domingo, 24 de mayo de 2020

¿Por qué no me gustan las banderas?



Llevo unos días un poco raro después de algunas intervenciones en las redes. Y no solo estoy yo, veo que el ambiente se está tensando. Y no me gusta. Así que voy a intentar ser más personal en mis reflexiones. Como siempre, tratando de hilar los pensamientos propios y darle un poco de coherencia. Voy a procurar, supongo que con poco éxito, no entrar en la arena política para explicar por qué no me gustan nada las banderas.
Tiene que ver, en parte, con mi manera de concebir a las personas como seres complejos y contradictorios en sí mismos. Y aunque parezcamos más simples que el mecanismo de un chupete, siempre aparecen zonas de indefinición, de oscuridad en personas luminosas o de bondad en personas agrias. No es que piense que todos somos buenos y malos a la vez, sino que más bien tenemos muchas caras, muchas aristas y eso creo que es bueno. Evidentemente, si una sola persona contiene multitudes, como decía Walt Whitman, imagínense un país entero
Más aún, me resulta muy complicado asumir que mi personalidad, mis gustos o mis ideas políticas puedan caber en unas siglas determinadas o en una ideología concreta[1]. Resulta que mis opiniones, mis gustos y mi personalidad tienden hacia la izquierda, pero no se identifican casi nunca con nadie en concreto. Ni siquiera encuentro un filósofo de cabecera con el que no disienta de manera radical, es decir, de la raíz.
Mi experiencia personal me dice que las banderas patrias suelen llevar aparejadas un tipo de ideología concreta. Es curioso, porque no tendría por qué ser así. Que uno se sienta patriota no le tiene que llevar inexorablemente a despreciar a los homosexuales, por ejemplo. Claro que no es así. A priori. Sin embargo, a posteriori, lamentablemente compruebo que ondear orgulloso la bandera rojigualda concluye en un debate sobre la sanidad hacia los inmigrantes, la crítica feroz a los progres, la extrema sensibilidad hacia los que aportan el capital a las empresas. Ya digo que no es un tratado político, nada implica que llevar una bandera española te haga intransigente con las políticas sociales. Pero sucede. Lo penoso es que sucede. Repito que intento bordear los asuntos meramente políticos y hablo desde mi experiencia personal.
Las causas seguro que son muy complejas, pero hay una que pesa muchísimo. Casi cuarenta años de peso. La decisión del bando sublevado de denominarse “nacionales”  y adoptar la bandera monárquica fue bastante paradójica en su momento. No se tenía claro qué se iba a instaurar después del 18 de julio, y mucho menos ser una monarquía sin rey. Lo que sí parece que fue un acierto fue considerarse “nacionales”. Quizás fuera para posicionarse contra los internacionalistas (aquellos del “obreros del mundo, uníos”), pero sospecho que tuvo más que ver con asociar a los enemigos de los sublevados con una antiespaña, de suerte que todos los que no apoyaban a Franco, Queipo o Mola eran antiespañoles. A sueldo de Moscú, para más señas. Y así se ha repetido desde entonces. Los enemigos del régimen son los enemigos de España. Esta asociación explicaría hasta cierto punto que la izquierda, e incluso parte de la derecha no franquista, se resistiera a utilizar el vocablo “España” y prefiriera “este país”.
Las manifestaciones de esta semana se han llenado de banderas. Me da igual que se hayan mostrado algunas con el águila de San Juan o carlistas (que ya hay que ser obcecado para llevar una bandera que sabes que irrita si tanto dices que eres constitucionalista y demócrata). El caso es que portar esas banderas tiene el mismo objetivo, demostrar que los que no comparten sus ideas no son españoles, no merecen ser españoles. Envolverse en la bandera es una metonimia para utilizar una retórica patriotera en la que las llamadas a la unión son siempre para derrocar a otro. No son llamadas a la unión con el gobierno de España, son para pedir un gobierno de concentración nacional en el que no esté el gobierno actual de España.
Es difícil identificarse con una bandera que se utiliza para enfrentarse a otros países en las competiciones deportivas. Es difícil identificarse con una bandera que se utiliza para reivindicar la españolidad de unas regiones en las que una gran parte de la población la cuestiona (igual que sería difícil identificarse las banderas que reclaman la independencia de unos territorios como rechazo). Es difícil identificarse con una bandera que acompaña a voces contra la igualdad de la mujer, contra los derechos del colectivo LGTBI+, contra los derechos de quienes vienen a trabajar a este país, que desconfían de quienes enseñamos a sus hijos en los contenidos marcados por la ley, que pretenden eliminar las ayudas del Estado a los más desfavorecidos mientras que reclaman subvenciones, legislación y gasto para que sus empresas (en sentido amplio de empresas) les enriquezcan aunque sus trabajadores vayan cada vez más cayendo en la miseria, quienes no creen en la gestión de lo público y glorifican lo militar…
Para enfrentarse a esta asociación tan caprichosa pero arbitraria, muchos desde la izquierda piden reapropiarse de la bandera y de la patria. Que se asocie España con la protección a los desfavorecidos, que se asocie la bandera de todos a todos. Y para ello utilizarla en todas las ocasiones en las que se pueda. Que sea la bandera de España la que ondee en las mareas por la educación y la sanidad, por un medio ambiente limpio y un trabajo digno. Insisten en apelar a la patria en estos menesteres.
Sin embargo, si al final utilizamos la bandera como un significante vacío, que sirve tanto a los que portan cacerolas con cucharas de alpaca, los que abominan del gobierno socialcomunista bolivariano que mantiene el estado de alarma para hundir a España por el propio placer de hacerlo; y también para los que denodadamente luchan por los trabajadores y trabajadoras, para la sanidad pública y una universidad de calidad; digo si sirve a unos y a otros, entonces no sirve para nada. Si al final los que defendemos ideas progresistas nos comportamos con el mismo infantilismo de los portabanderas en sus pulseras y camisas, para ese viaje no necesito alforjas. Que se queden con la bandera y la disfruten.
Sabía que al final entraría en política. Pero esto es una opción personal de alguien incómodo con las banderas y que, para mayor vergüenza, no se siente orgulloso del país en el que ha nacido. Porque nacer en un pueblecito de la provincia de Cádiz no es ningún mérito. Compartir distrito postal con dos premios nacionales de literatura no me hace escribir ni medio bien. Mi acento no refleja de mí nada excepto que me crie en el bajo Guadalquivir y viví en Granada cuando estudiaba. Todos los logros de los grandes generales que expulsaron a Napoleón o fueron derrotados por los ingleses, los emperadores que nacieron en la Bética y los que derrotaron al imperio azteca no me dicen nada. Ni para avergonzarme ni para vanagloriarme. Desarraigado de esta forma, desquiciado en mis ideas, ¿para qué voy a querer una bandera?


[1] Creo que todas las ideologías tienen que ser analizadas, primero teniendo en cuenta a quiénes hablan. No es lo mismo partir de que el Hombre es malo por naturaleza que pensar que es la sociedad quien lo corrompe (ambas majaderías peligrosas). Hay que analizar cuidadosamente cuáles son los objetivos finales, porque todos los programas prometen un final feliz, pero difieren sensiblemente en qué consiste la felicidad. Y, por último, pero no menos importante, comprobar cómo se llevan a la práctica esas ideas. Por ejemplo, no basta con saber que alguien se declara cristiano, que piense que todos somos hijos de dios, que el cielo es el lugar donde todos vamos a disfrutar de la contemplación de Dios, si luego resulta que pretende llevar a la hoguera a todos los que disentimos de que dios exista.

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