La crisis del coronavirus ha
trastocado toda la vida social, ha penetrado en todos los aspectos, no
solamente en lo económico. Un aspecto no menor es el relativo a la enseñanza,
desde infantil hasta la universitaria se han tenido que adaptar los métodos y
han surgido todo tipo de problemas. Y muchos intentos de solución.
Lo
primero que me llama la atención es la palmaria realidad de que somos
necesarios los docentes. Después de muchos años escuchando que la institución
de la escuela estaba estancada en el pasado, que había nacido como respuesta a
la Revolución Industrial y que no había cambiado en absoluto (dios mío,
qué osada es la ignorancia). Todos esos
gurús anunciaban que la enseñanza de contenidos estaba obsoleta, que todo está
en la Red. Que las tecnologías de la información hacían inútil tener que
aprender datos, que somos multitareas y que la enseñanza presencial iba a
desaparecer. Pero no.
Somos
necesarios para guiar los aprendizajes, todas las tecnologías del mundo no
sustituyen la cualidad humana de estar un grupo de alumnos con sus profesores,
viéndose, interpelándose, compartiendo el espacio en un tiempo que no pocas
veces se hace eterno. Y, además, de una manera un poco cínica, somos necesarios
para servir de guardería. Los trabajos de los progenitores necesitan de una
institución para que se haga cargo de los infantes mientras atienden las tareas
propias de su edad y condición.
Pero
los tiempos son los que son y la pandemia ha trastocado cualquier intento de normalidad.
Ahora nos damos cuenta de las diferencias sociales a la hora de acceder a los
contenidos. Alumnos que no tienen ordenadores, que no tienen servicio de
internet esos que parecían también desinteresados por lo académico y que
acababan haciendo algún trabajo en la biblioteca pública. Alumnos que no tienen
ni móvil con datos suficientes, ni tiempo para hacer las tareas, ni espacio
para dedicarse a estudiar, ni familia
que le eche una mano. Alumnos que apenas atendían en clase y ese era el único
acceso a lo académico. Yo he tenido suerte, no demasiados alumnos con
dificultades están en mi centro. Los hay muchos más precarios.
El
gobierno, habida cuenta de todas estas dificultades plantea la necesidad de que
se flexibilicen las actividades de evaluación y que en este tercer trimestre no
se avance sino que sirva para recuperar a los alumnos que no pudieron antes
aprender lo más básico. Hay que recordar que muchos dan el último estirón a
final de curso, cuando ven las orejas al lobo y se ponen en serio a estudiar y
a recuperar. Y salvan el expediente entre junio y los exámenes extraordinarios,
que por ahora están en septiembre. Todos esos alumnos están fuera del control y
del estímulo.
Hay
quienes plantean hacer tabla rasa y dar un aprobado general, todos con un
aprobado. Y hay quienes se enfrentan totalmente a esta medida por diferentes
motivos. Me parece un poco cínico que denuncien esa “facilidad” quienes se han
aprovechado del sistema para ir aprobando asignaturas de una carrera o han
obtenido un máster sin apenas pisar clase.
Luego
está la cuestión de la excelencia. ¿Qué pasa con la excelencia? Sinceramente,
desde un punto de vista puramente personal, la excelencia no es el principal
problema salvo para los que dependen de una nota para entrar en un ciclo
formativo o una facultad. El término ya me resulta un poco cargante, lo noto
demasiado apegado a una fachada honorable para poner a salvo de la chusma a los
vástagos de las élites. Esos que pueden entrar en los bachilleratos de
excelencia, y que, si flojean en matemáticas o en inglés, han tenido todas las
clases particulares que les han hecho falta. Esos tienen su problemática, pero
mayor es la de quienes están en el otro extremo.
Me
preocupan más los que se están esforzando y no llegan ni a ser mediocres. Los
que han estado trabajando para que luego no les cunda. Alumnos a los que les
cuesta muchísimo estudiar y más aún aprender. Porque además siempre se les
exige que compensen sus carencias intelectuales con mayor esfuerzo y más
tiempo, como si no fueran niños y adolescentes que necesitan mucho tiempo para
desconectar. Y además, frustrados
totalmente porque, por mucho que lo intenten, no llegan ni al cinco en cada
examen, en cada asignatura. Esos son los que me preocupan. A esos les podíamos
ayudar cuando estábamos en clase, echarles una mano explicando, poniéndoles
ejercicios o mirando con otros ojos las actividades que entregan, valorando
tanto los conocimientos que demuestran como el esfuerzo que hay detrás.
Pero
hay quienes prefieren contraponer los “excelentes” a los ninis, que ni trabajan ni quieren hacerlo. Los que revientan las
clases y deprimen al personal, los que son negativos, una toma de tierra para
la energía docente. Si a estos se les aprueba automáticamente, ¿qué mensaje
estamos mandando? Pues si fuera la norma, si todos los años se diera un
aprobado general, comprendo la desilusión de muchos, especialmente de los que
hablaba antes. Porque esos del cuatro y pico con todo el esfuerzo van a tener
la misma nota que quienes ni siquiera tienen un bolígrafo. Y no, no es justo.
Mi
opinión personal es que se puede tratar, como medida excepcional, un aprobado
general, pero no la misma nota para todo el mundo. Podríamos subirles a esos
alumnos por su esfuerzo, a los que van sobrados, también un poco más. Los que
siempre sacan sobresalientes no hay manera de compensarles en la nota, pero
siempre podemos hacer comentarios en los boletines.
Aspecto no
menos importante es la valoración del aprendizaje por sí mismo. Si damos por
superados los aprendizajes para que se pueda pasar de curso, aquellos alumnos
que no se han esforzado no tendrán esos contenidos, ni habrán practicado lo
suficiente, ni se les habrá abierto un poco más la mente. Eso debería ser
considerado como una especie de castigo. Pero estamos demasiado acostumbrados a
considerar el aprobado como el único premio, y todas las clases orientadas a
conseguir la nota, en lugar de conseguir aprender más. La nota es un medio y se
ha convertido en un fin. Que los alumnos lo hagan es comprensible por su
inmadurez, pero el sistema, incluyendo a padres, profesores y administración
parecemos solo preocupados por la calificación. De lo injusto que es poner la
misma calificación a quienes no se han esforzado lo suficiente. Y, como mucho,
de lo difícil que va a ser impartir conocimientos sobre la ausencia de lo que
debían haber aprendido en este último trimestre.
Ante
el aprobado general, o poner la misma nota a todo el mundo, siempre recuerdo
las clases de natación de Felipe, el conocido en televisión como Felipe II. Es
un tipo muy divertido pero tremendamente formal en su trabajo a pesar de las
bromas. Sabe qué niño está en qué nivel, cuál tiene que practicar o cuál puede
pasar a la otra piscina. Cuando manda cualquier tarea, como cruzar el ancho de
la piscina, a todos los niños les dice, “sobresaliente”, “sobresaliente”,
“sobresaliente”. Todos reciben su sobresaliente en todo. Y, curiosamente, todos
aprenden a nadar, cada uno a su ritmo, en dos semanas o en dos meses, pero
todos aprenden. Porque lo importante cuando uno se apunta a los cursos de la
piscina municipal es para aprender a nadar, no para conseguir el certificado.
La perversión de la escuela (y en general del mundo académico) es confundir el
medio y los fines. Y de eso es difícil curarnos.
El
problema de atender las deficiencias de un trimestre deberá ser tratado en el
curso que viene. Soy bastante pesimista sobre
lo que aprendemos en clase. Seguro que un trimestre es demasiado y que habrá
muchos contenidos que no se podrán ver nunca. Pero, tomando perspectiva,
¿cuántas cosas que aprendimos en la escuela hemos olvidado? Algún apaño
podremos hacer el curso que viene, retomar algunos temas, al menos por encima,
recortar los contenidos del siguiente para adecuar a tres trimestres lo que se
debió dar en cuatro. Ser compasivo con quienes lo merecen y no perjudicar a los
alumnos que no han tenido medios.
Ahora,
también digo que no soporto a todos esos políticos que se ponen muy dignos
ellos pidiendo que se den todos los contenidos del trimestre, que se evalúe
según los criterios establecidos, aunque los medios no estén preparados, que no
se tenga ni un poco de consideración, que se atienda a los alumnos para que
recuperen contenidos. Una evaluación “rigurosa” dice un consejero. Debería
haber dicho “flexible” tanto para los alumnos como para los medios que tenemos
los docentes. Para ellos la meritocracia es un dogma y una pandemia mundial no
tiene por qué afectar al sustento ideológico de su supuesta superioridad.
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