Está claro que uno de mis temas
recurrentes tiene que ver con la capacidad performativa del lenguaje. Vuelvo
una y otra vez a las relaciones que tiene el lenguaje con la realidad y hasta
qué punto la realidad que percibimos y comprendemos tiene que ver con el
lenguaje que utilizamos. No lo hago porque vaya a aportar algo nuevo, hay
muchísimos especialistas en el tema que son mucho más interesantes y ofrecen
explicaciones y ejemplos con mucho mejor sentido. Realmente lo hago porque me
saca de mis casillas, me entra una comezón y no tengo más remedio que sentarme
a pensar mediante el lenguaje lo que el lenguaje me hace pensar.
Si
se pone uno a revisar, no hay semana en la que no salte alguna polémica
relacionada con el uso del lenguaje. Esta semana, entre otras, toca el término
“mariconez” que, por lo visto, estaba en una canción de Mecano y que una
concursante de Operación Triunfo sugiere cambiar por las connotaciones
homofóbicas. La dinámica es conocida. Se pone el altavoz a un detalle, se
amplifica su repercusión y saltan los de siempre. Grupos de feministas y
activistas LGTBI aplaudiendo la propuesta de la concursante. Miembros del grupo
musical que rechazan cualquier acusación de homofobia (¡por dios santo, si
cantaban ‘Mujer contra mujer’!). Archivillanos antifeministas reivindicando la
libertad para poder decir, como decían en los 80, “mariconez”. Bueno, una
historia muy vista.
Para
empezar, difícilmente podríamos utilizar esa palabra en los 80 porque es un
palabro de los que Mecano, especialmente José María Cano, solía salpicar las
letras, mezcla de patada al idioma y de vergüenza ajena. Quizás no tenga mayor
importancia, pero el caso es que la sensibilidad hacia las connotaciones del
lenguaje es ahora mucho más sutil. No hay que escandalizarse, creo, más bien al
contrario, que debemos estar orgullosos de lo mucho que ha cambiado la mentalidad
española al respecto. No hay más que ver los anuncios de los 70, por ejemplo,
no hay que ir mucho más atrás, para comprobar lo bastos que nos parecen en
cuanto al género.
Legión
son quienes alertan sobre la dificultad de adaptarse a tanta sensibilidad.
Indican, preocupados, que el lenguaje no puede admitir tanta distinción y que
la economía del lenguaje por un lado y la eufonía por otro, contradicen estas
tendencias. No pasa una ocasión para que despotriquen contra lo que llaman
lenguaje “políticamente correcto”. Estos cruzados que tanto miman el lenguaje
tienen una fijación muy particular con estas cuestiones. El género importa.
Fijación
y cuidado que no aprecio en otros ámbitos, en los que se perpetran atentados
contra el lenguaje mucho más graves, y que tienen un público muchísimo más
amplio. Concretamente dos: el lenguaje del periodismo deportivo y el que
utilizan los políticos. No estoy inventándome nada, al contrario, estoy
rememorando aquellos Dardos en la palabra
del difunto Lázaro Carreter, quien no cejaba en señalar los anacolutos, las
incongruencias y la innecesaria utilización de préstamos y extranjerismos. Esta
mañana me ha sacado de quicio una “final a cuatro”, traducción pésima de un
sencillo “cuatro finales”, “final four”. Los enrevesados parlamentos de la
prensa deportiva sí que atraviesan con cuchillo los cánones del lenguaje. Pero
a los señores lectores del Marca, el As o el Mundo Deportivo, no les importa,
no les sangran los ojos ni les pitan los oídos en la sección de deportes de los
noticiarios de televisión. No hay sensibilidad donde hay afición.
El
ahora denostado Amando de Miguel pudo conseguir su ratito de fama con La perversión del lenguaje, un divertido
libro criticando el mal uso del lenguaje de los políticos. El politiqués, le
llamaba. Aunque, básicamente, era un ataque al partido socialista, no dejaba de
tener razón. Y la situación no ha mejorado, al contrario, yo diría que se está
pervirtiendo cada vez más el lenguaje de sus señorías. Y, repito, tampoco veo
el revuelo entre los guardianes de la lengua salvo cuando se trata de asuntos
de género.
La
teoría de los actos del habla performativos tuvo que hacer frente a las
críticas desde muchos ángulos. Me gusta recordar la de Pierre Bourdieu. Cuando
un sacerdote pronuncia las palabras: “Os declaro marido y mujer”, no es sólo la
capacidad de articular los sonidos. El acto del habla sólo funciona porque el
sacerdote, o la concejal, tienen la autoridad socialmente reconocida, incluso
legalmente establecida para hacerlo. Las palabras se las lleva el viento, pero
la ley es la ley. Dura lex.
El
caso es que las críticas a favor o en contra de “mariconez” pueden ser todo lo
interesantes o vacías que se quiera, pero se quedan en un ejemplo de cómo la
sociedad se transforma más o menos directamente o por senderos tortuosos. El
problema está cuando afecta a los que pueden dar contenido legislativo al
lenguaje, a los que sí pueden convertir en performativo, en obligatorio, un
enunciado. La política debía ser muy cuidadosa con su lenguaje y todos
deberíamos vigilar muy atentos los excesos verbales, no sólo de los
adversarios, sino principalmente de los que nos representan, de los nuestros.
No vaya a ser que apoyemos un enunciado equívoco o ambiguo y el resultado sea
contraproducente. Ya sabemos que el demonio está en los detalles.
No es que no
estemos avisados, que todos conocemos las advertencias de Orwell sobre el
doblelenguaje y los fascismos. Lo que nos pasa es que siempre miramos las
barbaridades lingüísticas de los demás. Y, aunque sean muy divertidas las
meteduras de pata del expresidente Rajoy, hay que mirar la letra pequeña y las
connotaciones de quienes pretenden gobernarnos o no dejar que los otros nos
gobiernen. Mienten y retuercen lenguaje y gráficos, datos e indicadores para
conformar una realidad que les sea favorable en las encuestas y en las urnas.
Muchos de estos personajes ni siquiera son cuidadosos con sus discursos, no son
especialistas en el idioma, sino que repiten argumentarios elaborados por
especialistas.
Ellos sí que pueden
hacer implosionar el lenguaje. Y, si se lo proponen, toda la civilización
occidental. ¡Qué más quisiéramos l@s feministas!
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