domingo, 30 de marzo de 2014

El olvido y san Adolfo Suárez, patrón de la Transición.



Dicen que la distancia es el olvido. Y distancia histórica es la que empezamos a tener para valorar la transición y las figuras que hicieron posible esta gesta épica. No nos hemos dado casi cuenta, pero desde la muerte de Franco y la coronación del rey ha pasado el mismo tiempo que desde aquel 18 de julio hasta la muerte del dictador. Ya deberíamos tener distancia, pero no olvido. Nunca olvido. Esta semana hemos asistido a un buen arsenal de loas hagiográficas a la figura de Adolfo Suárez.

Otro que no es santo de mi devoción, Gabriel Albiac, definió acertadamente el paso de la dictadura al régimen actual cuando hablaba metafóricamente de la “inmaculada transición”, que, como el cristal, pasó del franquismo a la democracia sin romperlo ni mancharlo. Pero más justicia poética no puede haber que la figura de Adolfo Suárez enfermo de Alzheimer. Que la figura central de una transición que quiso olvidar el franquismo, que obvió rendir cuentas o pedir responsabilidades no podía tener otro fin que el olvido de sí mismo.

Los testimonios, siempre elogiosos hacia este político audaz, más que reflejar una época y una gratitud, parecen ocultar un vergonzoso pasado. Muchos en la UCD lo decían, Alfonso no se merecía lo que le hicimos. El tahúr del Mississipi, como le llamó una vez Alfonso Guerra, hizo buena la frase de que “contra la UCD estábamos mejor”. Las filigranas de la legalización de los partidos, de la Ley para la Reforma Política, la Constitución, los Pactos de La Moncloa o del resto de pasos que se fueron dando engañando a unos, prometiendo a otros, temiendo a todos. El olvido es el mejor epitafio para Suárez.

El problema es que, al comparar los políticos actuales con aquellos del final de los años 70, nos parecen increíblemente entregados a una política de Estado, a un interés común, a un servicio a la ciudadanía. Pero no nos engañemos, esta valoración no se debe a que fueran excepcionales y bienintencionados, es que los actuales pasan todas las fronteras de la incompetencia y la desfachatez.

Debería ser evidente que una persona no puede cambiar un país. Ni la santísima trinidad formada por el rey (padre), Suárez (hijo) y Fernández Miranda (espíritu santo). Mucha gente, muchos grupos de presión, muchos intereses nacionales y extranjeros fueron los encargados de llevar a buen puerto el paso de un régimen a otro sin variar ni un ápice las élites del poder, sin modificar las más mínimas bases de la riqueza de las grandes familias. Como sentenció Lampedusa en El gatopardo, “haz que algo cambie para que todo sigua igual”.

Además del actor olvidado de aquellos años, los millones de personas que salieron a la calle, unas veces pidiendo amnistía, otras, libertad, otras, autonomía, otras, derecho al aborto… Huelgas, manifestaciones, encierros de personas normales y corrientes, nunca mejor dicho, porque acababan normalmente corriendo delante de la policía. Parece que hay orden de olvidar que la democracia esencialmente se lucha en la calle, pues si no, los políticos olvidan cuáles son las prioridades, las necesidades de los ciudadanos que no van en coche oficial, no acuden a los Congresos de los partidos, no viven en La Moraleja, ni toman desayunos de trabajo en hoteles lujosos del centro. La agenda política, no lo olvidemos, se cuece en despachos muy, muy lejos de las cocinas y los dormitorios, los comedores y los patios. Las mesas de negociación no son las que sirven para el dominó o para el mus.

Dar clase te ofrece la oportunidad de reflexionar sobre muchas cosas. Porque tienes que tener muy claras las ideas para poder explicarlas a alumnos desinteresados de la manera más simple y luego hacerlas más complejas para aquellos con más curiosidad y conciencia. Reflexionar porque repasas muchas cosas, muchos acontecimientos, muchas ideas. Circula por la red una encuesta callejera en la que se pregunta a jóvenes sobre la figura de Suárez. Por el acento y el lugar parece que ha sido en la fiesta de la primavera, haciendo botellón y claro, las respuestas son lo que son. Si esta es la generación más preparada, preparados estamos. Cuando escucho esto me pregunto por qué contestan cuando no tienen ni idea. Estas son las cosas por las que creo que mi asignatura tiene una misión y una importancia.

Pero también mi asignatura me hace repasar las ideas de filósofos como Locke, quien, de una manera que ahora parece sorprendente, decía la obviedad de que los ciudadanos firman un contrato social para que los gobernantes y el Estado velen por los derechos de los ciudadanos. Y no al revés. Las personas no estamos para salvar al Estado, para eso no necesitamos Estado –ay, mi corazoncito anarco-. Sin embargo nuestro gobierno ha olvidado a este precursor del liberalismo que tanto dicen defender. Prefieren gastar millones en pagar las deudas de las autopistas que contratar a familias con ese mismo dinero.

Los dirigentes del Partido Popular están rivalizando en idioteces en las últimas semanas. Montoro contradiciendo al informe de Cáritas sobre la pobreza infantil, como si la pobreza infantil no fuera importante si su número no supera un cierto umbral. Los bancos salen de la crisis, las familias más ricas aumentan su capital. De las personas normales, de la gente de la calle no se acuerdan salvo para pedirles el voto.

El líder de la patronal leonesa pretende que los despedidos sean los que paguen indemnizaciones a los empresarios porque habían recibido de ellos un puesto de trabajo y un salario. Olvidan que no son despedidos por su voluntad, sino que es el empresario el que prescinde de un contrato indefinido. Olvidan que el que contrata siempre saca más beneficios del trabajo que el propio trabajador. Lo que parece evidente pero estuvo a punto de costarme una denuncia.

Los medios de comunicación también olvidan. Olvidan los cientos de miles de personas que se manifestaron en las Marchas por la Dignidad y sólo se acuerdan de los enfrentamientos. Olvidan que su función es informar y no manipular. Mucho olvido, demasiado olvido.

Dice un refrán popular que para ser felices hay que tener buena salud y mala memoria. Nietzsche también reclamaba las virtudes salutíferas del olvido. En este sentido, y sólo en este sentido, la democracia española goza de una salud inmejorable.

domingo, 23 de marzo de 2014

¡Con qué poco se conforman!



Vaya por delante que no se puede obligar a nadie a ir a una manifestación, ni a hacer declaraciones, ni siquiera a confesar su fe. Yo mismo soy poco amigo de multitudes, sin embargo quiero hacer llegar mi solidaridad con los manifestantes de las Marchas por la Dignidad. Muchas gracias por defender la sociedad frente al expolio que venimos sufriendo por parte de este capitalismo mafioso. Los ciudadanos no estamos para salvar al Estado, es el Estado el que está para salvar a los ciudadanos, no sólo a los poderosos.
 
Iba a decir que “leo en El País”, pero no puedo. En El País del domingo no aparece la noticia de las marchas. En realidad, en casi ningún medio ha salido en portada. Ayer las cifraban en 50.000 participantes provocando la indignación en las redes sociales de aquellos que habían asistido. Ni siquiera guerra de cifras. Se ha ninguneado la manifestación. Sin embargo, en cualquier otra ya sea en contra del terrorismo, de la guerra o del aborto ¡qué pronto se habla de millones! En el telediario de la Primera, como es natural, sólo se ha insistido en los incidentes violentos. En ABC y La Razón, ni siquiera consideran oportuno explicar que esa violencia a la que se refieren pertenece a los coletazos de una manifestación. Son sólo actos vandálicos y agresiones a la policía. Cristina Cifuentes en El Mundo pide solidaridad con las fuerzas de orden público.

No nos terminamos de acostumbrar a este tipo de manipulaciones periodísticas (¿?). También sabemos cómo se intentó desviar a los autobuses de las marchas por carreteras secundarias o detener su camino para evitar que llegaran a Madrid y también está quedando bastante clara la actuación de infiltrados que provocan los disturbios, y así justificar las cargas de los antidisturbios. Y aunque los servicios públicos están para eso precisamente, para el público, sabemos también que Ana Botella denegó el uso de colegios como lugares de pernocta a los manifestantes. ¡Qué lástima que no se hubiera tratado así a los del JMJ!

No sé por qué acabo conectando estos dos acontecimientos cuando son de lo más distinto. En las Marchas por la Dignidad se defiende a todos los españoles –y residentes- de los recortes. Se lucha por una sanidad más justa para todos, una educación con mejores medios, contra los desahucios, contra una corrupción generalizada y por eso se hace al margen de partidos políticos. Quizás sea la razón por lo que no adquieren visibilidad, no sirven a ningún amo. Se obstinan en hacerlos entrar en el juego de elecciones y partidos porque ése es su juego, en el que ganan siempre. Niegan representatividad democrática a estos movimientos, como si ésta sólo se obtuviera cada cuatro años con los votos. 

La Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) fue un encuentro sectario, sólo de los católicos y para católicos (diría incluso más, no para todos los católicos). Por lo visto se pensaba en los peregrinos como en huchas andantes que traían dinero a la capital, a los negocios, una oportunidad para aliviar la crisis económica. Todo eso llegué a escuchar. Las autoridades públicas se volcaron facilitando todo tipo de instalaciones, recursos y personal. La seguridad se pagó con dinero público, lo mismo que la cobertura informativa. Y ¿para qué? El santo Padre ¿iba a sacarnos de la crisis? ¿Fue, al menos, crítico con alguien? ¿Pidió cambiar políticas? No, me temo que no, que sólo fue una celebración de estar todos juntos, alabándonos unos a otros por lo maravillosos –y pecadores- que somos, más incluso que al dios al que rezan.

O las manifestaciones del Foro de la Familia. Siempre me pregunto, como Mafalda, ¿la familia de quién? La mía no tiene culpa de nada. Yo no siento que mi familia se vea amenazada porque una ley permita al fin que dos personas, independientemente de su sexo, se quieran, pretendan dar validez jurídica a su unión y poder formar una familia con hijos. Tampoco que la asignatura de Ciudadanía pueda, precisamente por contarlo, acabar con la civilización occidental (que, por cierto, no tiene por qué identificarse con el catolicismo). Ni que el control de la natalidad o una ley de plazos para el aborto puedan destruir mi familia. Entre otras cosas porque el control de la natalidad y el aborto no son obligatorios con una ley que los regule.

Por lo visto, para el Foro de la Familia es mucho más grave que se enseñe que hay parejas de gays, y que eso no sea malo, que los recortes en las ayudas a la dependencia. Creo que las subidas de impuestos, las bajadas en las ayudas, los recortes en sanidad, la masificación de la enseñanza, incluso en la falta de policía perjudican más a la familia. ¿Por qué no se han manifestado? ¿Cómo se puede ser tan hipócrita al definirse como “pro-vida” y no movilizarse contra las injusticias? 

Al parecer a la Iglesia no le motiva nada la injusticia social. No hay grandes declaraciones contra la situación del paro, o las ayudas a la banca, o la corrupción de la élite política. Es más grave que alguien aborte que se condene a la miseria a millones de personas. Ni en los púlpitos, más ocupados en asociar homosexualidad, pederastia y enfermedad, ni en las calles. Para la Conferencia Episcopal, lo único importante en la política es imponer su moral. Ni buscar el reino de los cielos, ni defender al necesitado, ni a los pobres de espíritu, ni a los pobres energéticos, ni a los pobres a secas. Deberían ser coherentes y excomulgar a los que aborten o defiendan el aborto, negar la comunión a los divorciados que se vuelven a casar por lo civil. Pero nada de eso importa si lo hacen los partidarios del Partido Popular. 

A fin de cuentas, ellos ya han conseguido lo que querían. Que se quedaran intactos sus privilegios fiscales, que se restringiera el derecho al aborto (en esto todavía insisten) y que la materia de religión sea obligatoria y que se supriman las asignaturas de Educación para la Ciudadanía. ¡Con qué poco se conforman!

sábado, 15 de marzo de 2014

El trabajo os hará libres



Hemos presenciado en esta semana multitud de actos de celebración de la mujer en general y de la mujer trabajadora en particular. Estas conmemoraciones no cuentan con el respaldo de una parte importante de la sociedad. Unos porque piensan que no hay nada que celebrar, que la lucha continúa; otros porque son insensibles; los más porque siguen teniendo una vena machista tan interiorizada que no son capaces de verla. La discriminación de la mujer en nuestra sociedad es tan enorme que no habría por donde empezar. Y me temo que las generaciones más jóvenes están involucionando  ¡Para luego tener que aguantar cosas como “¿cuándo es el día del hombre?”! Pues todos, incluido este. El mundo está hecho para los varones.
Conceptos como brecha salarial, techo de cristal o visibilidad tienen un escaso eco y sólo se repiten como una cantinela sin tener un significado. A veces siento algo de vergüenza de ser mucho más feminista que muchas mujeres, con estudios y todo. Luchar por la igualdad de la mujer es tan básico como reconocer la dignidad de todos los seres humanos. Empezando por el lenguaje, los afectos, el mundo laboral y la política. No pretendo tener la ortodoxia en el pensamiento feminista, pero a veces veo y escucho cada argumento que me asusto. Estos son unos de esos días.
Reivindicar la libertad de la mujer para acceder al mundo laboral remunerado es uno de los temas más espinosos. En primer lugar, existe una tendencia a considerar que la mujer está accediendo al mundo del trabajo. Esta afirmación incluye implícitamente dos barbaridades. La primera es reducir el mundo del trabajo a la esfera de la producción, dejando las labores tradicionalmente “femeninas” a la reproducción: cría y cuidado de hijos, enfermos y ancianos; soporte y ayuda al varón, “cabeza de familia”. Contaba un insigne profesor y psiquiatra sevillano en sus clases que, a las mujeres que acudían a su consulta, después de los datos personales, les preguntaba, “usted, además, ¿trabaja fuera de casa?” Con ese “además” ya tenía ganada la simpatía de la paciente. El concepto de doble jornada.
La conciliación de la vida laboral y familiar tiene que pasar irremediablemente por la concienciación del varón. Si éste no se enfrenta a la incomprensión del trabajo por pedir la jornada para llevar el niño al médico, para acompañar a la suegra a una prueba, o para esperar al fontanero… difícilmente se podrá conciliar nada. Hacer recaer sobre la mujer el peso de la conciliación es quererla convertir en una superheroína que con veinte manos, atiende al bebé, hace la comida, contesta al teléfono, trabaja con el ordenador mientras conserva su peinado inalterado y su imagen impecable. No me lo invento. Era así un cartel a la entrada de El Puerto de Santa María.
La otra gran falacia de la llegada al mundo del trabajo de la mujer es que nunca salió de él. Yo no sé en quién estaban pensando los que inventaron esta afirmación. Imagino que en las grandes señoronas de la clase alta. Las mujeres normales cuidaban de los animales, atendían negocios, cosían para fuera, cuidaban niños ajenos o limpiaban las casas de otras señoras. De hecho, la “liberación” de la mujer se basa precisamente en poder contar con otras mujeres para que se encarguen del duro trabajo doméstico. A fin de cuentas, como en la sociedad feudal, se sigue considerando el nacimiento como un destino. Si naces mujer, cuidarás de las casas. Y si tú no lo haces, lo hará otra.
Este círculo vicioso perpetúa la división estamental del trabajo. Mujer cuida de la casa para que otra mujer pueda trabajar fuera. Es tan importante que puede llegar a equipararse el sueldo. Lo trabajado por lo pagado. Y muchas mujeres lo prefieren. Así se realizan.
Hay que admitir, antes que nada, por encima de todo, que cualquier ser humano, hombre o mujer, tiene la libertad absoluta de decidir dedicar su tiempo a lo que le venga en gana, en lo que le apetezca, esté bien pagado o no, sea creativo o no, compense o no. Pero muy mal tiene que estar la cosa para considerar que el trabajo es una liberación. Para Dios es un castigo y así le dijo al hombre: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Y a la mujer, “parirás con dolor”. Será que la epidural le ha fastidiado el invento y ha tenido que pasar a la primera categoría.
Hannah Arendt sostenía la distinción entre labor y trabajo. Trabajo es lo que te realiza, lo creativo, lo que te hace humano. Y labor, pariente del dolor, es todo lo que tenemos que hacer para ganarnos las lentejas. Es esclavizante y poco liberador. Y mucho me temo que en estos días de capitalismo explotador, de crisis y depresión, los oficios, los puestos de trabajo se asemejan más al dolor que a la liberación. Las condiciones laborales están empeorando de tal manera que dentro de poco dará igual estar trabajando que parado.
¿Por qué es tan importante acceder al mundo laboral? Nuestra personalidad basa lo que somos en lo que trabajamos. Soy profesor, soy bombero, soy traficante… Es natural, pues, acceder a un puesto de trabajo para ser alguien. Por no hablar de las condiciones alienantes del trabajo doméstico: soledad, ingratitud, infinitud cual Sísifo. En ese sentido, labor/dolor es tanto el trabajo mal pagado como el que se realiza dentro de tu propio hogar. Y como condena, tiene que ser compartida por los dos perpetradores, cómplices necesarios para crear una familia.
Pero es triste poner las esperanzas en un trabajo, que será alienante y vacío, aunque uno o una consiga trabajar “de lo suyo”. Deberíamos luchar, juntos, hombres y mujeres, para lograr una sociedad en la que el trabajo no sea nuestra meta, nuestra sagrada misión. Abandonar de una vez por todas el puritanismo protestante de la ética del trabajo que tan bien supo recoger san Josemaría en el Opus, y que todos los cursillos de espíritu de empresa se obstinan en lograr. Que tu empresa sea tu vida, como los jugadores de fútbol, que no son mercenarios pagados por el mejor postor, sino que sienten sus colores, aunque sea los breves meses del contrato parcial. Queremos liberarnos de un señor, nuestro señor marido, nuestro señor padre, para acabar en las garras del señor empresario, mucho más despiadado, más insensible, más exigente, más explotador. Reconozcámoslo, ni a los hombres ni a las mujeres, el trabajo nunca nos hará libres.

domingo, 9 de marzo de 2014

¿A quién debemos escuchar?



En la convención del Partido Popular Europeo de Dublín, delante de mandatarios como Angela Merkel o Mariano Rajoy, apareció el cantante de U2, Bono. En su intervención pedía más apoyo para España en las instituciones europeas a la vez que daba un pequeño tirón de orejas al presidente español a cuenta de los recortes. La pregunta que muchos se hacen es, ¿qué tiene que ver este señor con la política europea? Bono ha sido siempre un carismático líder de una banda de rock, que además ha estado involucrado tradicionalmente en cuestiones políticas, sociales y ecológicas. Se ha entrevistado con líderes mundiales de diferentes materias y ha hecho campaña a favor de numerosísimas causas. Es, desde luego, una persona comprometida. Quizás comprometida hasta la caricatura. Pero, ¿qué le hace merecedor de nuestra atención? Su carisma y su fama, ¿le dan conocimiento, le otorgan criterio, le confieren sabiduría? Una cosa es que ser una persona célebre pueda ayudar a dar visibilidad a una causa y otra, un tanto distinta, que por el mismo hecho de ser una persona famosa, disfrutes de una credibilidad y una autoridad que no te has ganado.

No estoy queriendo decir con esto zapatero, a tus zapatos, y que los artistas de cine no puedan opinar sobre otra cosa que su oficio; que los cantantes sólo hablen de canciones y que los novelistas se ciñan al argumento de sus narraciones. Mucho más lejos de mi intención reducir el espacio de la opinión pública a los expertos académicos, a los intelectuales orgánicos o sin organizar. Lo que cuestiono es la auctoritas de las celebridades.

Los pensadores clásicos distinguían el poder (potestas), de la violencia (imperium) de la fuerza del conocimiento, a la que llamaban auctoritas. Incluso hoy decimos de cierto catedrático de medicina que es una autoridad en la materia, aunque vivamos en el mundo de los expertos y de la comunicación audiovisual que no da tiempo a reflexiones pausadas hijas de la experiencia de la vida. La autoridad es la fuerza que da saber de algo, e impregna de sabiduría las explicaciones que se ofrecen, da un halo de credibilidad a lo que no se demuestra explícitamente en el discurso. En estos días inciertos, aparecer en los medios confiere autoridad. Acabamos por asumir que el discurso de actores, cantantes de rock, tonadilleras, presentadores de televisión… tiene más fuerza, más veracidad, más realidad, que si nos lo ofrecieran sesudas explicaciones, pruebas constatables, deducciones irrefutables.

Esto, por supuesto, es utilizado como propaganda. Los distintos partidos políticos hacen alarde de estos artistas que les apoyan, sabedores de que la empatía con una canción pegadiza, una película impactante o una sonrisa irónica, van a arrastrar, o al menos inclinar, a un electorado indeciso, y, sobre todo, van a ayudar a cerrar filas a los votantes convencidos. El caso nos sorprendería si no estuviéramos tan acostumbrados.

Muchos cantantes acostumbran en el extranjero a participar en coloquios y tertulias, tienen asumido su participación en campañas de concienciación en diversas causas. Y no sólo los combativos Paul Weller (The Jam, The Style Council), o Billy Bragg, muchos otros aparecen en los medios como intelectuales todoterreno: Bono, Neil Hannon de The Divine Comedy; Morrissey de The Smiths; Bob Geldof… Ahora bien, el papel que tienen los cantantes en el ámbito británico es asumido en nuestro país mayormente por actores. La época de los cantautores pasó en los ochenta. Si bien es verdad que siempre han estado ahí Ana Belén y Víctor Manuel, Joan Manuel Serrat, Pedro Guerra o Ismael Serrano…, el tirón lo tienen los Bardem, Guillermo Toledo, Juan Echanove, Alberto Sanjuán…

Su momento de gloria fue cuando encabezaron la reacción ante la Guerra del Golfo. Daba entonces la impresión de que por el hecho de ser caras conocidas, su mensaje era más real, que tenían razón. Y la reacción del gobierno de Aznar, los seguidores del Partido Popular, los comentaristas de derecha y los medios más reaccionarios acabaron por darles la razón. Criticaban –y siguen criticándoles- que sólo acuden a manifestaciones cuando las medidas las toma el Partido Popular y que callan cuando gobierna el PSOE. Es injusto. Fue en la gala de los Goya cuando José Luis Borau, entonces presidente de la Academia de Cine, en su discurso terminó alzando las manos blancas contra la barbarie de ETA.

Eran tiempos en los que daba la impresión que si no tiraban ellos del carro, no se tomaba conciencia de los problemas de la inmigración, del Sáhara, de la miseria, del Tercer Mundo… Mucha gente de cine ha estado implicada directamente en estas causas. Javier Bardem o Fernando León de Aranoa están incuestionablemente acreditados para hablar sobre temas sobre los que han trabajado, no sólo como cineastas, sino como activistas a ras de suelo.

Esta situación, unida a la ausencia de visibilidad de otro tipo de intelectuales en los medios españoles –aquí se prefiere a gritadores de tertulia-, les ha conferido la autoridad. Pero, ¿tiene sentido que escuchemos a Terele Pávez, estupenda actriz, hablando de política? ¿Tiene Concha Velasco un discurso válido que analice la situación social del país? ¿Puede Almodóvar ofrecer soluciones a los problemas económicos? Francamente, creo que existe la misma posibilidad de encontrar respuestas en una cafetería con los amigos. Su palabra no tendrá más valor. Podrá tener más repercusión, pero la razón tendremos que comprobarlas después de analizar con ojo crítico su discurso, no antes.

No debemos endiosar a estos artistas. Podremos reconocer su trabajo, y podremos admirarnos cuando los escuchemos hablar con lucidez sobre tal o cual asunto. Podremos incluso seguirlos con atención porque sus ideas son interesantes, porque acostumbren a ser sinceros y críticos. Entonces, y sólo entonces confiaremos en ellos, como confiamos en ese amigo nuestro que siempre parece ir más allá cuando se habla de cualquier tema.

Creo que Jordi Évole ha caído en esa trampa. Su propuesta “Operación Palace” me pareció absolutamente genial y no ha dejado de sorprenderme las críticas que ha recibido. De la derecha no me extrañan, pero he oído y leído en redes sociales y en prensa críticas muy duras desde el otro lado. Al principio, las redes sociales no sabían qué opinar. Luego le acusaron de haber desperdiciado la oportunidad de hacer el documental definitivo sobre el golpe de estado del 23F, de trivializar el asunto, de bromear con algo muy serio. Con esto último no estoy de acuerdo. Una de las críticas más feroces al fascismo la hizo Chaplin cuando creó El Gran Dictador.

Pero sobre todo, creo que Jordi Évole estaba en su derecho de hacer el programa que le diera la gana. No es un catedrático de historia o de políticas que anuncie la obra definitiva sobre el 23F, es un entertainer que anunciaba desde las promo, que iba a “contar una mentira para decir una verdad”. Se debía estar al tanto de que era una ficción, “para contar una verdad”. Y como Orson Welles en La Guerra de los Mundos, lo iba anunciando. No podemos acusarle de engañar al público. Un mecanismo parecido –ficción sobre realidad- es el que utilizó Javier Cercas para hablar también del Golpe de Estado. ¿Por qué habría de exigírsele a Jordi Évole un tratamiento serio? ¿Es que se ha convertido en el adalid de la crítica y la denuncia? El estupendísimo trabajo que ha ido haciendo en Salvados lo ha convertido en un referente, pero hay quienes parece que han querido ver en él un gurú y se han sentido traicionados. No creo que haya sido culpa del programa, más bien de las expectativas de algunos seguidores.

De todas formas, sigue siendo más que preocupante que los programas informativos más serios sean los que hacen humor, como el propio Salvados o El Intermedio.