Llevo unos días un poco raro
después de algunas intervenciones en las redes. Y no solo estoy yo, veo que el
ambiente se está tensando. Y no me gusta. Así que voy a intentar ser más
personal en mis reflexiones. Como siempre, tratando de hilar los pensamientos
propios y darle un poco de coherencia. Voy a procurar, supongo que con poco
éxito, no entrar en la arena política para explicar por qué no me gustan nada
las banderas.
Tiene que ver,
en parte, con mi manera de concebir a las personas como seres complejos y
contradictorios en sí mismos. Y aunque parezcamos más simples que el mecanismo
de un chupete, siempre aparecen zonas de indefinición, de oscuridad en personas
luminosas o de bondad en personas agrias. No es que piense que todos somos
buenos y malos a la vez, sino que más bien tenemos muchas caras, muchas aristas
y eso creo que es bueno. Evidentemente, si una sola persona contiene
multitudes, como decía Walt Whitman, imagínense un país entero
Más aún, me
resulta muy complicado asumir que mi personalidad, mis gustos o mis ideas políticas
puedan caber en unas siglas determinadas o en una ideología concreta[1].
Resulta que mis opiniones, mis gustos y mi personalidad tienden hacia la
izquierda, pero no se identifican casi nunca con nadie en concreto. Ni siquiera
encuentro un filósofo de cabecera con el que no disienta de manera radical, es
decir, de la raíz.
Mi experiencia
personal me dice que las banderas patrias suelen llevar aparejadas un tipo de
ideología concreta. Es curioso, porque no tendría por qué ser así. Que uno se
sienta patriota no le tiene que llevar inexorablemente a despreciar a los
homosexuales, por ejemplo. Claro que no es así. A priori. Sin embargo, a
posteriori, lamentablemente compruebo que ondear orgulloso la bandera
rojigualda concluye en un debate sobre la sanidad hacia los inmigrantes, la
crítica feroz a los progres, la extrema sensibilidad hacia los que aportan el
capital a las empresas. Ya digo que no es un tratado político, nada implica que
llevar una bandera española te haga intransigente con las políticas sociales.
Pero sucede. Lo penoso es que sucede. Repito que intento bordear los asuntos
meramente políticos y hablo desde mi experiencia personal.
Las causas
seguro que son muy complejas, pero hay una que pesa muchísimo. Casi cuarenta
años de peso. La decisión del bando sublevado de denominarse “nacionales” y adoptar la bandera monárquica fue bastante
paradójica en su momento. No se tenía claro qué se iba a instaurar después del
18 de julio, y mucho menos ser una monarquía sin rey. Lo que sí parece que fue
un acierto fue considerarse “nacionales”. Quizás fuera para posicionarse contra
los internacionalistas (aquellos del “obreros del mundo, uníos”), pero sospecho
que tuvo más que ver con asociar a los enemigos de los sublevados con una
antiespaña, de suerte que todos los que no apoyaban a Franco, Queipo o Mola
eran antiespañoles. A sueldo de Moscú, para más señas. Y así se ha repetido
desde entonces. Los enemigos del régimen son los enemigos de España. Esta
asociación explicaría hasta cierto punto que la izquierda, e incluso parte de
la derecha no franquista, se resistiera a utilizar el vocablo “España” y
prefiriera “este país”.
Las
manifestaciones de esta semana se han llenado de banderas. Me da igual que se
hayan mostrado algunas con el águila de San Juan o carlistas (que ya hay que
ser obcecado para llevar una bandera que sabes que irrita si tanto dices que
eres constitucionalista y demócrata). El caso es que portar esas banderas tiene
el mismo objetivo, demostrar que los que no comparten sus ideas no son
españoles, no merecen ser españoles. Envolverse en la bandera es una metonimia
para utilizar una retórica patriotera en la que las llamadas a la unión son
siempre para derrocar a otro. No son llamadas a la unión con el gobierno de
España, son para pedir un gobierno de concentración nacional en el que no esté
el gobierno actual de España.
Es difícil
identificarse con una bandera que se utiliza para enfrentarse a otros países en
las competiciones deportivas. Es difícil identificarse con una bandera que se
utiliza para reivindicar la españolidad de unas regiones en las que una gran
parte de la población la cuestiona (igual que sería difícil identificarse las
banderas que reclaman la independencia de unos territorios como rechazo). Es
difícil identificarse con una bandera que acompaña a voces contra la igualdad
de la mujer, contra los derechos del colectivo LGTBI+, contra los derechos de quienes
vienen a trabajar a este país, que desconfían de quienes enseñamos a sus hijos
en los contenidos marcados por la ley, que pretenden eliminar las ayudas del
Estado a los más desfavorecidos mientras que reclaman subvenciones, legislación
y gasto para que sus empresas (en sentido amplio de empresas) les enriquezcan
aunque sus trabajadores vayan cada vez más cayendo en la miseria, quienes no
creen en la gestión de lo público y glorifican lo militar…
Para
enfrentarse a esta asociación tan caprichosa pero arbitraria, muchos desde la
izquierda piden reapropiarse de la bandera y de la patria. Que se asocie España
con la protección a los desfavorecidos, que se asocie la bandera de todos a
todos. Y para ello utilizarla en todas las ocasiones en las que se pueda. Que
sea la bandera de España la que ondee en las mareas por la educación y la
sanidad, por un medio ambiente limpio y un trabajo digno. Insisten en apelar a
la patria en estos menesteres.
Sin embargo,
si al final utilizamos la bandera como un significante vacío, que sirve tanto a
los que portan cacerolas con cucharas de alpaca, los que abominan del gobierno
socialcomunista bolivariano que mantiene el estado de alarma para hundir a
España por el propio placer de hacerlo; y también para los que denodadamente
luchan por los trabajadores y trabajadoras, para la sanidad pública y una
universidad de calidad; digo si sirve a unos y a otros, entonces no sirve para
nada. Si al final los que defendemos ideas progresistas nos comportamos con el
mismo infantilismo de los portabanderas en sus pulseras y camisas, para ese
viaje no necesito alforjas. Que se queden con la bandera y la disfruten.
Sabía que al
final entraría en política. Pero esto es una opción personal de alguien
incómodo con las banderas y que, para mayor vergüenza, no se siente orgulloso
del país en el que ha nacido. Porque nacer en un pueblecito de la provincia de
Cádiz no es ningún mérito. Compartir distrito postal con dos premios nacionales
de literatura no me hace escribir ni medio bien. Mi acento no refleja de mí
nada excepto que me crie en el bajo Guadalquivir y viví en Granada cuando
estudiaba. Todos los logros de los grandes generales que expulsaron a Napoleón
o fueron derrotados por los ingleses, los emperadores que nacieron en la Bética
y los que derrotaron al imperio azteca no me dicen nada. Ni para avergonzarme
ni para vanagloriarme. Desarraigado de esta forma, desquiciado en mis ideas,
¿para qué voy a querer una bandera?
[1]
Creo que todas las ideologías tienen que ser analizadas, primero teniendo en
cuenta a quiénes hablan. No es lo mismo partir de que el Hombre es malo por
naturaleza que pensar que es la sociedad quien lo corrompe (ambas majaderías
peligrosas). Hay que analizar cuidadosamente cuáles son los objetivos finales,
porque todos los programas prometen un final feliz, pero difieren sensiblemente
en qué consiste la felicidad. Y, por último, pero no menos importante,
comprobar cómo se llevan a la práctica esas ideas. Por ejemplo, no basta con
saber que alguien se declara cristiano, que piense que todos somos hijos de
dios, que el cielo es el lugar donde todos vamos a disfrutar de la
contemplación de Dios, si luego resulta que pretende llevar a la hoguera a
todos los que disentimos de que dios exista.
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