connotaciones homofóbicas. La dinámica es conocida. Se pone el altavoz a un detalle, se amplifica su repercusión y saltan los de siempre. Grupos de feministas y activistas LGTBI aplaudiendo la propuesta de la concursante. Miembros del grupo musical que rechazan cualquier acusación de homofobia (¡por dios santo, si cantaban ‘Mujer contra mujer’!). Archivillanos antifeministas reivindicando la libertad para poder decir, como decían en los 80, “mariconez”. Bueno, una historia muy vista.
                Para empezar, difícilmente podríamos utilizar esa palabra en los 80 porque es un palabro de los que Mecano, especialmente José María Cano, solía salpicar las letras, mezcla de patada al idioma y de vergüenza ajena. Quizás no tenga mayor importancia, pero el caso es que la sensibilidad hacia las connotaciones del lenguaje es ahora mucho más sutil. No hay que escandalizarse, creo, más bien al contrario, que debemos estar orgullosos de lo mucho que ha cambiado la mentalidad española al respecto. No hay más que ver los anuncios de los 70, por ejemplo, no hay que ir mucho más atrás, para comprobar lo bastos que nos parecen en cuanto al género.
                Legión son quienes alertan sobre la dificultad de adaptarse a tanta sensibilidad. Indican, preocupados, que el lenguaje no puede admitir tanta distinción y que la economía del lenguaje por un lado y la eufonía por otro, contradicen estas tendencias. No pasa una ocasión para que despotriquen contra lo que llaman lenguaje “políticamente correcto”. Estos cruzados que tanto miman el lenguaje tienen una fijación muy particular con estas cuestiones. El género importa.
                Fijación y cuidado que no aprecio en otros ámbitos, en los que se perpetran atentados contra el lenguaje mucho más graves, y que tienen un público muchísimo más amplio. Concretamente dos: el lenguaje del periodismo deportivo y el que utilizan los políticos. No estoy inventándome nada, al contrario, estoy rememorando aquellos Dardos en la palabra del difunto Lázaro Carreter, quien no cejaba en señalar los anacolutos, las incongruencias y la innecesaria utilización de préstamos y extranjerismos. Esta mañana me ha sacado de quicio una “final a cuatro”, traducción pésima de un sencillo “cuatro finales”, “final four”. Los enrevesados parlamentos de la prensa deportiva sí que atraviesan con cuchillo los cánones del lenguaje. Pero a los señores lectores del Marca, el As o el Mundo Deportivo, no les importa, no les sangran los ojos ni les pitan los oídos en la sección de deportes de los noticiarios de televisión. No hay sensibilidad donde hay afición.
                El ahora denostado Amando de Miguel pudo conseguir su ratito de fama con La perversión del lenguaje, un divertido libro criticando el mal uso del lenguaje de los políticos. El politiqués, le llamaba. Aunque, básicamente, era un ataque al partido socialista, no dejaba de tener razón. Y la situación no ha mejorado, al contrario, yo diría que se está pervirtiendo cada vez más el lenguaje de sus señorías. Y, repito, tampoco veo el revuelo entre los guardianes de la lengua salvo cuando se trata de asuntos de género.
                La teoría de los actos del habla performativos tuvo que hacer frente a las críticas desde muchos ángulos. Me gusta recordar la de Pierre Bourdieu. Cuando un sacerdote pronuncia las palabras: “Os declaro marido y mujer”, no es sólo la capacidad de articular los sonidos. El acto del habla sólo funciona porque el sacerdote, o la concejal, tienen la autoridad socialmente reconocida, incluso legalmente establecida para hacerlo. Las palabras se las lleva el viento, pero la ley es la ley. Dura lex.
                El caso es que las críticas a favor o en contra de “mariconez” pueden ser todo lo interesantes o vacías que se quiera, pero se quedan en un ejemplo de cómo la sociedad se transforma más o menos directamente o por senderos tortuosos. El problema está cuando afecta a los que pueden dar contenido legislativo al lenguaje, a los que sí pueden convertir en performativo, en obligatorio, un enunciado. La política debía ser muy cuidadosa con su lenguaje y todos deberíamos vigilar muy atentos los excesos verbales, no sólo de los adversarios, sino principalmente de los que nos representan, de los nuestros. No vaya a ser que apoyemos un enunciado equívoco o ambiguo y el resultado sea contraproducente. Ya sabemos que el demonio está en los detalles.
No es que no estemos avisados, que todos conocemos las advertencias de Orwell sobre el doblelenguaje y los fascismos. Lo que nos pasa es que siempre miramos las barbaridades lingüísticas de los demás. Y, aunque sean muy divertidas las meteduras de pata del expresidente Rajoy, hay que mirar la letra pequeña y las connotaciones de quienes pretenden gobernarnos o no dejar que los otros nos gobiernen. Mienten y retuercen lenguaje y gráficos, datos e indicadores para conformar una realidad que les sea favorable en las encuestas y en las urnas. Muchos de estos personajes ni siquiera son cuidadosos con sus discursos, no son especialistas en el idioma, sino que repiten argumentarios elaborados por especialistas.
Ellos sí que pueden hacer implosionar el lenguaje. Y, si se lo proponen, toda la civilización occidental. ¡Qué más quisiéramos l@s feministas!

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