“Es posible la
luz, aunque haya oscuridad y tenga que volver a redimir el canto con los dedos
mientras deshago el silencio que me separa de ti” (p. 76)
Nacido en
Almendralejo, tras pasar un intenso periodo en Bélgica, vuelve a Badajoz donde
termina dejando la institución eclesial y dedicándose al ejercicio de la
docencia. Faustino Lobato cuenta con una trayectoria poética muy sólida, que
comenzó en 1998 con Poemario Gitano
hasta La sorpresa de lo humano
(2018). Este Rehacer el alba es el volumen
inmediatamente anterior y continúa, en cierta forma el universo metafórico
sobre el que pivotaba El nombre secreto
del agua (2016). Es significativo que esté dedicado a su mujer, “por los
naufragios compartidos” en este libro sobre el dolor, concretado biográficamente
en la muerte del padre del poeta. No es un canto fúnebre, ni, como señala en el
prólogo, Efi Cubero, porque sus palabras ni “reclaman consuelo, ni tampoco
intentan consolar”, pretenden navegar por el dolor.
Desde la primera parte, “La levedad del barco (Memoria 1)” pasea por
la filosofía existencialista, entre la “neánt”
y la “sagrada costumbre de mirar al cielo” (p. 22). Se contrapone la sensación
de naufragio a la vivencia a flor de piel: “Qué fuerza hay entre los cuerpos
cuando lo infinito o lo absoluto puede resultar la suma de todo y no es más que
vacío limitando el deseo” (p. 23). Lo que no se puede evitar es cierto
desencanto, “Es falaz que lo seres hablan de amor” (p. 24); “¡Hay tanta
ausencia!” (p. 25); “Cómo pasar esta inercia sin sentido” (p. 26); “Todo, tan
breve” (p. 31). La sombra de la muerte acecha.
La propuesta de verbalización que está implicada en el poemario no
siempre satisface al poeta (“Por qué vivir alrededor de un eje que lo explique
todo”, p. 68), que trabaja como un artesano tallando su propia imagen: “Como
barro seco, / sin la impronta original, / busco, entre las vocales diarias, /
ese rostro de promesa que adornó / lo mejor de otros instantes” (p. 26). Cómo
no recordar a Miguel Hernández –y a Efi Cubero– de la misma forma que el
personaje de W. Golding, Martín, el
náufrago.
“Cómo descubrir la
emoción en la cara oculta
de las cosas, si la
carne reclama
las vocales del
verso;
las horas se
convierten en ídolos
que controlan la
pregunta; y la vida huye de una falsa dirección” (p. 59)
Otros poemas se ramifican en numerosas referencias filosóficas, de
Rilke a Foucault, para luego caer solemnemente a ras de suelo, a la más
absoluta terrenidad: “Parece que va a llover” (p. 27). La incertidumbre le hace
contemplar el paisaje, perplejo, para atisbar alguna pista. Quisiera ser
hormiga / para descubrir la grandeza de las cosas /… / Cuesta ajar / hasta la
frontera del barro” (p. 29).
“Crezco en medio del dolor y las torpezas. En este presente de naufragios y abandonos, no renuncio al
pasado, a lo que fui antes de comer ese veneno que me abrió los ojos y me hizo
saber que soy barro, levedad” (p. 32).
La escritura, la necesidad de poner por escrito es una especie de
ejercicio espiritual que ponga en orden los sentimientos aturdidos por el
naufragio
“Escribo sensaciones, con la dificultad de saberme ante lo
inevitable –soledad, miedo, muerte, vacío, incertidumbre; con la impronta del
gesto cotidiano a merced de ese juego del destino que pretende que el infierno
del olvido solucione las distancias. Encarar la verdad es el principio de un
rechazo” (p. 35)
La tensión entre la vida y el universo sin sentido se convierte en
una constante, se expresa en la contraposición entre levedad y gravedad: “Qué
fuerza de gravedad puede haber entre los “justos”, cuando el infierno de la
distancia marca el trecho equidistante de sus cuerpos que, sin alma, naufragan
en el vacío” (p. 36). Y se expresa a través de la metáfora del naufragio: “Vivimos
a la deriva, en un mar de desconsuelos, inventando dioses y leyendas para
sobrevivir en medio de un caos insolidario” (p. 37). Los poemas, como salmos, alternan
dos voces, dispuestas tipográficamente y mediante la cursiva: “… Un punto / con
sabor a muerte. Dios se asoma al caos. / Todo está por hacer. Eva sonríe. /
Después, / vendrá el verbo con sus paraísos” (P. 39).
El sentimiento predominante, como no podía ser de otra forma, es la desolación
(“No hay nada que hacer. / La incertidumbre acecha / entre el instinto y la
razón”, p. 43), en la que, sin embargo, procura no caer el poeta: “No puedo
reclamar la eternidad / cuando la carne se hunde en el barro / y la pasión
adorna la tramoya diaria. / Sobrevivo / en esta selva de vanidades. // Los ángeles existen” (p. 41). Más que
una incertidumbre, lo que Faustino Lobato nos narra es el fin de una época de
ilusión, en la que “Las miradas han dejado de ser cómplices” (p. 43), donde uno
se pregunta “Dónde está el color de la sorpresa” (p. 42). Porque “No hay
presente que guarde la vida / y cierre la puerta a otros paraísos” (p. 44).
“Estoy
ante el dolor de lo
perdido,
en la desesperanza
sin poder reparar
estos versos de
agua” (p. 44)
Sin embargo, en cada una de las partes, el poeta se enfrenta a la
decepción y al dolor mediante la poesía, la que se escribe y la se descubre: “Doy
gracias al aire, a la voz que me empuja a leer esta sintaxis de la calle y sus
ruidos, gracias, a este emigrar de la emoción que se afirma en el poema” (p.
49). Una composición austera, sin recursos ni barroquismos y sin embargo, muy
musical, por ejemplo, con staccati, repitiendo
“llueve” en varios poemas (p. 46, 47, 48, 49). “Cuando el día tiene ese punto
infame…” (p. 60), recuerda al Love will
tear us apart de Joy Division: “Cuando la mirada y las manos son el cortejo
/ de lo fortuito y el color salta en el vacío, / el fuego nace / en la aparente
victoria / de lo imposible // Palpo la
gramática de la vida” (p. 60). O a Dylan en “En este punto…” (p. 69).
Aborda la escritura más que desde las certezas, desde una posición
de resistencia, de ahí lo de Rehacer el
alba: “Cómo entender el movimiento de la derrota en la arquitectura de lo
aparente. Es fácil explicar el rencor y el miedo, la soledad y el dolor y
después, sentir la solemnidad de los instantes” (p. 54). Aunque entre sus
versos se pueda “estar entre la nada y el todo, entre la angustia de vivir y la
ilusión de alcanzar el paraíso” (p. 59), no es el existencialismo desolado, aún
preserva la fe en que puede existir una esperanza: “Y un ángel guardián
resuelve los conflictos del alma con ese mouvement
de l’absurde en el que me encuentro” (p. 53). Siempre es posible la
redención, aunque el proceso sea arduo: “No sé cómo redimir la mirada” (p. 54).
Los paisajes que predominan son los de la niebla, lluvia, desamparo.
Las soluciones, enfrentarse a la marea y el torrente; adentrarse en la niebla o
esconderse, que la huida es imposible, y la palabra, la eterna búsqueda de la
voz y la palabra, llevan al sufrimiento. La avalancha del deseo –de seguir
vivos, latiendo–, de los deseos –carnales y no carnales– tropieza con el muro
del agua, lucha inútil: “No quiero vivir en esta colmena de deseos, / en este
laberinto de pérdidas innecesarias” (p. 56).
“No quiero esconder
bajo el barro
la gravedad de los
sueños. Quiero vivir
sin forzar los silencios,
dejar a la palabra
su razón y a los impulsos, su momento
Duele la carne en este
naufragio de vivos
/… /
Duele amar.” (p. 57)
Una de las principales lecciones
de los naufragios es que somos nómadas, siempre en tránsito: “Qué ligero el
espíritu en esta jungla de seres voraces” (p. 59). Transeúntes movidos por el
deseo: “Mientras, la calle fabrica nubes a precios de saldo hasta ahuyentar las
nubes del deseo” (p. 63); “Existir, sí, entre el misterio con la misma
intensidad con la que vivo un amanecer, un orgasmo, un abrazo o una sonrisa.
Existir con la ilusión de mantener un sueño aunque este sea una utopía” (p. 67).
Dotado de una mística y espiritual innegable, Faustino Lobato se presenta
carnal, humano, terreno, y nos avisa que “el abrazo del ángel frena la búsqueda
/ de otro cielo. // Por qué dudar de la
compasión” (p. 70). Después llegará la aceptación del dolor: “Ardo, tan
suavemente” (p. 71), pero no la rendición: “Me mantengo de pie, / con la mirada
fija en los mil rostros / que transitan / en las sombras” (p. 73), –que continúa
un poema de El nombre secreto del agua–.
“NO HAY NEGRO O BLANCO
sino el color del verso que brota en cada rincón de sigilos
agónicos, en cada espacio vacío, en cada espera. Sí, ahora hay voces, no
ruidos, en esta sinfonía donde vivir aparenta ser un presente de horizontes,
más que de fronteras.” (p. 75)
Mi querido amigo, ante todo gracias por esta magnífica reseña. Gracias por tus aprecios. He saboreado lo que comentas con gran ilusión.
ResponderEliminarEn tu comentario has hecho una selección muy certera del contenido del libro
Gracias también por terminar con esa cita del anterior libro, muy querido para mí.
Un abrazote