Conocer la profesión del autor nos predispone a profundizar en los
aspectos filosóficos de su verso, buscando el misterio esencial, ahonda en el
significado, en los significados del agua. El poeta adopta distintas posiciones
con respecto al agua. Puede identificarse: “El agua fluye y me siento río,
guardián de la memoria, del mar y de las islas” (p. 17); “… Nunca, como ahora,
/ me fue tan tierna el agua” (1).
Puede servir como motivo para despertar la conciencia: “Agua que me arrastra
con el deseo de infinito / del tiempo y la memoria” (2). Y es el eje para diferentes metáforas, el agua, “que lava y
destruye, que alimenta” (3), es energía,
es música, es constructora de paisajes. El paisaje, la ribera, los árboles se
engarzan en este festival del agua. El sexo, mojado, por supuesto, también cabe
dentro de la metáfora (10). La
turbulenta historia del agua, que da vida: “Y en este fluir, la mirada se
vuelve / cómplice con los dioses / y escribo / notas de consuelo” (4). Sin embargo, este no es un
desvelamiento del nombre del agua, es el agua el nombre secreto del universo, del
misterio, de la vida: “Por qué mantener en mí el secreto del agua” (7).
Un innegable acento cernudiano recorre el volumen. Conectado en el
tema, incluso en algunos procedimientos con Mi
nombre de agua, de la jovencísima Marina Casado. Es un libro musical,
además de por el propio oficio del poeta que se muestra en cada línea, donde el
tema, el motivo principal se va repitiendo con matices durante toda la obra.
Una primera persona constante, permanente entre tanto cambio y mutación.
La segunda parte, ‘Todo Cambia’ habla sobre el vértigo y el
desconcierto, el asombro ante el perpetuo cambio: “Cómo descubrir el lenguaje
de las hojas” (8). En esa tensión se
encuentra el poeta. La memoria es el punto da apoyo frente al cambio: “En esta
memoria de mi ser, / la brisa soporta la levedad del verso / ante las derrotas
del agua” (9). Porque es necesario un
punto base, un centro de gravedad permanente donde encararse al miedo y la
confusión: “Una roca en la ribera, atalaya / que contempla el sueño de las
cañas / y mis cansancios. Una roca / interrumpe la ternura del deseo” (12).
Aprovecha, por supuesto el recurso a los cuatro elementos: “Y en
medio de este sentimiento del agua, surge la lucha de la tierra y el fuego, un
combate que crece en los vértices del alma con ese don plural del verbo
encerrado en los espacios” (p. 40).
“Camino por la herida de las
sombras…” (14) es un buen ejemplo de
la poética de Faustino Lobato. Los términos utilizados son comunes, habituales,
no hay cultismos ni sofisticación, pero dota a las imágenes de una fuerza muy
poderosa. Como decía Juan Ramón Jiménez, el poeta es el que inventa con las
palabras usuales un idioma distinto.
“Camino entre las brumas. Cómo olvidar
esa multitud de
miradas que invaden mi alma,
como un rumor de
mareas” (14)
Los poemas están dotados de un misticismo innegable, no
necesariamente emparentado con la ortodoxia de Juan de la Cruz o Teresa de
Jesús. Es una espiritualidad trascendente y a la vez muy hundida en la tierra:
“Todo cambio en esta corriente / que toma forma en el tránsito de las sombras /
del anonimato de la orilla” (p. 43)[1].
La gravedad, motor del agua, de la vida, dota de inmovilidad al perpetuo
cambio. Un cambio, un flujo que desnuda de certezas al individuo: “La
incertidumbre del cambio / deja atada la sonrisa de las horas / pero no el
empeño de seguir vivo. Por qué no declarar el sustantivo / del amor que me
sorprende” (18). Un cambio, pues que
aísla al individuo: “En esta soledad del cambio / beso la angustia de las
pérdidas, / la sonrisa de todos los encuentros” (17).
El
yo poético acude a las certezas de los sentidos, al contacto carnal: “Una sinfonía de besos arropa mi desnudez /
en los límites del agua /…/ la gravedad de mis manos recorre / la geografía del
agua”:
Tengo la luz pegada
a la espalda
con esa misericordia
de colores
que hace
diferente la tarde.
Y hago silencio, un
rito
que acorta la
distancia
entre el caos y
la eternidad.
Tengo el perfume de
las piedras,
el rastro del agua,
que perdona
la ceguera de
los días” (21)
La tercera parte, “Nada permanece” se mueve en un tema muy barroco,
recurriendo aún más a los sentidos, el oído, el tacto. Gusta, como a Efi Cubero
o Miguel Hernández, de la metáfora del barro (23), compuesto de agua y materia.
Confiesa la dificultad de vivir a solas, la necesidad de unión (24, 25),
para sumergirse en las aguas que siempre se transforman: “Solo el remanso de
esta soledad, sólo él, / me cuenta historias sin héroes ni princesas” (18). El deseo como confrontación al
agua, porque resiste, persiste, atraviesa el agua, como una roca que divide el
curso de un río.
Sigo mudo en esta
fragilidad
del misterio que me
circunda. Los verbos
resiste entre aguas
interiores. Ruedan
ebrios de limo.
Quiero regresar al
lugar del sueño,
sin alas. Impulso
que busca,
en el espejo del
agua,
versos
prohibidos.
Se oculta el poema
en el aliento de las palabras.
Y las estrofas,
cantos rodados, se pegan
al ser del verbo,
con el anhelo
de darle nombre
al agua.” (28)
Darle nombre y habitar el agua.
No nos queda otro remedio.
magnífica esta reseña de El nombre del agua de Faustino Lobato. Una perfecta invitación a leerlo. No lo conozco pero intento buscarlo. Gracias por esta generosidad tuya de compartir las cosas que te emocionan. Un fuerte abrazo Javier
ResponderEliminarGracias poeta, gracias por esta magnífica reseña de un libro muy querido para mi. Precioso Javier, gracias.
ResponderEliminarCon tu permiso, coloco esta reseña en mi muro de Facebook. Un abrazote