viernes, 30 de octubre de 2020

Reseña de Salvador Daza y María Regla Prieto: ‘Sangre en la sotana. Clérigos homicidas en la España Moderna y Contemporánea’. Ed. Renacimiento. Espuela de Plata.

Sangre en la sotana: Clérigos homicidas en la España Moderna y  Contemporánea: 44 Otros títulos: Amazon.es: Daza, Salvador, Prieto, María  Regla: Libros

Este es el quinto volumen de una serie de publicaciones que relatan unos crímenes cometidos por sacerdotes que partió de una investigación: Proceso criminal contra fray Pablo de San Benito en Sanlúcar de Barrameda (1774) (Universidad de Sevilla, 1998) y Proceso criminal contra fray Alonso Díaz (1713) (Universidad de Sevilla, 2000). Estos dos casos singulares dieron pie a una serie de volúmenes en los que se ha ido recopilando homicidios cometidos por religiosos, no se incluyen las ejecuciones del Santo Oficio, se trata solo de los crímenes personales. Tres obras han compilado los crímenes, unos con mayor volumen de información y, por ello, más detalles, y otros más sucintos. Clérigos homicidas en España (1535-1821) (Espuela de Plata, 2004), Lucifer con hábito y sotana. Clérigos homicidas en España y América (1556-1836) (Espuela de Plata, 2013) y este que nos ocupa que abarca hasta 1936.

La principal baza de esta serie es la inmensa labor de documentación, inédita y de prensa, mucha de ella inédita y el gran acierto, la habilidad para presentarla de manera asequible, sin dejar de lado el rigor ni dejarse llevar por el morbo que pudiera suscitar la contradicción entre la pretendida santidad a la que aspiran los siervos del Señor y su comportamiento, no solo pecaminoso, sino criminal. La narración es ágil, elegante y presenta con  oficio de novelista los casos, procurando no hacer ficción. Cuando la documentación no ofrece mayor número de datos o deja sin cubrir aspectos, los autores no aventuran, el compromiso con la veracidad histórica prevalece sobre el de la recreación.

En cuento a los casos, los hay de diverso tipo, algunos fruto del momento de ira y otros, calculados e intrincados planes. Algunos de los crímenes son muy violentos y causaron gran revuelo en su época. No se libran de la violencia ni siquiera los propios eclesiásticos. Uno de los casos más interesantes es el del abad de los Basilios de Madrid, que perpetraron monjes de su propio monasterio. Descubrimos monjes pendencieros más propios de las novelas de picaresca. Entre los religiosos se distinguen algunos bandoleros, vengativos otros, por alcanzar unas tierras o un honor y, sobre todo, muchos crímenes que tienen que ver con la violencia hacia las mujeres. Aunque fuera un concepto alejado de la mentalidad de las épocas aquí retratadas, sorprende la cantidad de asesinatos motivados por el intento de violación de una mujer, bien a ella misma o a su marido. Los celos, la negativa a ceder a sus deseos llegan a planear minuciosamente los crímenes.

Lo que más llama la atención es la constatación de la amplia resistencia por parte de las autoridades eclesiásticas a ceder sus competencias sobre los sacerdotes acusados. Estos, sistemáticamente, quedaban eximidos de ser juzgados por la ley civil. Durante el Antiguo Régimen y aún más allá, con el régimen liberal ya estableciéndose tras el infausto reinado de Fernando VII, los miembros del clero seguían un régimen disciplinario propio. A partir de 1835, supuestamente había cambiado la legislación y debían ser juzgados como el resto de criminales. Sin embargo, la Iglesia siguió usando su poder e influencia para apartarlos del enjuiciamiento civil. Se resistieron siempre a ceder a la justicia ordinaria a pesar de las múltiples pruebas acerca de la culpabilidad. Además de unas historias de interés indudable, por el tema y por el posible morbo que despiertan, esta recopilación pone de manifiesto que la lucha por la igualdad ante la ley ha tenido que lidiar con los poderes fácticos.

Solo nos queda, por un lado esperar las siguientes entregas que llegue hasta nuestros días y, sobre todo, que pudieran dejar de ser necesarios porque se acabara la materia sobre la que hacer la divulgación. El final de la historia criminal de quienes debían ser ejemplares en el sentido diametralmente opuesto.

 

martes, 27 de octubre de 2020

Reseña de Lara López: ‘Insectos’. Papeles mínimos. 2017

Insectos, Lara López

 

Conocía a Lara López de su programa Músicas posibles, en Radio 3, emisora que dirigió varios años, pero ignoraba que había nacido en Cádiz. Tampoco sabía que ya tenía publicada una novela, Óxido (Xordica, 2004, segunda edición en 2015). Insectos es su primera incursión poética. El año pasado salió su segundo poemario, Derivas (Universidad de Zaragoza, 2019). El libro anda organizado según los órdenes de insectos. Comienza con los Blatodeos, es decir, los que tienen forma de cucaracha.

Lara López se acerca al poema mediante recuerdos, con un ambiente intimista en la mayoría de los casos: “Con el otoño / llegó el fin del mundo. / Dejo una pluma de fénix / en la almohada. / A solas borro el origen”. Se acompañan de paisajes evocadores (“El árbol de Formentera / y el olor del jazmín, que compraste, en el mercadillo, / cuando todavía era primavera”) y el lento acontecer del tiempo (“La tarde, simplemente, sucede. / Y oigo otra vez a mi madre. / Arrastra una silla, / como hace siempre que se levanta para acostarse”). De repente, sin perder, aparentemente, el tono, golpea un poema en el que se relata la violación de una niña: “El desnudándola. / Él queriendo follarse a la niña / como si fuera un angelito”. El contraste continúa en los siguientes poemas, que vuelven al ámbito íntimo: “Una tras otra van apareciendo / la roca del pasado / en el viejo contestador /…/ Tiempos raros. /Difíciles. / De los que te podría hablar / si llamaras de nuevo”; “Aquella tarde, / en la puerta del ascensor / me preguntaste cómo estaba. / Una frase sencilla. / Justo lo que necesitaba”.

La conclusión de esta primera sección es tajante: “Una vida normal. / Hasta que el cansancio / puede con las ganas / de hablar con tus muertos”.

Anisópteros, es decir, libélulas es el título de la segunda parte. En cierta forma podemos encontrar versos más luminosos dentro de la nostalgia: “Hay una cierta gramática  / con la que no contaba. / Una fortuna cambiante. / Variables de estación y de hemisferio. / Y siempre este querer retornar / al privilegio de tenerte frente a mí. / A lo que callas cuando hablas”. Imágenes visuales, sensoriales para describir y hacer frente a esa saudade: “Sobre la mesa unos pétalos secos, / del tiempo en el que uno se ríe / como si pronunciase sexo la primera vez. /…/ Te sigo viendo adolescente. /…/ Yo deseando tu boca y tú dibujando palabras / que te completaba más allá de mis pupilas”.

Las termitas y las polillas pertenecen al orden de los Isópteros, que poco a poco van internándose en la materia, desintegrándola para luego reconstruir sus nidos, sus enormes nidos. De destrucción y reconstrucción habla Lara López en estos poemas: “Nevaba en Madrid. /…/ Tus padres, / sus gritos durante horas. / Los tirones para que entraras sin protestar / en el Citroën ocho / en medio de un río de lágrimas. / Los “deja de llorar” del último día que viste a tu padre. / Allí, entre Alcalá y Gran Vía, / la mañana de la última nevada”. En el pasado más lejano de las infancias y en el pasado más cercano de las parejas: “No sabías que tenías un hijo / y te aterrorizaba pensar / que cogieras el teléfono, / pero, aún más, que nadie contestara. / Su nombre es todo lo que te queda de ella”.

La última sección toma su nombre de las luciérnagas, los Lampíridos. Da rienda suelta a las diversas influencias y gustos culturales, se mezclan referencias a Chuck Berry, El ala oeste de la Casa Blanca de Sorkin, Miles Davis, Jessye Norman, Blind Willie Johnson, Strauss. Cierra el poemario estos poemas río, en los que la descripción de los sentimientos y el lirismo se calzan las zapatillas de lo cotidiano, de las tardes de domingo y los sueños que se dejan en el sofá.

“La ciudad entera

ardiendo

y tus ojos azules”

 

domingo, 25 de octubre de 2020

¿Equidistancia?

Vivimos tiempos inciertos. Y polarizados, muy polarizados. Es difícil pasearse por la opinión pública sobre cualquier tema sin que aparezcan bandos irreconciliables, con muy malos modos y con acusaciones mutuas muy feas. Es ya un tópico, un lugar común, una muletilla en esta España que nos ha tocado sufrir.

La metáfora polar podemos decir que se ha desbordado. En cada tema aparecen, al menos tres extremos, y un polo solo admite dos, el norte y el sur, el positivo y el negativo. A favor, en contra y ambos los dos inclusive. Han aparecido en nuestra fauna de opinión un espécimen también controvertido, el equidistante. Y suscita tantos odios como los anteriores. Ya se veía en La vida de Brian, la fábula más lúcida sobre la división de la izquierda, cuando los militantes del Frente Popular de Judea se enfrentaban al Frente del Pueblo Judaico y todos contra la Unión Popular de Judea. A los tibios os expulsaré de mi boca, dice la Palabra de Dios –y Espinosa de los Monteros–.

Cuando un personaje, como Andrés Trapiello, defiende que durante la Guerra Civil no hubo dos Españas, la republicana y la nacional, sino que había una tercera que no comulgaba con ninguna, se convierte en un equidistante. Cuando un ciudadano de Euskadi abomina de ETA y no está de acuerdo con la brutalidad policial, se convierte en un equidistante. Cuando un cineasta dice que todos los políticos, izquierda y derecha, son iguales, es un equidistante. Y siempre llueven las críticas.

Hay que ser, en los tiempos que corren, muy iluso o muy cerril para pensar que unos (u otros) tienen toda la razón. Nadie tiene toda la razón por mucho que sean justas sus pretensiones o su historial de compromiso haya sido intachable. Pero con lo que no puedo comulgar es con que todas las partes de razón sean iguales y que la solución sea estar en el punto medio. No, lo siento. Creo que entre el machismo y el feminismo no se puede estar en el punto medio. Las feministas, o algunas feministas, pueden pedir o reivindicar quizás asuntos descabellados, pongo por caso, pero es de justicia estar de su lado más que del machismo. No se puede tolerar el machismo aunque podamos criticar las declaraciones de cierta histórica del Partido Feminista. Hay que posicionarse de su lado sin ahorrar la crítica, con cuidado también de no dar argumentos a algo tan despreciable como considerar que las mujeres no pueden desarrollar los mismos papeles sociales que un varón.

Entre la violencia de ETA y la violencia del Estado, uno puede condenar ambas, pero jamás puede estar del lado de los etarras, aunque alguno tuviera razón al denunciar malos tratos. El Estado de derecho debería juzgar las torturas si las ha habido, pero nunca debemos justificar la violencia de ETA por ellas. No hay equidistancia. Podemos estar de un lado, pero no significa que todos los que estemos del mismo lado seamos santos, ni tengamos la razón en todo, ni que tengamos que ser ciegos ante las barbaridades que los “nuestros” puedan hacer en un momento dado.

Si somos de los que comprendimos que durante la Transición hubo que tragar sapos y hacer la vista gorda para conseguir una democracia deberíamos comprender que para el fin de ETA hay que hacer concesiones. No debió parecernos buena idea santificar como héroes a los protagonistas de la Transición si nos parece que no deberíamos blanquear a los exetarras que ahora condenan su violencia. O practicamos la realpolitik en ambos casos o ponemos la justicia moral en los dos momentos. No es equidistancia, es una posición que no se encuentra en la mitad de los extremos.

En esta teoría geométrica de la moral hay varias dimensiones, hay varios extremos, no es una línea recta. Ni aunque la hubiera. La justicia no está en dividir salomónicamente las pretensiones de unos y de otros. A veces estaremos casi en un extremo, otras prácticamente en el centro. Incluso hay momentos en los que tenemos que renunciar a ese debate porque está viciado.

Curiosamente, los que acaban diciendo que todos los políticos son iguales suelen tener un perfil similar. Atacan a unos, por ejemplo, de Podemos, porque han mentido en no sé qué, o han recibido dinero de Venezuela o Pablo Iglesias estuvo de cacería. Cuando se les muestra que los jueces han desestimado las acusaciones o que la foto está trucada o que no existen esas declaraciones, acaban persistiendo en su idea de que son horribles. Y si se les muestran casos de otros partidos, sentencian, todos son iguales. Y no, no todos son iguales. Hay quienes se aprovechan de su cargo y quienes no, hay ministros infumables en muchos partidos, pero no todos los ministros han sido terribles. Hay partidos que arrastran muchísimos casos de corrupción y otros que no. Podrán coincidir con tus ideales, podrás perdonarle sus declaraciones intempestivas, pero no todos serán iguales. Ni en tu partido.

Corremos el riesgo de convertir las opiniones, por ejemplo políticas, en un caso de hooligans. Uno nace del Betis, manque pierda. Uno defiende que es una plandemia manque pierda. Uno es de Unión del Pueblo Navarro aunque se alíe con el diablo mismo. No solo se está perdiendo el espacio público de discusión, sino que se establecen de partida las posiciones inamovibles: un lado, el otro, equidistante. Cuando estás en una de ellas, ya no puedes cambiar, ni siquiera necesitas escuchar los argumentos de los demás, solo son ejemplos de lo que tienes que combatir en los debates.

Las ideas deberían ser fluctuantes y quitarles parte de razón a unos no es dársela a otros, pueden estar ambos equivocados. O, lo más probable, unos más equivocados que otros. Nadie tiene toda la razón, repito, pero hay quienes están totalmente equivocados.

 

viernes, 23 de octubre de 2020

Reseña de Javier Castro Flórez: ‘Lo que lee un editor’. Newcastle. 2020

Lo que lee un editor by Javier Castro Flórez

Javier Castro (Plasencia, 1966) es director de Newcastle Ediciones (2015). En estos coquetos libros, editados con un gusto exquisito [1], podemos toparnos con Luis García Martín, Miguel Ángel Hernández, Eduardo Jordá, Hilario J. Rodríguez, Katy Parra, Guillermo Martín Bermejo y, últimamente José Manuel Benítez Ariza. De ahí el equívoco título del libro.

Castro describió en El clavo solitario su experiencia como galerista, en este volumen se reúnen alrededor de una veintena de reseñas heterodoxas de 636 palabras. Aunque uno pensara que iba a describir, más o menos cáusticamente (rezando para que fuera más que menos) los manuscritos que un editor se ve obligado a leer, lo que encontramos es una lista de reseñas de libros que, motu proprio, ha ido realizando estos últimos años.

La propuesta es arriesgada, aprovechar la excusa de un libro para desarrollar una historia, una reflexión, recuerdos… Son, como bien atina a decir el prologuista y, en parte, instigador del género, Antonio J. Ubero, “relatos antes que reseñas”. En algunos casos el libro en cuestión aparece solo tangencialmente, como un convidado de piedra. Los libros reseñados lo son por afición, no son compromisos editoriales, no son obligación laboral, son libros que el propio Javier Castro tiene que comprar de su bolsillo, con las complicaciones que a veces esto conlleva. Se da por sentado que se comentan casos interesantes, cuya calidad o interés es tal que mueve al escritor a compartirlo. Eso lo sabemos de entrado, así que, se solventa la recomendación con un repetido adjetivo, “maravilloso”. Así que, el autor dispone de 635 páginas para divagar y meternos en un mundo fascinante y ocurrente. Son una especie de antirreseñas , o de reseñas antiacadémicas. No se hace referencia a autor omnisciente o a recursos literarios, no se delimitan personajes, no se entra a valorar su trascendencia histórica. No hay manera más clara que recordar al lector de la reseña que el libro es “maravilloso”, porque si no lo fuera, no merecería dedicarle un espacio tan preciso y tan precioso de reflexión y discurso.

De lo que sí se habla es de entusiasmo, de disfrute, de una actitud vital que comparte con los libros una pasión, si no irrefrenable, sí al menos, tan intensa que sirve como prueba sintomática (véase El libro de los tres días de olvido, texto que cierra el volumen y que nos corta la respiración). Entre las líneas se cuelan reflexiones intempestivas, recuerdos, aventuras como la de encontrar un ejemplar de un libro reciente, al parecer, agotado en todas las librerías, viajes en coche o atascos. Así la vida.

Se reseñan novelas, pero sobre todo ensayos (El secreto del pasado, de Rudi Kousbroek), o irónicos libros de autoayuda (Las ventajas de ser antipático, de Simón Elías), biografías, como la de Jesús Montiel sobre Robert Walser, clásicos como Plinio el Joven, libros que son como aperitivos, la colección de Jesús Marchamalo, autores en general, como el inclasificable Luis Carandell y escritores de cabecera con los que se tiene una devoción casi religiosa o más que religiosa, Azorín. Autores españoles, extranjeros y asimilados, como Gerard. Brenan , Toni Montesinos. No faltan libros de viajes como Praga mágica de Angelo María Ripellino (en el fondo, todos los libros son libros de viajes). Libros de difícil encuadre, como las Tu nombre es Olga. Cartas a mi hija mongólica, de Josep M. Espinàs. Perlas todas hacia las que contagia su deseo de leer.

Prosa ágil, chispeante, pero que no entorpece una amplia sabiduría en la elección y en el tono de estas digresiones en las que late una reseña.

 



[1] Y precio más que acomodado, como tuvo a bien recordarme en un comentario goloso y tristemente consciente de mi falta de dinero, espacio y tiempo para leer toda la producción editorial de Newcastle.

 

martes, 20 de octubre de 2020

Reseña de Julia Bellido: ‘Las voces del mirlo’. Renacimiento. 2018

Las voces del mirlo (Renacimiento): Amazon.es: Bellido, Julia: Libros

Julia Bellido tiene en su haber Mujer bajo la lluvia (Libros de Canto y Cuento, 2013) y la plaquette La decisión de Penélope. También ha publicado una biografía de Juan Grande (Eunate, 1996). Es conocida por su labor como antóloga (Synousia, 45 escritores en torno al erotismo y la sexualidad, Libros de Canto y Cuento, 2019 y Este no es otro libro sobre la Navidad, Libros de Canto y Cuento, 2016) y cofundadora  de la Editorial Sotavento y tiene muy reciente Hojas de Ginkgo (Poesía Al Albur – Cypress).

“He encontrado en el mirlo muchas voces”, ese es el comienzo de este hermoso volumen de poemas. Julia Bellido apuntala mediante una serie de sugerentes voces todo aquello que escucha, literal o metafóricamente, de este pájaro negro. Predomina la asociación con la muerte y esta será uno de los temas básicos del libro, como objetivo y como recordatorio, porque la estructura en estaciones permite diferentes matices dentro del camino circular de la vida.

En Verano ya se adivina este presagio: “Yo miraba las horas / y el rumor de un fluir / vibraba entre la fronda / anegándolo todo /…/ mordiéndome a los ojos la mirada / empecinada y tosca de la muerte” (Otro tiempo). Son las características de cada estación las que otorgan el sentido temporal, no como una flecha, sino como un círculo: “Poco a poco sucede: / yo regreso al comienzo, antes del mundo, / y estalla la palabra / con que sorprendo al día” (Nocturno). A pesar de ser recuerdo de lo que se avecina, el significado primordial del mirlo es la belleza: “Sucede la belleza en ese instante” (El mirlo). Y gracias a él  y a la naturaleza que lo circunda, encontramos el júbilo y la emoción: “La palabra era el agua /…/ Una vertiente tibia en el caudal helado // que partía la luz en dos mitades” (Canción del agua); “Y me dijo llevar por esta dicha/ que rinde el corazón sin condiciones” (Presente). Especialmente claro en La cosecha: “La tierra se estremece / con una herida abierta que no sangra, // sino que mana luz a borbotones”.

El paisaje íntimo, cercano de Julia Bellido está poblado, y en él parpadea la fotografía de su madre: “Ahora estás aquí / en toda nuestra casa. // Ahora estás aquí. / Y que nadie me hable de la muerte (Mirando una foto de mi madre). Igual que se encuentran otras nostalgias: “Aquella risa blanca en tu cara de niño” (Paisaje con tesoros); “Oigo el latido pleno de la vida / cuando vienen a mí para abrazarme. // Y respiro, de pronto, el universo, / en tu regazo tibio y encendido” (Mare, maris… mara).

El paisaje otoñal, en la siguiente sección, no está exento de belleza por sí mismo: “Hay árboles que lloran el otoño. // Cuando acaba el verano / su frondoso ramaje / se lleva de sonidos” (El otoño). Es la estación que se toma como preludio a la lenta pausa del invierno: “Hoy quiero detenerme / en el silencio amable de las cosas, / escucharlas, sabiendo de antemano, / que tendré que callar tanta belleza / para no despertarlas. // Para no despertarme” (Lo que callo). Los poemas en este volumen en general y en estos parajes en particular asumen la poética de un haiku sin adoptar su métrica. Son también escuetos, de aparente sencillez léxica y de hondo sentido del devenir del tiempo: “No hay misterio más tierno / que el de tu fiel gorjeo en la alborada. /…/ El mundo se convierte en ese otro lugar / habitable y hermoso de mi infancia” (Misterio). Dentro del cuadro, presidiendo la escena, siempre el pájaro negro:  “Pequeño como el mundo / ignoras que sin ti nada se cumple” (La tarde y el mirlo).

No es, sin embargo, el invierno el final del trayecto porque no se trata de un tiempo lineal, tendrá que pasar y llenar el espacio: “el invierno aparece / meciendo los visillos / con un aire más frío que de costumbre /…/ Y el sol agradecido de diciembre / que nos besa en los labios / con el taco de un niño” (De nuevo), pero tendrá que pasar y no quedarse, “Y sé que te preguntas / qué es aquello que vivimos, que tocamos”, / aquello que nos vio y que eligió quedarse. // Y que nos hizo ser / lo que ahora somos” (La verdad que nos lleva).

La dedicatoria y las citas de algunos de los poemas refieren una manera especial de ver el paisaje natural, la concepción del tiempo y la poética muy definida. Son José Mateos, Eloy Sánchez Rosillo, Pedro Sevilla, José Iniesta, podría estar Antonio Cabrera y, siempre, Juan Ramón. Son grandes maestros de la inmersión poética en la naturaleza, no de un escenario bucólico y simplón, sino de la profunda conciencia de pertenencia a lo natural: “Tal vez su mansedumbre / sea solo el disfraz / que oculta su armadura” (Como el agua). Una conciencia que lleva a la reflexión y en ella Julia Bellido se expresa: “Escribo, y sin hacerme preguntas, / escucho las palabras / como gotas que danzan” (Confidencia).

La primavera es el renacer, “Todo es fecundidad. / Todo es preludio. // En el transcurso eterno de este instante” (Abril); todo es júbilo: “Ya clara y luminosa esta verdad / como nunca lo ha sido” (Palabras a un poeta). Pero todo es también recuerdo del final, de la brevedad de la vida: “Qué caricia tan breve… / Te hace pasado un instante / en la baranda grande del balcón” (El mirlo en la baranda). La primavera es el resurgir, la resurrección de la vida. En este poemario la primavera se dibuja como el recuerdo del final, “Hoy escucho en tu canto / el latir de la vida” (Antes de alzar el vuelo);  “Y ese momento eterno y fugitivo / fijado en mi retina como un sello” (Gajes del oficio). La promesa de lo que debe venir y debemos aceptar:

“Hoy he dejado atrás lo que me pesa

El áspero cansancio de los días

y esa prisión del tiempo,

que me obliga a correr sin detenerme.

Esa terca nostalgia

que me ata al pasado

o me pierde en la niebla

de la que ya no existe.

Esa cueva profunda

que el invierno oscurece

y recubre de escarcha.

/…/

Y yo canto la dicha de la vida

que ahora me parece indestructible” (Soltando amarras)

Este poema y el que cierra el volumen condensan toda emoción que venimos presagiando desde el principio. Un sereno paso a lo que nos llama y allí, volverá a aparecer el mirlo.

“Cuando la sombra seca de la muerte

me toque con su aliento vegetal

/…/

Olivaré la luz y todo aquello

que considero vivo.

 

Habitaré mi corazón entonces

/…/

Y anidaremos juntos

en el silencio hueco de la tierra” (La muerte y el mirlo)

domingo, 18 de octubre de 2020

Condenar un asesinato

Estoy consternado, abrumado por la decapitación de un profesor, como yo, de geografía e historia; que daba clases de ciudadanía, como yo tantas veces; que quería discutir la libertad de expresión, como yo. Condenar sin paliativos el atentado es imperioso. Más allá de lo que unos digan u otros entiendan. Debemos recordar cuando teníamos que lamentar los zarpazos de ETA que se alimentaban de los “pero” de muchos que condenaban y apostillaban. Debería dejarlo aquí, pero me bullen muchas otras ideas. Espero que no sea como en la frase, “todo lo que viene antes del pero no sirve para nada”.

Ninguna religión, ningún credo puede tomarse una venganza de este tipo. Ninguna, y por mucho que luchemos contra la islamofobia, este es un crimen injustificable. Tampoco se puede hacer valer la religión tradicional de tu terruño como ejemplo de tolerancia, porque no lo ha sido. Hubo que obligar a la Iglesia Católica a respetar los límites de lo público y lo íntimo. Y todavía muchos se obstinan en atacar cualquier injuria que se pueda cometer contra su fe. No es la fe, es el fanatismo de cualquier religión, de cualquier credo, de cualquier ideología. Muchos católicos conservadores y xenófobos, en los casos de injurias o blasfemias a la religión cristiana, rematan con un “a que no se atreven con Mahoma”. Démosle le vuelta. ¿Qué pasó con el chico que superpuso su foto a la de un Cristo? Denuncia por blasfemia, 400 € que no tenía. Juicio en estos días a un grupo de feministas por la procesión del Coño Insumiso. Por supuesto que no es lo mismo denunciar que asesinar salvajemente, pero la intransigencia es la base del problema. No comprendo cómo la blasfemia puede resistir todavía como delito, por eso no comprendo que Abogados Cristianos se preocupen más de un pasacalles que de los sacerdotes pederastas, que hacen mucho más daño a su fe que las procesiones de vaginas gigantescas. ¿De verdad estamos seguros que si alguien sacara unas viñetas con El Gran Poder en lugar de Mahoma no íbamos a encontrar ninguna respuesta violenta? Al bufón Leo Bassi le pusieron una bomba en el camerino en 2006 y le han amenazado en numerosas ocasiones por unos que reivindicaban a Cristo Rey.

No es la fe, ni el Islam, ni el Cristianismo propugnan la violencia. Dios es el Misericordioso, Dios es nuestro Padre, el que no da piedras cuando pide pan. Pero sabemos, hemos comprobado que dejar a las instituciones religiosas acaparar poder en el espacio público tiene consecuencias, y algunas muy dañinas. Miremos a Israel los problemas que están dando los ultraortodoxos en la relación con los palestinos o en la gestión de la pandemia.

En los tiempos en los que el terrorismo de ETA estaba “socializando el sufrimiento” muchos teníamos claro que condenar los actos era fundamental, especialmente por parte de los que compartían la ideología independentista de los asesinos. Un “así no” claro y rotundo. Muchos también nos negamos a, como se dice ahora, comprar el relato de los nacionalistas del otro bando. No pudo ser sano para una democracia la guerra sucia, ocultar las supuestas torturas. Si las hubo, que se investiguen. Y si no las hubo, tendríamos algo de lo que estar orgulloso. Tampoco había que aprovechar para sacar la bandera y engañar a la ciudadanía diciendo que sólo los de un partido eran víctimas. Hubo víctimas de todo el espectro político, y, sobre todo, víctimas que no tenían espectro político, fuerzas del orden, ciudadanos de a pie. Todos inocentes que sufrieron salvajes atentados. Hasta que la sociedad en su conjunto supo distinguir entre vasco y etarra, y supo comprender que defender una ideología se corrompe con actos de terror, todos los esfuerzos policiales iban a ser en vano.

Igual debería ocurrir con el terrorismo islamista, todos debemos entender que no es lo mismo que tu dios se nombre en árabe o en castellano que quieras aniquilar al otro. Ninguna fe ha demostrado tener la suficiente capacidad de control de sus correligionarios para evitar barbaridades. No hay nada más que ver las guerras recientes. Todos mataron en nombre de su fe. Es una de las razones por las que el Estado debe ser laico, debe desentenderse de doctrinas que solo atañen al interior de las personas. Hacerse cargo de defender penalmente la fe es un avance considerable frente al degüello, pero no deja de ser un contrasentido. Todas las instituciones sufren crítica. También deberían aguantar su vela los musulmanes, los cristianos o los judíos, como lo hacen comunistas, neoliberales o fascistas.

Es un error, a mi juicio, educar en la tolerancia a todos menos a los intolerantes. Precisamente a ellos es a los que hace más falta. Cuando se queman libros o películas porque injurian una fe, da igual que sea María, esposa de José o Mahoma, el profeta, es signo de que se necesita el punto de partida del respeto y la tolerancia. Respeto, no a las ideas, a las personas. Todas las ideas deberían estar sujetas a crítica, incluso esta. Pero, siempre, siempre, respetando la persona. No nos ha valido con el relativismo bienintencionado de todos somos iguales, todas las ideas son igualmente respetables. No lo son, la buena intención debería ir dirigida a evitar que los fanatismos sobrepasen la línea. Como tampoco es el problema ser bienintencionado.

Y podríamos hablar de fútbol, una fe que ha matado a más de uno y más de dos hinchas. Debemos educar a los que son incapaces de comprender que su compañero de trabajo no vio un penalti con la misma intensidad que enseñar que si no se ven los ángeles o las huríes no hay que despreciar, insultar o matar a nadie. No hay que sacar a los alumnos para que no se sientan ofendidos, precisamente a ellos es a los que hay que educar en manejar la ofensa por medios democráticos, para rebatirla. Por eso existen delitos de odio, cuando la fe de unos pocos está siendo atacada por los muchos que abusan de su posición de poder. No por blasfemia, sino por discriminación. Empezar por tolerancias hacia asuntos poco polémicos, después hacia temas abstractos, pero terminar con disputas que sí afecten en lo profundo de las personas.

No todas las fes son malas, no todas las vivencias de la fe son malas. Degollar a alguien que supuestamente está burlándose de tu fe, sí que es una brutalidad intolerable.

sábado, 17 de octubre de 2020

Reseña de Marina Casado: ‘Este mar al final de los espejos’. Torremozas. 2020

Este mar al final de los espejos: Amazon.es: Casado, Marina: Libros

 

Después de Los despertares y Mi nombre de agua, Marina Casado vuelve con un poemario que mereció el Premio Carmen Conde de Poesía 2020. En los dos casos anteriores, los poemas se organizaron en torno a unos motivos temáticos, alrededor de los cuales se iba desarrollando, principalmente un cuestionamiento de la identidad, desdoblada en lecturas, en cine, múltiples vidas integradas en una. Bajo la sombra de Alejandra Pizarnik, ahora Marina Casado reconoce que “La poesía que vino a salvarme de la vida / Mi vida: tres espejos / y al final este mar que a todos nos aguarda” (Tres espejos sonámbulos). Como en el poema de Miguel Hernández, tres heridas abarcadas en tres espejos.

                El Espejo I. El hueco ya muestra una mayor madurez, poemas llenas de vida y experiencia, sin tanto apoyo en lo literario o cinematográfico. Siguen abundando las referencias, especialmente al 27, Alberti, Cernuda, pero también a Caballero Bonald o a Pizarnik.

“Con la misma pasión me asomo ahora

a los espejos quietos

o perfilo poemas en los que me persigo

al fondo de un reflejo y le pregunto

–y me pregunto–

por el enigma de aquello que cambió

sin percatarme

de aquello que me hizo ser

lo que no entiendo” (Cernuda y las flores)

La ausencia, el hueco, es principalmente la infancia, cuando “no había conocido aún las espinas del mundo” (Toda la luz). Aborda esta sensación de pérdida de la infancia en varios poemas: “Hace quince años que no recuerdo / mi grito apedreado por el verano, / quince años que no golpeo / una puerta para desmoronar / el último pecado imperdonable” (Algún día viajaré a Abú Simbel). La madurez sobre la que reflexiona la voz de la poeta es un tiempo zanjado, donde las ilusiones dejan de ser ilusas, sin dejar, por otra parte, de sentir cierta nostalgia de la inocencia y de las posibilidades que se brindan: “Me dijeron que no existía mi voz. /…/ Yo he elegido esperar. / Mientras arranco las fotografías, confío en que los ángeles hayan firmado / un contrato tenaz e indefinido / por su existencia” (Nat King Cole); “Que conjuras siempre a media voz las razones del miedo. /…/ Todos alguna vez nos preocupamos por nuestro flequillo / Y por cubrir los miedos o las desilusiones” (Así es como mueren los adolescentes).

A veces, Marina Casado, como el protagonista de Midnight in Paris, añora el mundo de los poetas que tanto admira y a quienes tanto conoce, el universo que Paul Newman o que John Lennon siguen ofreciendo a través de los años: “Yo no puedo explicar la causa del misterio. / Tan solo sé que hace el final de esta mañana / se desató terriblemente la tormenta / aunque nadie la viera” (John Lennon).

Amores perdidos, una sensación entre el pequeño gran fracaso y la decepción: “En la ciudad del mediodía, / ninguna luz alcanza el infinito / y el amor jamás dura para siempre. / Se arruga dulcemente / bajo la lluvia frágil, / tan blando y somnoliento, / esperando refugios en huecos olvidados / en los que todavía no haya entrado el invierno” (El amor).

El segundo espejo es directamente La herida y de nuevo aparece uno de los personajes más icónicos de la poesía de Marina Casado: “Alicia, Alicia, Alicia! Jamás fuiste una niña. Como mucho, una bolsa de plástico anónimo donde guardar las últimas caricias de primavera /…/. He contemplado tu propia ejecución en la superficie letal de mis espejos” (El baile de los decapitados). Siguen los lamentos por los amores truncados en este tiempo liminar y de transición: “Otra vez un poema de amores imposibles. Qué agotamiento de verbos conjugados en modo subjuntivo, condicionales densos, patrias visibles solo desde la desmemoria” (Formulación de hipótesis); “Es pronto para hablarte del invierno, / vulnerable heroína de viñeta, / musa del arte pop mecanizada. / Qué difícil sería preciso el misterio / que envuelve su belleza” (A la muchacha rubia de Roy Lichtenstein).

Una cesura vital en la que todavía se pueden divisar ambas orillas: “La orilla es el cristal donde ordenar / el nombre de las nubes y mirarlas despacio / sin herirnos las córneas. /…/ La orilla es el reflejo, también, / de nuestra ausencia” (Espejo para esta tarde del cuerpo). Por eso es fundamental el juego entre ausencia, que se transmite tan orgánica, tan corpórea (“La ausencia ocupa un hueco exacto / entre los huesos”, Rigidez articular) y la memoria: “La memoria es un pozo donde vivir a solas y preguntarse por la ciudad que no llegamos a habitar” (La noche ácida); “El corazón desciende por los años y recuerda / que una vez deseamos / derrotar a la muerte” (Lobos); “Durante algunos años habité en la mentira. / (lo llamaban amor) /…/ Hoy, el recuerdo de esa casa se apoya dulcemente / en el paisaje cenagoso de un delirio” (La casa). Marina Casado insiste en la palabra, “Hay que nombrar este silencio” (Invitación al Triángulo de las Bermudas), nos dice, para luego, con el lastre de la pesadumbre intentar la marcha, la transformación, la huida: “este traje vacío, en fin, mi vida hueca, / son los certeras servidumbres que te otorgo / para escapar a no importa dónde” (Para escapar a no importe dónde).

Cada uno de los espacios que se reflejan van adoptando una topografía y van avanzando la siguiente. En el último espejo, La poesía, se comienza con una cita reveladora de Cernuda: “La poesía para mí es estar junto a quien amo”. Se cierra así el organigrama temático de Este mar al final de los espejos, la conciencia de una transformación que es una huida de la niñez, un paso del amor a la pérdida, la ausencia remediada con la palabra. Son poemas en los que esos tres elementos se van conjugando: “Tengo un amor como tengo la noche, / de esa forma compleja y olvidada / a la que se desatar las espigas /…/ Tengo un amor como tengo una muerte / y los dos se parecen en las manos vacías, / en su forma sutil de acantilado” (Los gritos caídos). Porque, además, no podemos negar la juventud de la poeta, “que todavía llevo la adolescencia marcada en las pupilas” (En otro cielo), confiesa.

Hay cantos al Madrid de la Generación del 27 y la guerra: “Quién podría no comprender esta ciudad / de sangre, de organillo y de lunares /…/ He escuchado la risa de Madrid / espontánea y desnudo / como una greguería / de Gómez de la Serna” (Madrid). Y también a Granada: “El ronroneo de los árboles anémicos / dibuja una promesa de eternidad. / La vida se termina / al borde de tu boca” (Paseo de los Tristes). Incluso a Roma en un poema dedicado a Alberti, No hay gatos en Roma. Los paisajes reales tienen la misma fuerza que los virtuales, aquellos que se recuerdan de la gran pantalla: “y quince años más tarde / alguien escribirá nuestra historia / y en ella me recordaría a Paul Newman” (El largo, cálido verano).

Una sombra planea en un grupo de poemas, “el familiar terror a lo desconocido” (Puente Viejo, instantánea);  “La paz indómita de los ahorcados, / el bostezo del gato, / el sueño último antes de despertar / –aquel que casi siempre se recuerda–, / le tiene que nos vio crecer / y que pueble los labios / dando voz a los muertos” (Seremos). La aflicción de los afectos: “Qué tristeza obligarnos a cambiar de canción, / de los labios, de recuerdos, encadenar fracasos amorosos / como quien colecciona cromos” (De una vez para siempre). Un cuestionamiento vital que se corresponde casi con un ajuste de cuentas interior: “De la voz se me escapan otras voces / que ahora encuentro míos / y lo comprendo: / somos todos los muertos / que nos amaron” (Legado).

Acaba el poemario con un conjunto de poemas titulado como el libro, una especie de recapitulación que deja abierta la esperanza: “Al fondo del hueco, la herida. / Sobre la ausencia, atada de pies y manos, agoniza la esperanza” (Despertar); “Fuera del sueño, / la vida se parece a un siniestro tiovivo de espejos” (Extramuros)

“Hay un mar al final de todos los espejos

donde mirar y recordarnos

/…/

(sé que el amanecer espera bajo la herida

y que este, paradójicamente,

debiera haber sido

el comienzo)” (El mar)

Se despide la pieza con uno de los temas básicos, esenciales, de la poesía –y del nombre– de Marina Casado. Un poemario de madurez, intenso y sugerente, de imágenes muy en la onda de Pizarnik y asimilando la influencia del 27.

martes, 13 de octubre de 2020

Reseña de Carmen Canet:’Olas’. La Isla de Siltolá. Aforismos. 2020

Carmen Canet publica Olas, su nuevo libro de aforismos – Culturamas

No solo ha contribuido a compartir el afán lacónico del aforismo contemporáneo, Carmen Canet nos hace entrega de una nueva ración que toma el movimiento serpenteante del mar como eje temático. Un aforismo puede seducir por su enseñanza, por revelarnos lo que siempre hemos sabido y que no pudimos expresar con la concisión adecuada. O puede seducir por la belleza del destello, por la poética encerrada en tan poco espacio.          

Ondulaciones se titula la primera sección. Las enseñanzas, el atento observar de la realidad más cotidiana, que de tan cotidiana se vuelve invisible: “La vida es una historia con olas. De encuentros y desencuentros, de llegadas y despedidas, de idas y venidas, de subidas y bajadas. De mareas altas y bajas”. Juega Carmen Canet a la sabiduría de la edad, “Con la edad se asoma más a la vida. Y más miedos”; “Es usual observar a jóvenes esperando un semáforo y ver a un señor mayor con bastón cruzar en rojo”; “La memoria es gris plata. El presente, azul añil. Y el futuro verde hoja”. Pero, en realidad, va mucho más allá del desencanto de los años, es la lucidez de quien vive consciente: “Discutir con cualquiera es indiscutiblemente perder el tiempo”; “A veces, este mundo huele a herrumbre y a derrumbe”.

Se agradece el tinte poético que va desgranando entre las observaciones sutiles: “Cuando las nubes se quedan en blanco, el día se ennegrece”. Una mirada penetrante sobre la personalidad que algunos pretenden ocultar detrás de una fachada: “Era un arquitecto de la vida, dibujaba proyectos y edificaba sueños”; “Era una persona tan tímida que incluso se sonrojaba con la mirada de las amapolas”. Lo que lleva, indudablemente a la reivindicación: “Muy triste que las cuestiones de invisibilidad de las mujeres algunos no las quieran ver”. Una mezcla de picardía (“Hay lencería consonante y asonante. Como la rima”) con la tristeza poética (“Tengo ganas de llorar –me dijo la nube. Y yo de llover –le contesté”).

En la segunda sección, Orillas, se acercan a las dos márgenes del río, las relaciones y los afectos: “El rumor de la risa y de los besos”. Comparte Carmen Canet una advertencia: “Sentía tanto que consentía más”; “Esos supuestos caballeros que encima se creen apuestos”; “Entre sus compañías tenía incluida a la soledad”. Espumas, título que tenía asociado al tercer volumen del monumental proyecto Esferas del filósofo Peter Sloterdijk, contiene aforismos dedicados al propio oficio de escritor como proyecto vital, de las interrelaciones y conexiones entre ambos mundos: “Los aforismos son como estribillos”; “Era intachable pese a emborronar todo”; “Vamos del diálogo al monólogo”; “Me encantan los colores de la voz”; “Aforismo: acequia de agua fresca”; “La inteligencia acaricia. La ignorancia araña”. Todo ello salpicados de una mirada crítica a la vida moderna: “Donde más se miraba era en el móvil”;  “¡La muerte que no cesa! Acecha”; “Temer, tener honor y poco humor”;  “Soñaba en sepia”; “Opacaba a las mujeres”.

Altamar continúa la serie de reflexiones sobre la literatura y la vida, en especial los libros y concretamente el género aforístico: “Las soledades pobladas de libros ya son otras soledades”; “En las píldoras, hay algo de aforismos, están comprimidas y curan”; “Los lectores se parecen al viento, remueven hojas”; “Alimenta el papel con sus palabras”; “El aforismo, me dice una amiga, es vitamina rebelde”; “Una casa con libros de la misma serenidad que el mar”; “Al aforismo le viene bien tener pérdidas”; “Le gustaban las figuras retóricas, y eso que era una persona sin recursos”;  “Los aforistas somos muy puntillistas”; “Expresión de escritor religioso: «Así reza mi título»”;  “En la vida y en la literatura, cuantos menos letras haya, mejor”; “Cuando un nombre no puede ser más transparente y significativo: Ida Vitale”. Y, como resumen, “No es lo mismo comentar un texto literario que explicarlo, uno construye, el otro destruye”.

Carmen Canet cosecha retazos, apuntes, frases, versos, sentencias, belleza y verdad, sugerencias poéticas que siempre desvelan una verdad cierta: “Los retratos son biografías estampadas”; “La lluvia suave es como un poema con lágrimas”. Termina el volumen con unos aforismos con un destinatario concreto, son las Olas dedicadas. Me quedo con una verdad con la que me identifico y que cobra fuerza en este mundo incierto en el que nos ha tocado vivir: “Me gustan los géneros fronterizos. Me disgustan las fronteras”.

 

 

 

domingo, 11 de octubre de 2020

La mala reputación

En días tan señalados como los de la fiesta de la Hispanidad, del Pilar, día Nacional de España o día de la Raza no puedo sino levantarme –tarde– con la versión de Paco Ibáñez de Brassens, La mala reputación: “Cuando la fiesta nacional / yo me quedo en la cama igual, / que la música militar / nunca me supo levantar. / En el mundo pues no hay mayor pecado / que el de no seguir al abanderado”. Y más cuando el abanderado es su majestad Felipe VI.

Sigo pensando que haber nacido dentro de la Península no me hace heredar ni el talento de Cervantes ni el valor del Empecinado. No sé por qué he de sentirme orgulloso. Ni por qué el manco de Lepanto está más cercano que el bardo de Hamlet. No he conseguido escribir poesía que merezca llamarse así por mucho que haya intentado contagiarme de los dos premios nacionales que han nacido en la misma localidad que yo. Ni siquiera intentando copiarles. Supongo que muchos en cualquier nación pueden pensar como yo y no entusiasmarse con las banderas y los himnos.

El caso de la piel de toro es, además, sangrante. Por muchos motivos, por las guerras civiles, por lo difícil de la convivencia y porque el pasado ha sido tergiversado tantas veces que, siendo historiador, no siento sino lástima y asco. La construcción del imaginario nacional ha seleccionado de nuestra herencia unos cuantos pueblos como propios y otros son invasores, okupas del suelo patrio. Teniendo en cuenta que todos los seres humanos procedemos de África, todos somos inmigrantes. Que el Homo Antecessor estuviera aquí hace la pila de años no lo hace más español que alguien que lleve quince. En primer lugar porque es absurdo considerar a estos primitivos pueblos como integrantes de una esencia española. Llegan los íberos o los celtas y, automáticamente, son de nuestro acervo, son de los nuestros. Aunque los celtas nos emparenten con los bretones y los británicos. Al contrario, la flautita y los símbolos tribales molan, son cool. Igual podemos decir de los romanos, que llegaron a sangre y fuego, o de los visigodos, llamados por el Imperio para sofocar a los bagaudas, para expulsar a suevos y vándalos. Apenas doscientos años de control visigodo, o más bien, de descontrol visigodo, entre las banderías, la inestabilidad, los bizantinos y sagas dignas de El rey león.

Pero luego llega Tarik y ya eso no es España. Aunque conquisten la península rápidamente y sorprendentemente la población se islamice en pocos años. Durante varios siglos Al-Ándalus, en sus diversas formas, fue la historia del suelo patrio. Pero nos resistimos a considerarlo como España. Durante un corto periodo de tiempo, durante la Transición, con el auge andalucista se reivindicaron las excelencias de las tres culturas y la herencia de los Omeyas. Quizás un poco infantilmente, quizás por el exotismo, quizás como rasgo diferencial frente a lo castellano. Los tiempos han cambiado, vuelve el Islam a ser el enemigo. Y la Reconquista, que parecía que había perdido su valor, se enarbola como símbolo de la esencia española. No hubo reconquista, eso ya lo sabíamos hace treinta años. Ninguna guerra puede durar ochocientos años, ni siguiera fue la mentalidad de los reinos cristianos en la Edad Media salvo en contadas ocasiones, para que sirviera de acicate en la expansión de los reinos cristianos. Y tuvo más peso la idea de cruzada que la de re-conquista. Sin embargo ha quedado marcado en nuestro imaginario, coronándose en el reinado de los Reyes Católicos. ¿Quién más español, Boabdil el Chico o Fernando el Católico? Realmente ninguno de los dos, pero los dos tienen igualmente derecho a ser considerados españoles si por tales entendemos los que vivieron en lo que actualmente es el Estado español.

Estos serán unos ocupas y estaremos orgullosos de haber expulsado al invasor, pero todos los reyes que vinieron desde entonces son extranjeros. Carlos de Gante era Habsburgo, como lo serían Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II, no digamos sus mujeres, que también provenían de familias reales extranjeras. Llegaron los Borbones desde Francia, y de Francia llegó José I… Incluso Juan Carlos de Borbón y Borbón había nacido en Roma. Eso no parece importarnos, solo que alguien no hable una lengua europea. Y eso que cuando Carlos I llegó se le sublevaron los Comuneros y las Germanías, o que hubo una auténtica guerra civil contra el reinado de Felipe de Anjou para que no llegara a ser Felipe V. La xenofobia se mostraba contra los ministros ilustrados, pero en nuestra memoria histórica se quedan como propios estos reyes. Y hay, por supuesto, que estar orgulloso de ellos.

Orgullosos de nuestras instituciones, como las Cortes de Castilla, pero también de la Inquisición. Orgullosos de nuestras victorias, rabiosos de nuestras derrotas y, por supuestos, indignados de la Leyenda Negra. En el fondo todos los políticos y las naciones son iguales. Lo siento, pero no. Por ahí no paso. Gran parte de la Leyenda Negra es cierta, la Inquisición fue un tribunal que juzgó, de manera arbitraria, delitos de pensamiento, sin garantías jurídicas básicas como las entendemos ahora. Se nutrió del miedo que inspiraba dentro y fuera de España. Y no resta su mal que la Suiza de Calvino fuera más sanguinaria, ni que los hugonotes de Francia fueran masacrados, ni que los puritanos quemaran o ahogaran a brujas. Las barbaridades de los Tercios son equiparables a cualquier ejército invasor de ese o de otro siglo, ¿es para enorgullecerse?

Los partidos que se dicen de izquierdas quieren apuntarse al fervor patriótico y arrebatarle a la derecha el patrimonio de Lo Español. Pero si se trata de cubrirse con banderas y chovinismo, no cuenten conmigo. ¿De qué sirve arrebatar la bandera si la vamos a utilizar para golpear a los otros con ella?

No son solo aquellos que se manifiestan con las banderas y acampan frente a la casa del vicepresidente y la ministra, simplemente porque son rojos, leo la prensa y las redes sociales y miro con atención los comentarios de personas anónimas. Me entristece muchísimo ver cómo atacan a los que no piensan como ellos, que desean la muerte de Fernando Simón, o del Coletas, que pretenden hundir diez o veinte pateras para frenar la “invasión” de España. Miro el odio con el que se mira a los catalanes, sean independentistas o no, “a por ellos”. Y miro el odio de los catalanes independentistas hacia lo castellano. Veo que gente que en sus perfiles tiene la consideración con los perritos abandonados mientras denuncian la “pagua” que se les va a dar a los inmigrantes. Investigo los perfiles y, salvo en dos honrosos casos, la bandera española que lucen convive con exabruptos contra los extranjeros, con una xenofobia y una ideología rancia contra todo lo que pueda ser progre, ecologista, feminista o defensora del colectivo LGTBI.

¿Quieren que me sienta español y orgulloso? No, aunque me señalen con el dedo, me persigan hasta los cojos o me miren mal hasta los ciegos.