Tercer poemario
del barcelonés tras el sobresaliente Uno
(La isla de Siltolá, 2015). Desde José Luis Hidalgo, se han visto pocos
ejemplos de cómo la muerte puede convertirse en un material poético de manera
tan consistente como en este volumen: “La muerte se pasea por mi cuerpo. /…/
Está cómoda aquí. // De algún modo consuela / que alguien se sienta a gusto con
mi cuerpo” (Tuétano). A pesar de las
ironías, este es un libro doliente, en el que el autor se confiesa
extremadamente sensible hacia las pequeñas cosas, los matices, las
incomodidades (“Todo lo que se rompe me concierne”, Cristal) para, seguidamente y en paralelo, dejar caer una queja
sobre su falta de sentimientos (“Y una rodilla metálica y fría / como mi
corazón”, Prótesis). La voz poética
se despliega desubicada, por exceso (“Suelo ser lo que sobra”), por fugaz (“Llegué
a la vida ayer, / y ya me estoy muriendo”, XX).
La cercanía de la muerte es el tono de urgencia –y a la vez de serenidad– que
impregnan los poemas de Cuarto menguante:
“Cada poema es una despedida” (Fadeout).
“las palabras no mueren pero pueden matar. /… / Por eso tengo miedo: / siempre
hablo de la muerte y estoy vivo” (Humo).
Ernesto Frattarola hace gala de una conseguida concisión expresiva:
“Y estrellarse será / solamente / señal de llegada” (Camino); “Yo no soy yo: / yo soy lo que tú me dices” (Levante). Sorteando el nihilismo, vuelve
su mirada crítica en primer lugar hacia sí mismo: “Sin saber qué es quererte,
yo te he querido /… / No he sido la persona que mereces”, (Dos cartas); “No sé no
arrepentirme” (Moebius); “Aprendo a
conformarme” (Amarras); “La espera es
un espectro: / no muere el día que ha nacido muerto” (Coma); “No sé salir de aquí.
/ No sé si quiero /…/ También estamos hechos de tristeza. / Por qué no
complacerse en la tristeza” (Estocolmo);
“Para qué sirvo yo, / una sombra de palabras sin sombra” (CV)… Encuentra la otredad como un recurso vital más que expresivo:
“Como si existir fuera ser un tú // Una perspectiva. / Una ajenidad” (Mirador); “Camino hacia el pasado que no
tuve /… / Me cruzo con quien fui. / Y no me reconozco en ninguno de los dos. //
Soy el hombre a quien busco” (Apnea).
Es indudable que un tono nietzscheano va impregnando la filosofía subyacente en
estos versos, en la muerte de Dios, el gran Otro (“Ya murió el vigilante. / Ya
no existe la verja. // Y no saltamos”, Mansedumbre);
en la falta de certidumbres (“Los pueblos son ficciones. / Las personas también
/… / La muerte es nuestra verdadera patria”, Exilio; “Y todo se parece tanto a todo / que nada importa nada”, Igual).
El dolor se hace insoportable (“Todo lo cambiaría / por una
jeringuilla de morfina /…/ Quiero que no me duela / nada más. Nunca más”, Morfina), por eso admira el mármol de
Carrara de la tumba de su padre (Agosto).
Sin embargo no deja siquiera que sea la belleza quien nos salve, por lo que
supone de tiranía (“La belleza es un modo de violencia”, Horma); por lo inútil de autoficción (“No necesito máscaras. / Mi
escondite soy yo”, Carnaval); por lo
perverso del arte (“embellece el papel / lo que ensucia la vida”, Paisaje), por su inutilidad (“Y me
pregunto si algo / le habrá servido alguna vez a alguien”, Eco).
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